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Introducción

Siempre creí que tendría a mi madre toda mi vida.

Nunca ni en mis peores pesadillas contemplé la posibilidad de no tenerla. Era como si la roca que siempre me mantenía estable en los peores estados de mi vida, simplemente se hubiera pulverizado con el tiempo. Sin embargo, en esta ocasión, el tiempo no fue el culpable de no tenerla a mi lado.

Había sido un conductor alcoholizado.

La constante revisiones de mantenimiento o sus reglas estrictas de conducción, no le sirvieron de nada a mi madre para salvarse. En estadísticas, cada año, un poco más de dos millones de accidentes automovilístico son causados por estar manejando en estado de ebriedad, el cual alrededor de unos cuatro millones son las victimas afectadas. Algunas por heridas graves o como en el caso de mi madre, letales.

Mi madre siempre pensó que, si llegaba el momento de irse, debíamos de prepararle una decoración de muchas flores. Alcatraces, para ser más exactos. Eran sus flores favoritas. Decía que su belleza era pura. Imaginaba que se encontraba feliz haya arriba en el cielo, pues todo el lugar de su último adiós estaba rodeado de ellos. Ni siquiera la ligera llovizna arruinó la fantasía del lugar. Era como si ella misma lo hubiera decorado. Como si estuviera presente.

Temblé.

—Vamos, Marie—dictó mi padrastro cuando me incitó alejarme del ataúd de mi madre. Pero yo no deseaba moverme ningún centímetro. Deseaba quedarme.

Con ella.

—Aun no—pedí con un nudo en la garganta. Mis ojos se sentían irritados, dolía seguir llorando, pero no más de lo que me dolía no tener a mi madre.

Me sentía rota. Tan sola.

—Marie, por favor—habló Manuel a mi lado—, te vas a enfermas.

—Solo un momento más—supliqué. ¿Acaso no podían entender que deseaba quedarme aquí? Al parecer no, porque sentí el agarré de una mano grande y fuerte sobre mi brazo.

—Es suficiente—ordenó mi padrastro—, no puedes seguir aquí afuera, te enfermeras y no puedo permitir eso.

—Pero...—intenté decir, pero mi padrastro me detuvo en seco.

—No—espetó con dureza—, he dicho que nos vamos y eso se hará.

Por primera vez, alejé mi vista del lugar en donde ahora estaba descansando mi madre y miré a su viudo

—Tú podrás haber perdido a tu esposa—espeté con odio—, pero yo perdí a mi madre. ¡Así que no me ordenes que nos vayamos! ¡Quiero estar aquí!

Roland Santana me miró sin emoción.

—No lo dice por no comprenderte—intervino Manuel—, lo dice porque está preocupado por ti.

Mi padrastro y yo nos miramos. No sabía si era cierto lo que decía. Para mí, Roland era, fue, solamente el esposo de mi madre. Nunca congeniamos bien. Siempre era crítico con mi comportamiento y yo siempre lo detesté por usar un lugar que no le pertenecía en nuestra familia.

Sabía que mi madre sonrió de nuevo gracias a él y que estos dos años fueron los más felices de su vida, pero Roland Santana nunca había sido un hombre cariñoso con ella. Siempre había tenido una máscara de indiferencia. Su frialdad era conocida. Por eso lo detestaba. Sin importar cuanto mi madre quiso verlo sonreír, él nunca lo hizo.

¡Y se fue sin ver si realmente la había amado!

—Deja de actuar como una niña—demandó mi padrastro—, y haz lo que se te dice.

Me acerqué a ese rostro sin emociones.

—Te odio—murmuré cerca de su rostro—, ahora sin mi madre, por fin, podré dejar de verte.

Sin cambiar su expresión, declaró:

—Amas tanto a tu madre que haces este tipo de escenas aquí—declaró con frialdad—, ¿es así como te educó? ¿Es ese el ejemplo que das de su enseñanza?

Mi expresión se congeló.

Toda mi lucha se fue con esas pocas palabras. Bajé mi cabeza.

—Marie...—empezó a decir Manuel.

—No—interrumpió—, es hora de terminar esto. El lunes que tenga que ir a la escuela podrás hablar con ella. Antes no.

No pude contradecir nada, solo me dejé llevar por mi padrastro.

El camino hacía el coche, lo sentí como en un paseo en una neblina densa. Si no hubiera sido por el agarre de Santana, ni siquiera hubiera llegado a mi destino. Las únicas señales de reconocimiento sobre mi mundo exterior fueron cuando no sentí gotas mojar mi cuerpo y la sensación de movimiento.

—De ahora en adelante, nada de salidas a fiestas—ordenó Santana­ a mi lado—, ni a emborracharse como es tu costumbre. Guarda el luto como es debido.

Miré de reojo al hombre que se atrevía a decirme esa absurda reprimenda.

—¿Realmente piensas que tengo el corazón frío como tú?

Roland Santana miró a la ventana con la clara intención a ignorarme.

—Solo haz lo que se te dice—giró su rostro y me vio duramente—, y no tendremos ningún problema en el futuro.

—No eres mi padre.

—No lo soy, pero soy tu único familiar. Así que hazte la idea de que ahora, yo soy tu familia. No más gritos por desacuerdos. No más berrinches sin sentidos. Te comportarás como la señorita que eres. Porque al contrario de tu madre, Marie, yo no perdonaré tu falta de respeto.

Sonreí secamente.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Castigarme?

Me observó a los ojos.

—No me retes, Marie—se me quitó la sonrisa al escuchar su tono oscuro—, no tienes idea de lo que soy capaz de hacer. Ni idea.

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