Capítulo 4 ... Y LO HICISTE DELANTE DE MÍ (parte 2)
Pacita tenía unos hermanos pequeños adorables y tremendos, y cada vez que lloraban o estaban tristes, Pacita lo resolvía con una "lluvia de besitos", y eso es lo que acababa de darme. Mi corazón se derritió un poco más por el sentimiento correcto, aunque la culpabilidad seguía presente allí donde mi mejilla cosquillaba con el beso de Gabriel.
Cuando se marcharon, Rámses se sentó a mi lado y me ofreció de la comida que habían traído. Cuando me negué se encogió de hombros y se dispuso a sacar las suculentas papas fritas y los Nuggets de pollo de la bolsa. El olor tan delicioso y familiar me despertó el hambre y mi estómago rugió protestando. Alargué mi mano para tomar la otra bolsa y un pequeño y rápido golpe me hizo retirarla
—¡Me pegaste!—exclamé sorprendida
—Son mis papitas y tú dijiste que no querías— respondió Rámses con su idiota ceja alzada con superioridad y su voz seria.
Mi cara aun reflejaba la sorpresa de su pequeño golpe, pero lo vi curvar sus labios en una sonrisa y ofrecerme la bolsa que contenía mis papas y Nuggets. Lo acepté tratando de reprimir la sonrisa que me había provocado, pero fallé en mi intento, y para cuando comencé a comer sonreía con amplitud.
—Entonces... ¿Qué fue lo que pasó?—preguntó sin un poco de delicadeza y con la boca aun llena de papitas.
—Mi mamá volverá con él. Es solo cuestión de tiempo para que se mude de regreso a la casa—confesé.
No entendía porque se me hacía tan fácil hablar con este francés petulante y grosero, cuando no podía hacerlo ni siquiera con mi mejor amiga.
—Entonces lo perdonó—y después de sopesar su siguiente frase continuó— y tu aún no.
—Yo no pienso perdonarlo nunca—salté repentinamente molesta— y ella tampoco debería hacerlo
El me miró extrañado, tratando de ver a través de mí. Aparte mi rostro de la intensidad de su mirada, antes de que leyese todo lo que estaba callando y bajándome del mesón caminé hasta el otro extremo del aula. Me subí en el nuevo pupitre que habíamos conseguido y me asomé por la ventana mirando la desolada cancha. Rámses se paró al lado del pupitre mirándome confundido, no sé por qué, pero en este momento de mi vida donde más vulnerable me sentía ya no respondía por mis actos, así que le tendí la mano para que subiese a mi lado.
Claro que cuando hice eso jamás imaginé que la única forma de que cupiésemos los dos en tan reducido espacio es que el me sujetase por la cintura y yo quedase tan unida a su pecho, que su cálida respiración movía mi cabello.
—Así que vienen aquí a espiar a los chicos sudorosos, pervers— dijo un tanto divertido
—No somos ningunas pervertidas—respondí con seguridad. No tenía que ser bilingüe para saber que pervertidas y pervers era lo mismo, o esperaba que lo fuese, porque de lo contrario acababa de ser traicionada vilmente por mi subconsciente—. Nos asomamos aquí cuando queremos tomar aire fresco—mentí con descaro arrancándole una sonora carcajada.
—¿Quieres aire fresco? Ven conmigo—ofreció bajándose del pupitre y extendiéndome su mano para seguirlo. Mi piel se sintió fría allí donde había estado sujetándome
Miré sus cálidos ojos caramelos y luego a su mano extendida hacia mí. Dudando un poco la agarré y el apretó con fuerza mientras me bajaba del pupitre. Sin soltarme, y por el contrario entrelazando nuestros dedos, tomó nuestras cosas, abrió la puerta del salón y me sacó a toda prisa, casi corriendo por los pasillos desiertos. No paramos hasta que estuvimos frente a su auto, e incluso en ese momento, cuando me abrió la puerta y me ofreció subir, no dudé en hacerlo aunque sabía que no debía.
Cuando arrancó su teléfono comenzó a sonar con insistencia anunciando una llamada. Asumí que se trataba de su hermano, porque le habló en francés y mencionó algo de un taxi a la maison, que por lo poco que había aprendido, era la casa. Reprimió una sonrisa burlona, por lo que asumiré que la noticia a Gabriel no le había caído muy bien. La relación entre ellos me generaba mucha intriga, parecían ser grandes amigos, pero también que tuviesen algunos problemas sin resolver y muchos secretos guardados. Creía con bastante seguridad de que la verdadera razón de que se comunicaran en sus lenguajes maternos entre ellos, era una forma de intercambiar palabras que no querían que más nadie entendiera, lo que solo acrecentaba mi curiosidad innata.
Condujo en silencio, pero no era incómodo. Me permití admirar su perfil, con la excusa de estar viendo el paisaje del lado de su ventana. Tenía una nariz ligeramente perfilada, el labio de abajo un poco más carnoso que el de arriba, sus cejas un tanto gruesas y pobladas, y una pequeña marca en el medio de su barbilla que lo hacía lucir un poco mayor. Su cabello largo un tanto más debajo de sus orejas no lo hacía lucir adorable como normalmente uno se lo imagina, sino un tanto triste y quizás melancólico.
Aparté la mirada antes que se pudiera percatar de mi descaro y me concentré en el camino que teníamos por delante. Después de unos diez minutos más y varios giros inesperados, llegamos a una zona arbolada, por donde el empezó a conducir con tranquilidad, como si fuese un camino que recorriese diariamente. Cuando los arboles acabaron un enorme claro apareció ante nosotros, no éramos los únicos en el lugar, estaba repleto de autos de distintos modelos, marcas y colores. Los lujosos se mezclaban con los clásicos sin ningún pudor. Los adolescentes estaban sentados sobre los autos y en los alrededores. Algunos fumaban, otros bebían, pero todos sin excepción lucían peligrosos.
Tensé instintivamente todos mis músculos. Rámses buscó un lugar un poco apartado y luego de estacionar nos bajamos.
—¿Qué es este lugar?—pregunté colocándome a su lado mientras caminábamos quien sabe a dónde.
—Un lugar donde pasar el rato y del que no debe saber mi hermano—me advirtió.
—¿Quién tiene?—preguntó con seguridad y voz seca a un adolescente con problemas de esteroides, que fumaba un cigarro como vigilando la escena que tenía a su alrededor.
—El Mazda verde—dijo dándome una mirada que me intimidó.
Mi instinto me hizo acercarme más a Rámses y me aferré a su brazo —fuerte y cálido bajo mi tacto— al tiempo que el disimulaba una sonrisa.
—Dime que no comprarás drogas—susurré mirando con recelo a un grupo que compartían un porro.
—Jamás te dejaría consumir drogas Bombón
—No fue lo que pregunté
Se encogió de hombros, dejando claro que era todo lo que me respondería, al tiempo que llegamos al Mazda verde, su dueño era un chico de por lo menos 20 años, rubio y del tipo surfista, con los ojos inyectados de sangre y apestado a alcohol. Con un gesto de su cabeza le preguntó a Rámses lo que quería.
—Seis cervezas. Cerradas—pidió extendiéndole un billete que pagaba tres veces más de lo que había pedido.
—En sitios como este, jamás aceptes bebidas ya abiertas—me indicó mientras caminábamos de regreso a su auto, como si yo me fuese a hacer una visitadora frecuente del lugar.
Me hizo subir y condujo un poco más apartado de la zona, donde la bulla y la música de los otros autos apenas se escuchaban. Frente a nosotros estaba un acantilado. Me tomó de la mano y con las cervezas en la otra comenzó a llevarme por una orilla, siguiendo un pequeño camino que llevaba hasta abajo, donde una playa rompía sus olas en silencio. Nos sentamos en una roca un tanto mohosa y húmeda. El olor salino inundó mis fosas nasales y cerré los ojos para transportarme en el suave arrullo de las olas. El sonido de una de las cervezas al ser abiertas me sacó de mi ensoñación. Rámses me la estaba ofreciendo y sin dudarlo la tomé.
Había probado una que otra bebida alcohólica en el pasado, un vino y un poco de champaña en celebraciones, y unas cervezas con unos primos lejanos una vez a escondidas. Di un pequeño sorbo y el sabor amargo me repugnó el tiempo que duraron mis papilas en adaptarse.