Sinopsis
Cuando el famoso y seductor biólogo de televisión Ian Armstrong pudo conocer a Maggie Sosa a través de un concurso vía correo electrónico decidió que quería verla en persona para confirmar que la química erótica que se dió entre ellos era real al estar frente a frente. Lo que él no sabía era que la salvaje de su capataz fué con quien realmente chateó y cuando llegó al rancho de los Sosa se topó con una joven mal vestida y malhumorada con la que se vió obligado a convivir. Estando juntos, esa brutal mujer le empezó a complicar la existencia y no solo porque desde el primer día lo dejó a la intemperie, sino porque cuando estaban juntos lo único que deseaban era arrancarse la ropa y actuar como animales salvajes ansiosos de probar cada parte de sus cuerpos. Solo había un problema: Magui. ¿Cómo podría Carolina confesarle que estaba enamorada de su novio?
1. LA CAPATAZ
Carolina regresó de lavarse las manos y vió su plato servido. Lucía especialmente delicioso, después de trabajar toda la mañana levantando un cerco que se cayó por la madrugada.
—Gracias, amigo... —le dijo a Reynaldo.
La esposa del hombre siempre cocinaba para ella, lo cual agradecía pues la joven de veinticuatro años apenas si tenía tiempo para levantarse e ir a trabajar.
—Mi Rosa siempre hace maravillas —presumió el hombre de treinta años, quien fuera ahijado de su padre.
Le sonrió y como ella, se acomodó en la banca del comedor para trabajadores del rancho.
Fué idea de Carolina remodelarlo para días como ese, en que afuera una tormenta azotaba con todo su poder y los familiares no podían llevarles comida. Era la única mujer en el lugar y éso lo sabían sus compañeros porque tenía el cabello castaño rojizo, largo. Lo llevaba suelto, con mucho descuido, pues casi nunca lo recogía o lo peinaba.
—Disfrútalo machota —se burló Nicasio Rojas desde el extremo de la mesa rectangular de madera.
Carolina lo vió pasar la lengua por un trozo de carne con una intención claramente sexual. La pequeña de un metro sesenta se incorporó e hizo un ruido de vomito hasta incomodarlo. Sonrió sentándose, deseando echarlo afuera y que un rayo le fulminara esa mata de rizos colorados.
Jonás, el hermano mayor de Reynaldo, llegó saludándolos y fué a sentarse al lado de Carolina, como su guardián. Era un moreno robusto y alto. Una especie de guardaespaldas para la chica.
Nicasio no le quitaba la vista de encima.
Carolina platicaba con los hermanos sobre lo que harían ese día cuando tomó un bocado grande, porque ni para comer era femenina. Se lo llevó a la boca y escuchó un claro Uuh.
Miró a todos, al igual que Reynaldo y Jonás. Siguió masticando sin comprender el porqué de su reacción.
—¿Qué pasó? —preguntó con la boca llena.
Las miradas estaban puestas sobre ella.
Jonás y Reynaldo la miraron. No tenía nada raro en la cara. De pronto, un calor empezó a llenar la lengua de la chica.
—¡Jhá! —susurró sintiendo que algo quemante se dispersaba por dentro. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se tocó las mejillas con desesperación—. ¡Ay cabrón! ¿Qué le pusieron a mi comida?
Se levantó golpeando la mesa con los puños y el fuego en su boca creció sin control. Saltó de la banca y se movió de un lado a otro con desesperación. Se empezaron a reír de ella haciéndola enojar.
—¡Pinche bola de putos! —gritó Carolina enchilada. Entre lágrimas y enojo—. ¡Cabrones hijos de su re puta!
Su rostro estaba rojo. Agarró un vaso de agua y se la llevó a la boca para dar tragos desesperada.
—¿Quién carajos le hizo esto? —rugió Reynaldo levantándose. Carolina se apoderó de la jarra y bebió directamente de ella.
Jonás tomó un bocado del plato de Carolina, llevado por la curiosidad. Su enorme aspecto fué risible cuando se empezó a retorcer por el picante. Resistió menos la invasión del picante que ella.
—¡Pinche Nico, tú fuiste! —lo acusó directamente.
Nicasio se levantó temiendo la reacción de los hermanos, que no eran precisamente unas plumitas.
—¡No, yo no hice nada!
Carolina sacaba la lengua deseando arrancársela.
—¡Cabrón, tu abuela es la que hace salsa de habanero y le trae al patrón! —se quejó Carolina. Fué a su lado y el muchacho de veinticinco años se quedó quieto.
Los trabajadores se levantaron.
—No le saques Nico, tú fuiste —lo delató uno de ellos.
—¡Cállate rajón! —replicó delatándose.
—Ustedes lo vieron hacerlo y no le dijeron nada —gritó Jonás enojado, también con lágrimas, tomando la jarra que Carolina aún traía en las manos para darle un trago.
Los empleados se quedaron callados.
—Nomás porque sé que no trabajan por gusto se quedan, bola de mendigos, si no los mandaba a sus casas y ya saben lo que éso significa —dijo la chica. Los empleados se quedaron callados—. Y tú, pedazo de basura —le dió un empujón—, tú si te vas.
Nicasio apretó los puños. Miró a Jonás y Reynaldo, observándolo ceñudos. Contuvo las ganas de ahorcar a ésa pequeña capataz.
—¿Cómo es posible que ésta vieja se haya quedado con el puesto?
Carolina retrocedió.
—¡Será porque tengo más huevos que tú, pendejo! —dijo agarrándose la entrepierna del holgado pantalón vaquero.
Nicasio apretó los labios.
—No lo dudo, machorra —la recorrió con desprecio—. Con éso de que eres la novia de la hija del patrón.
Carolina se lanzó sobre él y le dió un derechazo en el estómago.
—Pinche maricón, eres bueno para hablar de las mujeres —lo vió doblarse.
Jonás se acercó para evitar que el pelirrojo reaccionara. Aunque era más por caballerosidad, que por necesidad de esa mujercita.
—Ya basta Nico, será mejor que te largues o te vas a enfrentar a mi —amenazó Reynaldo.
Los miró con coraje. Se sobó la barriga y les dió la espalda. Se iba yendo cuando les hizo una señal obscena con el dedo medio.
—¡Ese te lo metes por donde te gusta, cabrón! —gritó Carolina, arrancando las carcajadas de sus compañeros.
Más tarde, con ella, Jonás y Reynaldo, se quedaron tres trabajadores más para terminar los trabajos del día, antes de retirarse temprano.
Estaban asegurándose de que los animales en el establo se encontraran bien resguardados, cuando se escuchó un estruendo que los asustó.
Oyeron un berrido lastimero y salieron. Carolina alcanzó a ver un animal grisáceo entre la lluvia que caía.
—Es un coyote... —señaló y se llevó una mano a la cintura. Allí cargaba un arma pequeña.
—Canijo animal, tenía mucho que no se aparecía —comentó, Abraham, uno de los empleados más viejos.
—Lo voy a asustar pa' que se largue.
Los hombres siguieron con su labor. Entre la lluvia se vió una figura humana.
—¿Es el Nico? —inquirió otro de los hombres.
—Ese pedazo de bruto no se va a ir tan tranquilo hasta que la Caro le parta la madre.
Se rieron y siguieron trabajando.
Jonás y su hermano salieron detrás de ella para revisar los alrededores también.
Cinco minutos después, se escuchó el grito de la chica, afuera del corral.
Corrieron hasta ella. El primero que llegó fué su enemigo. La encontró adolorida con el pie atorado en una madriguera, quejándose por el dolor de la torcedura que acababa de tener.
Sonrió malicioso.
—Carolina ¿qué te pasó? —preguntó burlonamente, yendo a inclinarse a su lado.
La chica contuvo el deseo de llorar.
—¡Aléjate de mi, animal!
El dolor empezó a nacer.
Era muy intenso.
Nicasio se acercó peligrosamente.
—Pobechita la hombrecita.
—¡No te rías! —advirtió, lanzando un puño de lodo en la cara, antes de que pudiera tocarla.
Chilló tocándose la rodilla, por el brusco movimiento. Volvió a lastimarse.
—¡Hija de tu madre, nomás porque estás como cerdo en el chiquero! —la jaloneó de la enorme camisa vaquera que usaba—. Si no, ya verías lo que es un hombre —lanzó un grito ahogado, cuando una mano lo jaló hacia atrás y perdió el equilibrio.
—¡Cállate o seré yo el que te parta el hocico! —replicó Jonás viéndolo ponerse de pie con prisa.
Nicasio vió su metro noventa contra su metro setenta y levantó las manos en son de paz.
—Solo quería ayudarla —mintió descaradamente, retrocediendo.
—Carolina, deja de moverte —le pidió Reynaldo.
—Se me hace que te quebraste el tobillo —comentó uno de los trabajadores, cerca de ella.
Estaba en el suelo, enlodada y remojada por la lluvia que no paraba.
—Me duele mucho... —gimió sintiendo punzadas en el tobillo—. ¡Y tú, lárgate! —dijo a Nico, con la voz malhumorada de siempre.
Luego se volvió hacia sus amigos y lloró nuevamente. Mientras trataban de liberarla de su aprieto, Nicasio se alejaba, una vez más de mal humor. Por éso la odiaba, a nadie parecía molestarle que una mujer dirigiera una hacienda tan grande e importante.