Capítulo 5.
Montar un operativo de este tamaño era difícil y más cuando eres tú la que está al mando de todo. Policías, perímetro, la maldita orden de detención y un sin fin de cosas más a pocas horas de un intercambio de droga de ese calibre.
—Todo listo. — Dije más para mí que para mi equipo.—Antes de iros comprobad que vuestro pinganillo funciona. Ya hemos visto los puestos de cada uno, si hay algún problema reportáis y volvemos, todos. ¿Queda claro?
Todos contestaron, sincronizamos los relojes y nos pusimos en posición. Quedaban unos diez minutos para la entrega, no se veía nada en el puerto, todo estaba tranquilo. Yo tenía casi la mejor posición, estaba sola escondida en un callejón sin salida que me dejaba ver perfectamente todo el puerto.
De pronto alguien apareció por el callejón, pensé que era un compañero al llevar un chaleco antibalas pero me arrinconó contra la pared y me quitó el arma. Detrás de él aparecieron dos hombres más que me sujetaron de las muñecas y no pude presionar el botón del pinganillo. Me lo quitaron.
—Shhh, Eva. —Intenté soltarme de su agarre con las técnicas de defensa personal que había aprendido en la academia pero solo conseguí que se riera y me tapara más la boca.— No esperaba que la cita fuese así.
—¿Caleb? —Conseguí decir debajo de la mano que tenía tapando mi boca.
—Eso es, preciosa.
—¡Suéltame! — Intenté moverme y chillar.—¡Ayuda! ¡Compañeros!
—Cuanto más te resistas, peor. Solo quiero hablar, no te voy a hacer nada.
Uno de sus hombres puso cinta aislante en mi boca haciendo que fuese imposible para mi hablar y seguir pidiendo ayuda.
—Vamos. —Un coche paró en el callejón y la puerta trasera se abrió. Negué con la cabeza aun sujeta por aquellos hombres. —No te lo estoy pidiendo, Eva.
Tiró de mi mientras yo me agarraba a la pared, a la farola y daba patadas al aire. Entre los tres hombres me metieron al coche y cerraron la puerta antes de arrancarme el pinganillo. Intenté salir, aporreé las ventanas, la puerta y Caleb entró al coche.
—Solo quiero hablar. —Me dijo.
Intenté hablar pero tenía la cinta en la boca.
—Dime que entiendes lo que te digo, asiente con la cabeza.—Lo miré pero no me moví. —Eva, de verdad que no quiero hacerte daño.
Asentí con la cabeza y me aparté lo más que pude de él volviendo a golpear la ventana.
—Tienes que parar de hacer eso, te vas a hacer daño y ese cristal no se va a romper. —Me dijo desde su asiento. —Vamos a ir a un lugar por aquí donde poder hablar tranquilamente y luego te dejaré ir.
Unos minutos más tarde el coche paró en frente de una lancha. Me bajó del coche e hizo que me subiera a la lancha, estábamos solos. No se alejó demasiado de la costa, lo suficiente para estar a oscuras y no poder llegar nadando.
— Ahora sí, te voy a quitar esto de la boca y hablaremos. —Me dijo. Se acercó a mi y de un tirón sacó la cinta.
—¡Joder! ¡Imbécil, eres idiota! ¿¡Pero qué te pasa en la cabeza!? Criminal eres una m...—Me volvió a tapar la boca con su mano.
Y ahí fue cuando lo vi, de cerca. El criminal más buscado por el FBI a dos centímetros de mi. Sus ojos negros brillaban, sus labios carnosos estaban entre abiertos y su perfume inundaba mis fosas nasales. Me quedé quieta, sin saber qué hacer o qué decir y me volví a sentar. Sin arma, sin el pinganillo y en el mar, no podía hacer nada.
—¿Ya? —Me preguntó desde el otro extremo de la lancha. Lo miré.
—Explícame por qué Caleb. —Me revolví el pelo con las manos, desesperada.— Por qué sales de donde quiera que hayas estado escondido ahora, ahora que yo llevo el caso. Llevan años buscándote y yo una semana apenas.
—Porque no te quiero hacer daño y te estás metiendo de lleno en esto.
—¿Por qué? ¿Sabes que voy a tener que informar de esto en cuanto llegue a la costa? Te cogerán, mis hombres están ahí. No te dará tiempo a escapar, tienen el puerto rodeado. Te pasarás lo que te queda de vida en la cárcel.
—No lo harás. —Sentenció.
—Claro que lo haré. Esto es acoso y secuestro, la guinda que le faltaba a tu lista de cargos.—Se rió.
—¿Sabes por qué no lo harás? Porque al estar conmigo ahora en medio de un intercambio de mercancía y haber intercambiado mensajes te considerarán cómplice. —Me quedé helada. —Quiero pedirte por las buenas, Eva, que pares con esto.
—¿Esto es por las buenas? —Nos señalé a los dos y a la barca.
—Lo es, ni si quiera te he quitado el móvil. —Toqué el bolsillo interior de mi chaleco y lo palpé, ahí estaba.
—Dónde están esos policías.
—Si te soy sincero, no lo sé.
Se sentó al borde de la lancha, mirándome, tranquilo. Tenía el pelo alborotado debajo de aquella capucha.
— Nos vamos a ir y te voy a dejar donde estabas, no hagas ninguna tontería de la que nos podamos arrepentir los dos.