CAPÍTULO 4
–Lo que noto por tu relato, Abigail, es que pasas demasiadas horas trabajando, y según tu archivo, tienes días acumulados de vacaciones. No es bueno que no te los tomes. Es contraproducente que no tomes tus descansos cada cierto tiempo, incluso baja tu productividad.
–Nunca he notado que bajara mi productividad. Llevo una buena administración de horas de sueño, me alimento bien, salgo a correr cuatro veces por semana, entre otras rutinas de ejercicio, y si, trabajo mucho, pero acaso, ¿no todos trabajamos mucho para llegar a nuestro objetivo?
La terapeuta me observaba a través de sus anteojos mientras le decía todo aquello.
–Y dime, ¿cuál es el tuyo?
–Mi objetivo es escalar en mi profesión cuando aún soy joven.
–¿Y a qué costo? No debes perder la salud.
–Estoy en perfecto estado de salud.
–Mira, te extenderé una licencia médica. Es evidente que eres adicta al trabajo y que estás manifestando signos de estrés. Quédate en casa algunos días y relájate.
–Pero, ¿cómo voy a relajarme? No es la solución. No quiero dejar de ir al trabajo. Además, puedo hacer trabajo desde casa.
–Eso también lo tienes prohibido. Acabo de llenar tu ficha desde aquí, desde mi ordenador. Estoy en línea, sabes eso, ¿verdad? Tus jefes ya están informados al respecto. Nada de trabajo.
Bufé por lo bajo.
–Vienes a verme la semana entrante así me cuentas cómo te ha ido. No dejes de venir a terapia. Te hará bien. Toma, aquí tienes tu copia del certificado.
Tomé el certificado y me levanté.
–Gracias, hasta la semana que viene.
Estaba claro que ella iba a querer que continuara yendo a su consultorio. Para ella era más dinero en su bolsillo. ¿Qué iba a recomendar sino? ¿Que no fuera más a terapia?
Les envié un mensaje a mis amigas de la oficina para avisarles que a partir del día siguiente no iría más a trabajar. Ambas respondieron casi en simultáneo estar de acuerdo con la decisión de la terapeuta y me comunicaron que organizaríamos algo en mi apartamento para que no me sintiera tan sola. Luego ellas escribieron en el grupo en donde estábamos todas, para comunicarle al resto de las chicas que tendría más tiempo libre, que me sacaran a pasear. Como si fuera un perro… Y eso que las llamo amigas, si fueran enemigas qué dirían.
El día transcurrió lento, muy lento. Intenté leer algún libro, pero no lograba concentrarme. Hice zapping, pero nada captaba mi atención. Observé el apartamento y me puse a ordenar. Limpié y organicé las alacenas. Cuando finalicé salí a hacer las compras para la cena y cociné un plato digno de un chef. Incluso tomé una foto y se la envié a mis amigas.
De inmediato recibí emojis de aplausos.
“Ya estás encontrando qué hacer con tu tiempo libre, Abi”, escribió Sara.
“¿No quieres venir a cocinarle a mis hijos?”, envió Olivia.
“Busca toda actividad que te relaje, Abi, sigue así”, había escrito Eva.
¿Toda actividad que me relaje? Estaba haciendo cosas estresantes, había pasado las últimas dos horas dentro de la cocina rogando que ese plato quedara como se suponía que me tenía que quedar. Por suerte lo había logrado, sino hubiese sido completamente frustrante.
Después de todo el trabajo que me dio, me senté a comer y lo devoré en segundos. Agotada, me metí en la cama y me dormí al instante.
Sonó la alarma a las siete de la mañana como todos los días. ¿Sonó la alarma a las siete de la mañana como todos los días? ¿Cómo que sonó la alarma? ¿No había soñado nada? Bueno, sabemos que había soñado algo, pero no lo recordaba. ¿Por qué m*ierda no recordaba lo que había soñado?
Era inaudito.
Lo primero que intenté fue cerrar los ojos para volver a dormir. No funcionó. Siempre fui como una máquina. Una vez que me despierto, no puedo volver a dormir. Necesito una ducha, un café y salir a trabajar. Lo intenté de todas formas, pero en vano.
Lo segundo que intenté, fue el buscador en el móvil: “qué hacer para recordar los sueños”. ¡Ah! Puras pavadas. No pensaba intentar ninguna de las sugerencias que salían en las búsquedas. ¿Quién en su sano juicio había escrito esas notas? Bueno… quizá, en algún momento de desesperación, si no volvía a recordar en los siguientes días… quizá intentaba alguno de los consejos. Veríamos cómo se sucedían las siguientes noches.
Me levanté y comencé mi rutina matutina.
La despensa estaba llena, gracias a mi compra del día anterior, y la organización era impecable, así que luego de mi ducha cociné un buen desayuno y mientras comía me puse a buscar en mi móvil: “fármacos para descansar mejor”. ¿Rozaba la drogadicción? No lo sé. Quizá una pequeña ayudita, sólo de vez en cuando. No, eso es automedicación en el mejor de los casos. Está bien, creí yo. Aunque algunas cosas sonaban un poco fuertes.
Lo mejor era consultar con un profesional. Fui a la farmacia y pregunté.
–Buenos días. Estoy buscando algún medicamento que me ayude a dormir.
–Hola, buenos días, señorita. ¿Trae usted receta?
–Ah, no sabía que era necesario. Me cuesta conciliar el sueño a veces y no he ido al médico aún –mentí.
–Puedo ofrecerle algo natural, si lo desea –me dijo el hombre, buscando en los estantes–. Tengo estas opciones –señaló–. Puede ser en gotas o hebras. Le daré un instructivo para prepararlas.
–Mmmh, buscaba algo quizá como diazepam o clonazepam.
–En ese caso necesitará una receta. Si quiere llevarlo hoy puedo darle melatonina y valeriana, si prefiere.
Analizando mi situación, era lo mejor que podía conseguir.
–De acuerdo. Aquí tiene –dije, ofreciendo mi tarjeta para pagarle.
Me fui de allí con mi botín, y antes de regresar a casa di un paseo por el parque y almorcé en un restaurante muy bonito al que nunca había ido, mientras leía un libro que llevaba en la cartera.
Al caer la noche, preparé mi elixir especial. Agregué un poco más de lo que decía el instructivo del farmacéutico. Lo bebí y cené. Me acosté en la cama y procuré no usar mi móvil, pues hay estudios que afirman que la luz de las pantallas en medio de la oscuridad alteran la regulación de la hormona de la melatonina.
Enseguida llegó el sueño. Me quedé dormida con rapidez. Estaba dentro de una casa donde no había estado nunca. No sabía cómo había llegado allí. Oía el ulular de los búhos como la otra noche. Se escuchaban cerca, pero no sabía de dónde provenían.
Abrí una puerta y caminé por un pasillo, que me condujo a otras puertas. Elegí una puerta y entré. Allí estaba él, durmiendo plácidamente.
Me contuve ante la idea de acostarme junto a él. Analicé si era lo correcto, y mientras lo hacía, escuché una voz que me susurró algo al oído que me hizo pegar un salto del susto.
–Tienes ganas de acostarte con él, ¿verdad? –dijo.
Volteé para mirar quién era el que me hablaba. Al mirarlo, noté que era alguien extrañamente familiar, pero a la vez, alguien a quien no conocía. Era un joven esbelto, de alas negras.
–¿Quién eres?
Dudó por un momento, pero contestó.
–Ah, qué más da, si de todas formas no lo recordarás luego.
–¿Por qué no lo recordaré luego? ¿De qué hablas?
–Quiero divertirme un poco y mis hermanos insisten en que no lo haga. Siglos y siglos de aburrimiento –dijo, hablando más para sí que para mí.
Caminó alrededor de la cama, parándose frente a mí.
–Soy Oniros. Mucho gusto –dijo, extendiendo su mano de dedos alargados hacia mi.
Mire su mano y dudé si estrecharla o no. Luego extendí mi mano, para no herir sus sentimientos y antes de que nuestros dedos se tocaran quitó con ligereza su mano y se burló.
–¡Caíste! Jajaja.
–Yo me llamo…
–Abigail. Lo sé. Quieres acostarte con él. Hazlo.
–Pero está dormido.
–Si, todos aquí lo están. Ese es el punto, ¿no?
–Es tan bello –dije, observándolo.
–Se llama Adriano. Abigail, Adriano, Adriano, Abigail. Mucho gusto. Bah, qué aburrido. Me marcho.
Oniros metió su mano en su bolsillo y tomó algo de allí. Levantó su puño cerrado a la altura de mi rostro y al abrirlo sopló. Una nube de polvo dorado me baño. Luego, se volteó, abrió la ventana y se marchó volando. Quedé sola con Adriano, si ese era su nombre real.
No sé que efecto tenía que surtir en mi esa nube dorada, pero no me sentí particularmente diferente.
Volví a mirar a Adriano y acaricié su mejilla y comenzó a moverse en su cama. Parpadeó y me observó.
–Hola –dije.
–Hola, bella.
–Soy Abigail. Puedes decirme Abi –le dije.
–Mi nombre es Adriano.
Era cierto lo que había dicho Oniros, entonces.
–¿Puedo? –pregunté.
Él asintió y me senté a su lado. Cuando lo hice, Adriano me tomó en sus brazos y me echó hacia atrás, haciendo que me recostara a su lado y me dio un beso en los labios. Sentí su calor de inmediato y se sintió muy real.
–¿Por qué continúo soñándote, Abi? No es que quiera dejar de hacerlo, pero te estás convirtiendo en una obsesión.
–¿Qué quieres decir?
Quería saber qué quería decir con exactitud eso, si él era un hermoso sueño, cuando sonó la alarma de mi despertador, y comenzó otro abrumador día.
No esperé demasiado. Esta vez tenía mi elixir para soñar. Así que a media tarde, y luego de una intensa mañana de hacer ejercicio, salir a correr y hacer una clase de yoga, me metí en la cama para dormir una siesta.
Soñé. Soñé de todo. Pero en ningún sueño estaba Adriano. Y cuando desperté era tardísimo. Era evidente que la dosis que había consumido de melatonina y valeriana había surtido un efecto que no era el deseado.
Así que ya era la hora de la cena para cuando desperté. Comí algo rápido y volví a meterme en la cama, pero estaba claro que el sueño no llegaría. Pasé toda la noche en vela, leyendo.