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2. PRECIOSA SALVAJE

Dos días después, Magui acomodó su cabello hacia atrás. Luego tomó un cojín y se lo puso en la espalda, acercando sus senos al rostro de la joven.

Carolina desvió la mirada. Magui la miró con dulzura.

Carolina se empujó hacia atrás y sintió dolor.

—Gracias por estar aquí, Magui —dijo resfriada.

Magui miró la pierna enyesada de la chica y sonrió acariciando la fría punta de sus dedos pálidos.

—Al menos no sufriste una fractura.

Carolina se cruzó de brazos, molesta.

—Pinche doctorcito Suárez —se quejó—. Si no pasó nada, ¿pa' que chingados me enyesó la pata? —señaló la pierna izquierda.

—En primer lugar, deja de decir tanta majadería —le reprochó—. Y no tienes patas, no eres un animal —agregó—. Si te enyesó es para que te quedes quieta, Carolina Vargas.

—Aún así, ¿qué pin...? —se mordió la lengua— ¿cómo se le ocurre? Sabe que debo trabajar. Nomás me hubiera puesto una pendej... —se detuvo a disgusto—... una vendita y ya.

Magui sonrió, luego se tocó las mejillas.

—Cada día estoy más arrugada. Me pondré botox —retomó la conversación.

—No necesitas nada —replicó Carolina mirándola con atención—. Eres la cosa más bonita que he visto en mi vida.

Magui sonrió halagada.

—Gracias, aunque la palabra cosa...

Carolina se apenó.

—Ya sabes como soy de bruta pa' hablar.

Magui la miró. Carolina era una belleza, aunque ella misma no se daba cuenta. Tenía un hermoso cabello, que gracias a ella, ahora estaba bien peinado. La piel bronceada por el trabajo en el sol acentuaba el color avellana de sus ojos.

Se inclinó hacia ella y le acarició la mejilla.

—Tú eres hermosa.

Carolina bajó la mirada.

—Pero no como tú. Soy una animala salvaje.

Magui se rió.

—No se dice animala.

Los ojos de la más joven brillaron al recordar que había en televisión un programa que le gustaba ver.

—Como sea. ¿Me pones el programa ése que sale en el Animal... no sé que?

Magui se levantó y tomó el control de la televisión.

De inmediato apareció la serie semanal de un famoso zoólogo que vivía entre felinos.

—Me encanta ese programa —dijo minutos después—. Allí viviría muy feliz... —susurró admirando la belleza de la sabana.

Magui vió con horror que un león atacaba a una cebra, ante la fascinada vista del presentador.

—Debe oler espantoso.

—Te digo, allí debería yo vivir. Nunca me bañaría —sonrió.

Magui arrugó la nariz.

—¡Qué sucia eres!

—Hay que cuidar el agua —dijo socarrona.

Magui se levantó.

—Me voy, me aburre ver animales.

Carolina apenas la escuchó. El presentador era un rubio de cabello largo y despeinado. Su cuerpo musculoso, era algo nunca había visto a su alrededor. Lucía poderoso y muy alto. Sus rasgos eran tan varoniles y su voz amena le indicaba que podía ser agradable conversar con él. Podría pasar horas y horas oyéndolo. Debía saber muchísimo de felinos. Amaba los animales salvajes.

—Me voy Carolina —anunció Magui tomando su abrigo.

Apenas la escuchó.

—Si, yo también... —dijo perdida en la televisión.

Magui sonrió y salió de la casa. Su chofer se acercó a ella con una sombrilla pues la lluvia seguía cayendo.

Subió a la camioneta y siguió pensando en Carolina.

Era una chica diferente, honesta y muy salvaje. Tenía la inocencia de una niña. Quería protegerla, pero no se lo permitía, era demasiado independiente.

Físicamente era muy delgada, por la labor que realizaba en la hacienda de la cual su padre era dueño. Sabía que la molestaban por su actitud tan masculina, pero ¿de qué otra manera podía comportarse si desde los cinco años quedó a cargo de su padre, un ranchero analfabeta que a pesar de su machismo amaba a su hija y decidió criarla a su manera? La única que conocía.

¿Cómo había llegado Carolina a ser capataz de su hacienda? Gracias a ella, por su lealtad, su enorme esfuerzo y el respeto que se había ganado entre los hombres, aunque no todos.

Era hermosa, debajo de esa mata de cabellos despeinados escondía la belleza de su rostro de rasgos bien proporcionados,

labios rosados y delegados, la nariz delicada y una voz suave... cuando no estaba entre los compañeros. No dudaba que tuviera buen cuerpo debajo de los enormes pantalones y camisas de franela que se ponía.

Carolina era preciosa y estaba decidida a sacar a la mujer que llevaba dentro.

Magui le ayudó a llegar a la mesa redonda del comedor. Iban a desayunar juntas lo que la elegante mujer sabía hacer: avena con manzana verde.

Carolina miró el plato frente a ella y tomó una cuchara para revisar la textura.

—Ésto parece vómito... —dijo dejando que escurriera de su cuchara al plato.

—Es solo para empezar tu día, en lo que llega Hortensia.

Hortensia era la hija pequeña de Jonás, quien la había mandado para que la ayudara con las comidas y el aseo de la casa mientras se recuperaba.

Tenía diecisiete años y para su edad era una criatura muy precoz.

—No vas a engordar en las dos semanas que estarás convaleciente.

Carolina miró con desagrado su plato.

—Espero no devolver el estómago.

Mientras desayunaban, hablaban de viejos amores. Margarita recordó que cuando llegó, más de dos años atrás a ese pueblo en Durango, Carolina acababa de terminar una relación amorosa.

—No quiero saber de hombres —dijo con un toque de amargura.

Magui saboreó su avena.

—¿No crees que pronto volverás a enamorarte?

Carolina negó con la cabeza.

—No, ésa experiencia fué fea por todos lados. El sexo es... asqueroso. Uno se siente usado.

—Ay Caro, no siempre es así, mi amor...

—No quiero repetir la experiencia. Lo que viví con Luis fué espantoso.

Dejó de fingir que comía y empujó el plato.

—¿Te forzó?

Carolina negó.

—No, yo estaba muy consciente de lo que iba a pasar... creo. A lo mejor no fué su culpa. Tal vez fui yo que no...

Magui notó que su mirada se volvió tímida.

—¿Qué? —sonrió para darle confianza.

—Creo que no me gustan los hombres —confesó en voz baja.

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