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Ajuste

Señor Hoffman

Los padres son las únicas personas que nunca dejarán de amarnos y protegernos sin condición alguna, ya que sus instintos los hace protegernos pese a que ellos y nosotros ya seamos mayores de edad. Mis padres no son la excepción. Aunque tengo 27 años, aún me sobreprotegen como si fuese una niñita de cinco años.

Aquello me asfixia. Ellos creen que todavía necesito de su cuidado, pero por más que les repito que soy mayorcita para que me cuiden y eso ellos no lo comprenden.

Y eso no es todo, pues su sobreprotección no es lo único que me molesta, también desean que formalice un matrimonio con “un buen hombre”, cosa que no creo que exista en este mundo. Prefiero vivir mi vida como hasta ahora lo he hecho.

La verdad es que no quiero formar una familia y amararme a un hombre, nunca lo necesité y mucho menos lo necesitaré. ¿La razón? Simple, no creo en el amor y el matrimonio perfecto. Dejé de creer en ello desde hace años. Antes creía que era suficiente que dos personas se amaran para que el matrimonio funcionara, mas no es así.

Por más que alguien te diga “te amo”, no le creas, solo son simples palabras que dirá para hacernos creer que no tiene ojos para nadie más, algo que es falso.

Me encuentro en mi oficina y voy de salida, pero mi padre entra y, al ver que pretendo irme antes de la hora, comienza con sus reproches. Discuto con él, siempre es lo mismo. Quiere intervenir en mi vida personal, y eso es lo que más detesto. Jamás se lo permitiré, y eso es lo que le molesta.

— ¡No! —digo, exasperada—. ¡Basta! Tú no puedes obligarme a hacerlo, ya te lo he dicho mil veces, papá.

—Mía, entiende que nos preocupa tu situación. Tu madre a los 27 años ya te tenía a ti. Ella siempre fue una mujer recta. Por favor, comprende que…

—¡No soy mi madre, papá! —respondo, exaltada por su necedad, pero recuerdo su estado de salud, así que inhalo y luego suspiro. Trato de controlarme—. Ya soy una mujer, papá, y tengo derecho a hacer lo que yo quiera con mi vida.

—Hija, salir de fiesta no es apropiado para una mujer de tu clase. Tu comportamiento demuestra que tienes la mentalidad de una adolescente de 17 años. Dejas mucho de qué hablar. —Pasa su mano derecha por su rostro cansado.

Sus reproches me tienen cansada.

—¿Por qué eres así conmigo? —Me cruzo de brazos—. ¡De verdad no puedo creer lo injusto que eres conmigo, papá! Te ayudo en todo lo que esté a mi alcance con la compañía. Mis trabajos son impecables. Sabes que si te sigo ayudando hasta el día de hoy es porque tú no puedes solo, ¿o es que ya se te olvidó que desde hace nueve años estoy ayudándote porque estás enfermo?

—Lo sé perfectamente , hija.

—Y, aun así , no valoras mis esfuerzos y lo que hago por ti.

Su rostro se torna triste y desilusionado al escuchar mis palabras.

Sé que debo pensar lo que diré porque le puede afectar a su salud, pero casi todas las veces pierdo mi paciencia cuando trata de meterse en mi vida y más todavía si tiene esa estúpida idea del matrimonio arreglado. Odio que me quiera comprometer de nuevo. No quiere respetar mis decisiones y mis derechos.

Él es un hombre muy sereno con la familia, pero en el trabajo siempre mantiene una imagen fría todo el tiempo. Su bigote perfila muy bien su rostro y sus ojos castaños me miran con desilusión. No puedo verlo así. Por más malentendidos que haya entre nosotros, no puedo enojarme con él.

—Escucha —me le acerco—, te amo, papi. —Esboza una sonrisa—. Sin embargo, no dejaré que te metas en mi vida. Ya no soy una niña. Sabes que no soy como Raquel, que dice sí a todo.

Raquel es la menor de todos mis hermanos. Antes de ella están los gemelos, Edmon y Miranda. Yo soy la mayor.

—Mía, me preocupo por ti. No sabes cuánto nos angustias. Deseamos verte feliz. ¿Acaso no comprendes que esas fiestas a las que siempre asistes no te llevarán a nada productivo? Solo podrán arruinar tu vida.

Otra vez la burra al trigo.

Es imposible seguir con esta misma discusión, la cual siempre termina en lo mismo.

Cansada, suspiro y me alejo un poco de él.

—Confía en mí, sé lo que hago, Jamás haré algo que arruine el apellido de la familia ni tampoco mi vida —aseguro mientras tomo mis cosas.

—¿Adónde vas? —indaga al seguir mis movimientos de abrir la puerta.

—Tengo que irme, pues tengo un…

—¿Otra fiesta, Mía? —reprocha, molesto.

—Sí, papá, otra fiesta —farfullo, exasperada.

Sacude su cabeza y suspira con cansancio al no poder con una discusión que no tiene pies ni cabeza. Camina en mi dirección hasta quedar frente a mí, agarra mis mejillas y las acuna entre sus manos para luego besar mi frente.

—Sabes que si te lo digo es por tu bienestar —susurra sin dejar de observarme.

—Lo sé, no te preocupes —intento tranquilizarlo—. Sólo iré un rato. Llegaré temprano a mi departamento, te lo prometo. —Con una sonrisa sincera, sujeto sus manos para calmar su angustia—. Confía en mí, papá.

No parece muy convencido con mi respuesta, pero no le queda más opción que aceptar y confiar en mí.

A veces discutir por lo mismo puede ser estresante y cansino, pero es mi padre. Para él yo debo estar casada con dos hijos. Por más que le diga que no, empieza con sus sermones, y eso es algo tedioso. Aún no me siento preparada para eso del matrimonio. Deseo vivir mi vida como hasta ahora, libre de todo compromiso.

Ya se me hizo muy tarde.

Tomo una ducha corta, me preparo lo más rápido que puedo y salgo de prisa. Al ver que tengo el tiempo contado, decido llevar mi cabello suelto. Enciendo mi auto y lo pongo en marcha para pasar por mi amiga Cesia. Es la única amiga que tengo hasta ahora y en la que puedo confiar. Es ella la que siempre me acompaña en todas las noches que salgo a divertirme, bueno, así podría decirlo. Mientras conduzco, me maquillo, ya que me miro anémica sin maquillaje.

Cuando siento una vibración sobre mis piernas, bajo mi rostro por un momento para ver quién me llama. Sonrío de lado al saber qué es lo primero que escucharé al contestar la llamada.

—¡Por Dios, Mía! ¿Dónde estás? Llevo más de una hora esperando a que pases por mí —masculla mi amiga incondicional.

—Lo siento, Cesia. Sin darme cuenta, ya era tarde —miento.

—Sí, claro —responde, sarcástica—. ¿Dónde estás ahora? —inquiere algo desesperada.

—Estoy a unas cuadras de tu casa —vuelvo a mentir.

—Date prisa, que se nos hará más tarde —advierte y cuelga, molesta.

Sé que este retraso me costará bastante, como pagar todo su consumo en el antro.

Cesia es mi mejor desde la infancia. Ella es una chica de piernas largas que parece una modelo de Victoria’s Secret. Se hace iluminaciones rubias en su cabello castaño y su piel es blanca. Está muy bien cuidada. Sus ojos azules son hermosos como el mismo cielo. Se podría decir que es una princesa de cuentos de hadas, solo que, a diferencia de ese tipo de princesas, mi amiga es más descarada. Tiene un carácter de los mil demonios. A veces su malgenio no lo soporto, pero supongo que cuando yo estoy así ella tampoco me soporta. Tal vez por eso somos uña y mugre, incluso no hay secretos entre nosotras.

Soy distinta a Cesia. Sí, tengo piernas largas, pero no como las suyas, que son infinitas. Tampoco tengo una piel blanca como la ella. Al igual que mi madre, soy de piel acaramelada, ojos avellanas y cabello algo castaño claro, pero es porque me lo tiño.

Cuando llego a la casa de Cesia, su cara me dice lo cabreada que está por esperarme. Seguro me esperó durante dos horas. La invito a subir al auto, pero solo se cruza de brazos y ladea su cadera, indignada por mi tardanza. Sé que con un par de tragos se le pasará. Detengo el vehículo frente a ella, dado que, en vez de esperarme dentro de su casa, me esperó en la entrada, desesperada.

—¿Sabes que estuve a punto de irme sin ti? —rompe el silencio entre ambas.

—No es para tanto, ¿no crees? —Pongo mi vista al frente.

—¡¿Que no es para tanto?! —Alza su voz, ofendida—. Llevo una hora esperándote, Mía. Si fuera otra clase de amiga, me hubiera ido hace mucho.

—Y es por eso que eres mi amiga —intento alegrarla—, porque solo yo soporto tu malgenio. Tú soportas el mío y mis retrasos también.

Quita su cara de vieja amargada por falta de sexo, se ríe un poco y olvida mi retraso.

Al llegar al estacionamiento, Cesia solo espera a que yo apague el auto para después bajarse de inmediato y con mucho afán. Me deja atrás. Sin siquiera esperarme, se largó. Viro mis ojos mientras cierro con seguro y la sigo. Adentro las horas son largas y aburridas. Ambas bebemos en la barra. No me dura mucho la compañía, pues mi querida amiga conoce a un hombre muy joven. Ni siquiera lo piensa dos veces para irse con él. Como siempre lo hace, me deja sola.

—Hubiera sido mejor que me quedara en mi departamento comiendo helado —musito y juego con mi bebida, aburrida.

No sé qué hacer.

Me siento un poco extraña al estar sola en este sitio sin nada que hacer. Siento que a veces estoy fuera de lugar. Ni siquiera sé en qué momento comencé a sentirme así. Siempre me molesta cualquier cosa sin importancia. Cesia suele decirme que es por falta de sexo, pero yo no lo veo así. Agarro mi bolso y me dirijo al área VIP. Tal vez ahí pueda encontrar una grata compañía. Bufo con angustia al ver que hay mucha gente en el centro del lugar. Inhalo profundo y, como puedo, sigo con mi camino hacia las escaleras que dan a dicha área. Cuando intento salir de entre la multitud, alguien que camina en dirección contraria me empuja. Caigo sentada en el suelo.

—¡Oye, estúpido! —le chillo al idiota para que me oiga.

—Perdón, disculpa —habla una voz masculina gruesa que me ofrece su mano para ayudar a levantarme.

Alzo mi vista para agradecer su gesto. Sin creer lo que mis ojos observan, me levanto, molesta.

—Pero ¿quién más podría ser? —Elevo mi voz a causa de la música que está a todo volumen—. Un estúpido que nunca ve por dónde va, ¿no es así “señor Gabriel”?

—Al menos no tengo una boca tan sucia como la suya, “señora Mía”. —Frunce su entrecejo al verme.

Ambos nos vemos con rencor y odio. Al final, discutimos sin saber la razón. Siempre pasa lo mismo cada vez que nos encontramos.

Gabriel Hoffman, mi rival en todo —si lo digo en todo es porque es todo—. Por alguna razón, somos rivales en nuestros negocios, pero mi familia siempre queda en primer lugar en todo.

—¿Sabe que…? —Limpió mi trasero y trato vermelo para saber que no está sucio—. Ya…

Cuando vuelvo a ver al frente, él ya no está.

El muy desgraciado me dejó hablando sola.

Ja, muy típico de él huir siempre de una discusión.

—Me las Cobraré todas algún día, Gabriel. De una u otra forma, lo harás.

 

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