Capítulo 2
Carolina
- Hija, no corras que te vas a hacer daño.
- Mamá, no me voy a caer, ya soy mayor, mira -y corrí hacia atrás para demostrarle que ya no era la niña pequeña que ella creía- Mira, mamá, lo que estoy haciendo.
Pero para mi desgracia tropecé con mis propios pies y caí como un aguacate maduro al suelo. Ella vino con su cara de enfado e iba a pelearse conmigo, pero al ver mis ojos llenos de lágrimas, su mirada pronto se llenó de ternura.
- Oh mi amor, te has hecho daño - y me levantó - Te dije que no corrieras, que te harías daño.
Nos sentamos en el banco de la plaza y enseguida me abrazó y sus brazos fueron la mejor medicina que pude tener. Apoyé mi cabeza en su pecho y allí sollocé hasta que me calmé. Entonces me levantó la pierna y me miró la rodilla raspada, quitándome la suciedad que tenía.
- Se te curará pronto y no te acordarás.
- Pero mamá está magullada y te va a doler -hice un puchero.
- Sí, mi amor, te dolerá unos días - depositó un beso en mi pierna - No te voy a mentir, te dolerá unos días, pero luego se te pasará.
- Tengo miedo mamá, no me gusta el dolor.
- Lo sé, pequeña, te voy a contar un secreto - Asentí - Hasta mamá, que es una niña grande, tiene sus miedos.
- ¿Tú también tienes miedo, mamá?
- ¿Yo? A menudo tengo miedo y mi mayor miedo es dejarte - sonrió - Todavía eres tan pequeña - y ahora sus ojos estaban llenos de lágrimas.
- No mamá, no me vas a dejar - la abracé muy fuerte - Eres eterna, ¿verdad?
- Ojalá pudiera ser eterna, hija mía, y estar contigo para siempre - se secó las lágrimas - Tengo una idea.
- ¿Qué idea mamá? - Me había olvidado del moratón.
- ¿Qué tal si vamos a tomar un helado?
- Quiero un poco mamá, de verdad que quiero un poco.
Así que fuimos a la heladería, ella pidió helado de limón, que le encantaba, y yo de uva y chocolate. Y a partir de ahí, tuve uno de los mejores recuerdos de mi vida. Siempre he estado muy unida a mi madre. Y en aquella conversación, parecía como si ella ya conociera el futuro. Cuando cumplí once años, mi madre falleció, y todavía me acuerdo y lloro de echarla de menos. Fue el peor día de mi vida.
Perdí a la persona que más quería y verla allí tendida sin vida, con los ojos cerrados y pálida, me dejó en estado de shock. Mamá murió en casa, me senté junto a su cama y le pedí perdón por todo lo malo que le había hecho. Al principio no lloré, hasta que me di cuenta de que iba al velatorio de mi madre. Y que nunca la volvería a ver. Y dejarla en ese lugar fue el peor sentimiento de mi vida, como si la hubiera abandonado allí, algo que ella nunca me había hecho. Pero la gente me levantó y me llevó lejos. Del cementerio. Pero tuve que dejarla. Y desde ese día supe lo que era, o no, enfrentarse a la pérdida.
Estábamos solos papá y yo, que estaba tan conmocionado como yo. Eran una pareja que se amó hasta el último día y su pérdida nos sacudió a todos. Los primeros días, papá no quería hacer nada, no podía trabajar ni comer. Los dos nos consumíamos en aquella casa, donde cada rincón nos traía recuerdos de mamá sonriendo. Cada rincón tenía la personalidad de mi mamá. Pero después de ver a mi padre así, decidí que teníamos que seguir viviendo.
Tardé unos años en sacar las cosas de mamá del armario, pero un día decidí sacarlas y dejar que volviera a entrar la luz. La tía Ivone siempre estaba con nosotros y nos ayudaba mucho. Mi padre volvió a trabajar y pasaron los años. Y nosotros seguimos con nuestra vida.
En las reuniones del colegio, mi padre siempre llegaba tarde, pero siempre aparecía. A menudo me sentaba a esperar a que llegara, los profesores estaban acostumbrados y por eso ya no me importaban los retrasos. No tuve una fiesta de quince años como la de mis amigos, pero sí una excursión de pesca con mi padre, y aunque se me daba fatal, nos divertimos a nuestra manera.
Nuestras vidas siguieron, no había otra forma ni manera. Hasta que papá apareció con una nueva novia. Y entonces descubrí lo que era estar solo. Él vivía su vida. Yo me convertí en la segunda opción. Y eso fue muy difícil para mí. Navidad ya no estaba conmigo, Año Nuevo ya no estaba conmigo y todas las demás celebraciones del año no estaban conmigo y yo estaba sola. Yo era la segunda opción y ella me veía como la niña mimada que no merecía la atención de mi padre.
Nos perdimos el uno al otro, esa era la verdad, la distancia se apoderó de nosotros y sólo nos veíamos unas pocas veces al año. Terminé el colegio y empecé la universidad, que era mi sueño y sería mi independencia, papá ya vivía con su novia y me ayudaba económicamente y yo trabajaba en la tienda de la esquina a tiempo parcial para mantenerme.
Estudiaba mucho porque tenía que sacar buenas notas en la carrera y me gustaba ser uno de los mejores alumnos de la clase. Estudiaba administración de empresas y conseguí unas prácticas al final del segundo curso. Estaba muy contenta y me acordaba de mamá y de que estaba a su lado y sabía que ella se alegraba por mí.
Cuando empecé mi tercer año en la universidad, mi padre empezó a quejarse de dolores cuando venía a visitarme. Le pedí que fuera al médico para que le hicieran unas pruebas y ver qué le pasaba. Estaba demacrado y delgado. Estaba claro que no se encontraba bien.
Papá estaba jubilado, pero seguía trabajando, no podía quedarse en casa y a su ahora esposa le gustaba derrochar, así que todo el dinero que entraba le ayudaba con sus gastos. Me culpaba por tener que tomar parte de lo que él ganaba para ayudarme. Intenté economizar al máximo, incluso en la comida, lo que me hizo adelgazar más de lo normal.
Pasaron unos días y mi padre fue hospitalizado, le encontraron un tumor en el cerebro, lo que hizo que mi mundo se viniera abajo de nuevo. Su diagnóstico fue acertado. Le quedaban pocos días de vida. Intenté estar con él el mayor tiempo posible, incluso me sorprendió su ahora mujer, que me ayudó a cuidarle y la tía Isabel siempre ayudándome, había días que pensaba que no lo conseguiría, pero ella siempre me levantaba. Tengo mucho que agradecerle.
Papá murió exactamente a los treinta días y una vez más me encontré sola en el mundo. Recuerdo a la tía Isabel ayudándome a salir del cementerio una vez más. Y ahora estaba solo para siempre. Pero mi martirio no terminó ahí, no fui a la universidad durante un mes, simplemente no podía concentrarme. Intenté ir, pero lloraba cada vez que llegaba y luego me iba a casa y me metía de nuevo en mi mundo.
Suena mi móvil con un número que no conozco, me planteo colgar, pero lo cojo para saber de qué se trata. Una voz de mujer pregunta por Caroline Dubois Souza, la hija de Antonio de Souza. Confirmo y digo que soy yo. Me pide que vaya al día siguiente y me da la hora, que es un asunto relacionado con la herencia de papá.
Al día siguiente, estaba allí a la hora convenida, junto con la entonces esposa de papá, en la misma sala de espera. La saludé y ella soñó y se sintió lejos de mí. Nos llamaron a una sala y poco sabía de mi destino. Un hombre de unos cincuenta años se presentó como abogado.
- Estamos aquí para discutir la división de los bienes adquiridos del Sr. Antonio de Souza.
- ¿De qué bienes hablan? - pregunté preocupada, ya que sólo teníamos la casa.
- Ya llegaré a eso, señorita, la esposa y la hija son las beneficiarias, todo se dividirá a partes iguales entre las dos. ¿Le interesa comprar la parte de la esposa?
- No entiendo, la casa era de mis padres.
- Sí, y como el Sr. Antônio había comprado la casa antes de casarse con tu madre, él era el pleno propietario y como se casaron en régimen de gananciales, tu madre no tenía participación en la casa y como no dejó bienes a su nombre - hice una pausa - Pero la actual esposa tiene la mitad de todo en régimen de gananciales.
- ¿Se casaron? - ¿Cuándo ocurrió esto que yo no sé? - Porque mi padre se había casado y no me lo había dicho.
- Señorita Carolina, ¿está interesada en comprar la propiedad? - El abogado era muy seco y quería que nos fuéramos de allí, no nosotros, yo de allí.
- No tengo dinero para comprarla.
- La otra parte está interesada en comprar, ¿está de acuerdo en vender su parte? - ¿Comprarías mi casa y me dejarías en la calle?
Salí de la habitación, totalmente desconcertado. Lo único que veía era que mi padre había legado el único recuerdo que tenía de mi madre a su actual esposa, mi casa, mi hogar, y por eso comprendí que tenía que comprarla o venderla. Como no tenía dinero para comprarla, la vendí. El abogado me presionó para que vendiera.
La única persona que me ayudó fue Ivone, que me ayudó a llevarme mis cosas, porque la mitad no eran mías. Luché durante días, porque la casa tenía deudas que no se habían pagado a lo largo de los años y yo, como heredera, tenía que participar en los pagos y mi dinero se esfumó tan rápido que ni siquiera vi su color. Como heredera, tenía que compartir las facturas con la bruja y ella me pagaba una miseria por mi parte e incluso se reía en mi cara y me decía que era una vacante y que me lo merecía.
Un día que estaba desesperada, llorando y sin saber qué hacer con mi vida, sin tener dónde vivir y sin poder seguir estudiando porque el dinero no me alcanzaba para pagar la universidad, la tía Isabel me dijo que habían despedido a la muchacha.
- Hoy Thamara ha contratado a otra chica, la hija de los niños.
- ¿Qué ha hecho esta chica?
- Creyó que le quitaba el pelo a tu Pedro, de hecho creo que la chica se enamoró de él, pero nunca vi nada de él, salvo las miradas que le echaba -sacudió la cabeza en señal de negación-. Y realmente necesitaba el trabajo, pero como ella es la que lleva la casa, despidió a la chica que ni siquiera tuvo la oportunidad de explicarse.
- Tía, ¿crees que funcionará? ¿No me sacarás de mi miseria también?
- No te acerques a tu Pedro, jovencita, y todo irá bien -me besó en la frente.
Mañana hablaré con ellos y podrás hacer la entrevista.
- Tía Ivone, no sé qué haría sin ti.
- Soy tu hada madrina, mi amor -me dio otro beso y se fue a su habitación.