2. EL MONSTRUO DEL PANTANO
—Oh —musitó levantando las cejas. Con lo que le gustaba hacer reuniones con sus amigos.
—Vamos al patio trasero —dijo Ted Collins guiándolo.
—¿Qué es eso? ¿Está invadida la propiedad? —inquirió viendo una extensión del cerco de al lado en el patio.
—No, lo que sucede es que la señora Ronn y la señora Gertrude, la dueña de la otra casa, eran muy amigas y decidieron compartir su gran pasión por la jardinería.
—Mmhh —musitó Roman poco complacido, lo cual inquietó al vendedor.
Era evidente que Roman Watson no iba a pasar parte de su tiempo metido en el jardín.
—No se preocupe, su vecina no tendrá inconveniente en poner fin a este hobby compartido
—¿Ya se lo planteó?
—Si —mintió—. Lo que no sabe es si usted o quién compre la casa querría quedarse con parte de las flores.
Roman respondió mentalmente con un rotundo no. No era de los que, teniendo esa parte de la propiedad, la desaprovecharía.
—Quiero ver el interior — comentó de pronto.
—Claro.
—Entonces... —comenzó a decir mientras caminaban— la vecina espía a los candidatos que vienen a ver la casa.
Ted sonrió.
—No lo sé, pero tampoco se preocupe mucho por ella. Es una chica guapa... mucho —se corrigió.
—¿Ah sí?
—Si, es soltera —agregó pensando que podría interesarlo aún más—, parece un ángel —insistió Ted—, con una voz tan dulce, que si la oyera...
—¡Selena, Cameron, Joshua! —se oyó un grito tan agudo que lastimó los oídos de ambos.
Ted se paralizó de pronto. Roman creyó que le iba a dar un infarto.
—Ted, ¿está bien?
Ted no dijo nada, solo decidió salir, con algo de prisa a la acera.
Roman se preocupó aún más con su actitud y lo siguió.
—¡Fuera de mi casa! —volvió a oírse una furiosa y descontrolada voz femenina.
Roman alcanzó a ver un hombre delgado, de anteojos, cayendo de nalgas al suelo con una mirada llena de asombro.
—Pe... pero... el anuncio... —dijo el hombre desde el suelo con voz temblorosa.
Levantó la mano que cargaba un papel.
—¡Al diablo con el anuncio! —replicó la mujer arrebatándoselo. Roman no podía verla, Ted le impedía avanzar.
—¡Oh Dios! —musitó el corredor de bienes raíces, viendo en la acera de enfrente, al trío de adolescentes que se quedó paralizado mirando la escena.
Roman vio como el gigantesco vendedor continuaba su camino casi en puntillas. Se le cayó la mandíbula cuando el vendedor hizo señales desesperadas a los adolescentes para que se fueran. Desgraciadamente, no fue el único que lo descubrió. La vecina también lo notó.
—¿Qué sucede? —preguntó Roman confundido, alcanzando a Ted.
Y de pronto, como un monstruo de pantano, emergió de la casa de al lado, un furioso bólido verde con tubos en la cabeza.
—¡Vengan acá, demonios! —gritó la mujer y los adolescentes corrieron despavoridos por la calle.
—¡Oh Dios, oh Dios! —decía Ted nervioso al ver que ella casi los alcanzaba.
—¿Qué rayos pasa? —preguntó Roman, creyendo ver que Ted palidecía por segunda vez ese día.
—Ahí viene —musitó el vendedor, cuando la mujer se detuvo a media calle para volver.
—¡Ted Collins! —gruñó la cosa verde, acercándose con paso rápido hacia ellos, moviendo los brazos, manoteando.
Conforme cortaba la distancia, Roman comprendía el miedo del vendedor. La miró con franco desagrado, pues la bata, las pantuflas de monstruo, los tubos y la asquerosa mascarilla verde que escurría por su rostro, daban escalofríos.
—H...hola... qué sorpresa —tartamudeo Ted, dando un paso hacia atrás, tropezando con Roman, quién pensó que la situación no podía ser más ridícula. El vendedor era tan alto como él y la vecina era una pequeñez de poco más de un metro sesenta, horrible, pero muy pequeña.
—¡Mira lo que hicieron tus hijos! —replicó Miranda revoloteando con su bracito la arrugada hoja de papel un instante, luego empezó a apretarla con las dos manos.
—Y... ¿qué... fue... ahora...? —inquirió repegado aún contra Roman.
—¡No... me... res...pe...tan! —gritó deletreando, provocando que los vecinos cercanos se asomaran. Algunos cuchicheaban y otros se reían, notó Roman viendo alrededor con discreción.
De repente, esa criatura que parecía estarse desmoronando, pensó al ver cómo caía un pedazo de su mascarilla, podría ser venenosa.
—Mi... Mi...
—¡Más te vale que los pongas en paz! —le advirtió dando un paso hacia él—. Si no, lo haré yo —aseguró amenazante.
La cosa verde retrocedió. Lanzó al pecho de Ted el papel y luego miró a Roman, quien apretó los labios para no echarse a reír.
Ella apretó también los labios, pero con rabia, porque pudo percibir el brillo burlón en sus ojos. Luego siguió su camino, llena de dignidad en su horripilantez. Se alejó para regresar al pantano de donde había salido.
Ted recogió el papel arrugado y comenzó extenderlo.
—¡Por Dios, esto es demasiado! —susurró sin aliento.
Roman miró sobre su hombro.
—¿Eso enfureció la señora? No quiere que su hija tenga novio por lo que veo.
Ted meneó la cabeza.
—Miranda... —siguió viendo incrédulo, el volante.
—No se ve tan anciana como creí que sería, menos al correr.
—Miranda... ésta, la de la foto, es su vecina.
—Pero ¿la señora mayor?
—Murió hace un año, el mismo que Miranda tiene viviendo allí.
Roman sonrió incrédulo.
—¿El monstruo del pantano y ésta chica son el mismo? Perdón, la misma persona.
—Así es, señor Watson.
—No puedo creerlo —dijo risueño.
—Es mi cuñada, además.
—¿Qué? —dijo Roman asombrado.
—Sí, y los tres que corrieron son mis hijos. El muchacho y la niña son de mi esposa, la hermana de Miranda y la morena es mía.
—¿Y no se llevan bien?
Ted sonrió.
—Al contrario, mis hijos aman a Miranda y ella a ellos, pero desde que se divorció su carácter no ha sido el mismo y los niños están preocupados. Quieren verla feliz, pero... —señaló el papel— nunca imaginé que fueran capaces de hacer algo así.
Roman aún seguía sin creer que la hermosa chica del anuncio y lo que vio fueran la misma.
—¿Temes por ellos?
—No, sé que no pasará de unos gritos, aunque es karateca —recordó y sonrió confiado—. Ahora, me siento apenado por este bochornoso episodio — volvió a ponerse serio.
—No te preocupes. Vaya que son valientes tus hijos —comentó viéndolos acercarse con cautela.
—Son incontrolables, pero ¿qué le voy a hacer?
El trío era un muchacho de diecisiete años, de piel clara, muy delgado, alto, de cabello rizado.
La pequeña parecía tener quince años o menos y la morena lucía de la misma edad que el chico, cuyo rostro reflejaba cierta ansiedad cuando llegaron hasta ellos.
—¿Ya se metió en la casa? —preguntó Cameron, la hija de Ted.
—Para suerte de ustedes, sí.
—Estaba furiosa —musitó Selena.
—Furiosa no, histérica, enloquecida —la corrigió Joshua con algunos volantes en la mano.
—Esperen a que sepa que ninguno de los candidatos que elegimos quiere algo con ella —dijo Cameron consternada.