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V

El viaje fue silencioso, aunque no incómodo. Me dediqué a mirar por la ventanilla mientras Eiden conducía. No pude evitar pensar en lo que dirían mis padres al verme llegar con él, aunque supuse que calmaría las cosas nombrar a mi prometido. ¿Pero cómo decirles lo que había ocurrido aquella noche sin que me prohibieran salir de casa?

—Hazme un favor, ¿quieres? —me dijo mientras entrábamos en el camino que llevaba a la mansión—. No vuelvas a salir hasta la boda. No me gustaría que él se enfadara más contigo y tampoco te conviene que lo haga.

—No saldré —prometí—. Pero no le tengo miedo, Eiden.

Salí del coche y me despedí de él con la mano. Inspiré profundamente y entré. Ya había tomado una decisión, aunque no contaba con que mi madre estaría despierta, esperándome.

—Hija, ¿quién te ha traído?

—Era uno de los hombres de mi prometido. Dijo que me llevaría él y así Henry podría irse a casa a descansar —respondí de manera convincente.

Al ver la dulce sonrisa de mi madre supe que se lo había creído y que en aquellos momentos estaría poniendo en un pedestal al hermano de Ian en silencio. Me despedí de ella y subí a mi cuarto. No iba a decirles nada de lo que había pasado.

Me tumbé en la cama, dispuesta a dormirme, pero el móvil emitió aquel desesperante sonido que indicaba que tenía un mensaje nuevo.

«Espero que hayas aprendido la lección. Buenas noches, Nicolette».

Bufé, solté el móvil y cerré los ojos, sumiéndome en una bonita oscuridad.

Al día siguiente me despertó mi terriblemente entusiasmada madre.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritaba—. Han venido tus abuelos, cariño. Vístete.

Sonreí, me duché, me vestí y bajé a desayunar. Mis abuelos maternos estaban sentados en el comedor mientras mi madre servía el desayuno. Mi abuela era una mujer fuerte de setenta años con el pelo blanco y ojos negros como los míos. Mi abuelo, en cambio, era un hombre moreno de setenta y cuatro años muy afable y amante de la comida y la cerveza, cosa que revelaba su barriga redonda.

—Buenos días —saludé.

—¡Mi niña! —mi abuela se levantó de un salto y me abrazó con fuerza—. Me alegro tanto de verte, tesoro. Estoy tan emocionada por tu compromiso.

—Lo sé, abuela —sonreí.

—¿Sabes que he elegido las joyas que llevarás mañana? Son preciosas. Estoy segura de que te encantarán.

Asentí y me senté con ellos, no sin antes darle un beso en la mejilla a mi abuelo.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis aquí? —preguntó mi madre.

—Solo unos días. Los suficientes para disfrutar de mi nieta —respondió él.

—Podéis quedaros cuanto queráis —les dijo mi padre.

Mis abuelos paternos habían fallecido hacía casi tres años en un accidente de coche. Había sido eso, un accidente, pero mi padre no estaba del todo seguro.

—Un accidente de coche en un pueblo tan pequeño y en una familia tan grande e importante —había dicho—. Me huele a gato encerrado.

Acabamos de desayunar y mi abuela decidió darme su regalo de boda: una sesión de spa.

—No puedes estar así de tensa siendo mañana un día tan especial —me dijo—. Iremos las dos y nos relajaremos un poco.

—Gracias, abuela —le di un beso en la mejilla con cariño.

De modo que pasamos toda la mañana entre piscinas de distintas temperaturas, masajes, cremas extrañas en la cara y demás. El pobre Henry se vio obligado a acompañarnos en todo momento, pero lo agradecía. Tras lo sucedido la noche anterior me sentía mucho más segura con él allí. No se me iba de la cabeza aquella angustiosa situación. De no haber sido por Eiden...

«Por tu prometido, en realidad», me recordó una voz en mi cabeza.

Pasé una gran mañana sin preocupaciones y en compañía de mi abuela. No la veía muy a menudo y me gustaba pasar tiempo con ella.

—¿Te lo has pasado bien? —me preguntó mientras salíamos.

—Genial, abuela. Has conseguido relajarme. Muchas gracias.

Cuando llegamos a casa ya era la hora de comer. Había pasado toda la mañana sin ningún mensaje de mi prometido, lo cual me resultaba un poco extraño. No podía dejar de preguntarme cómo es que siempre parecía saber lo que estaba haciendo. ¿Quién era? ¿Por qué se comportaba así conmigo?

Mis abuelos se retiraron a su habitación a descansar del largo viaje y mis padres se acomodaron en el salón. Yo estaba intranquila, así que subí a mi habitación y llamé a Tiffany.

—¡Hola! ¿Nerviosa? —me preguntó mi amiga.

—No mucho —mentí—. ¿Cómo estás? ¿Qué pasó ayer?

—Esperaba que me lo dijeras tú. No me acuerdo de mucho. Me pillé una borrachera tremenda, pero mi madre dice que no llegué muy tarde a casa y que me trajo Henry. ¿Tú no estabas?

—Me fui con un amigo —titubeé.

—¿Un amigo? Pillina, te recuerdo que estás a menos de un día de ser una mujer casada —rió.

—Pervertida —la acusé con una sonrisa—. Y yo te recuerdo que eres mi dama de honor. No te quiero ver con resaca mañana.

—Tranquila, estaré perfecta.

Tras unos minutos más de conversación, finalicé la llamada y me tumbé en la cama. Me alegraba de que aquellos desgraciados no le hubieran hecho nada a Tif y ella estuviera bien.

Sin darme cuenta, cerré los ojos y me quedé dormida.

Desperté casi a las ocho de la tarde y aún seguía teniendo sueño. Bostezando, me levanté de la cama, me lavé la cara y bajé al salón. Mis abuelos y mis padres parecían divertirse jugando al trivial. Seguramente sus risas eran las que me habían despertado.

—¿Puedo jugar yo? —pregunté sonriendo.

—¡Por supuesto! —exclamó mi abuela—. Ven conmigo, pequeña. ¡Vamos a darles una paliza a estos enclenques!

Hay que ver la energía y la vitalidad que tenía aquella mujer. Y, para sorpresa de todos, cumplió su amenaza y ganamos a mis padres y a mi abuelo. Pero lo importante es que pasamos una noche divertida todos juntos, como una familia. ¡Incluso Henry se unió al final!

—¿Queréis algo especial para cenar? —nos preguntó mi madre.

Yo miré a mi abuelo y ambos sonreímos con complicidad.

—¡Pizza! —canturreamos los dos al unísono para después estallar en carcajadas.

—No van a cambiar nunca —mi madre negó con la cabeza.

Sin embargo, cogió el teléfono y pidió pizza. Vimos una película mientras cenábamos y nos fuimos a dormir temprano.

—Mañana va a ser un gran día —me aseguró mi abuela.

Y allí estaba yo, dando vueltas y vueltas en la cama sin poder dormir. No podían ser nervios, puesto que en realidad la boda no me importaba en lo más mínimo. ¿O sí?

Suspiré y dirigí mi vista hacia la puerta de cristal que daba al balcón. La Luna estaba llena aquella noche y las estrellas perdían brillo a su lado. Era grande, redonda y muy hermosa. Por un momento deseé ser como ella. Ahí, tan alta y bella en el cielo.

Sacudí la cabeza y me di la vuelta, cerrando los ojos y obligándome a dormir.

Y justo antes de caer en la inconsciencia del sueño, un aullido de lobo resonó en la noche.

Veintitrés de julio. Había llegado el gran día y me sudaban las manos. ¿Por qué? La verdad es que no sabría decir. Puede que por la expectación de que era mi única boda, porque todos mis seres queridos estarían allí, porque iba a lucir un vestido precioso... O la más posible de todas: porque al fin iba a saber quién era mi prometido.

Mi madre y mi abuela me despertaron a las siete y media de la mañana y me trajeron el desayuno a mi habitación. Después me obligaron a meterme en la bañera y a relajarme mientras ellas acomodaban mi habitación para prepararme adecuadamente. Después del baño y de ponerme la ropa interior de encaje blanco salí del cuarto de baño.

—Vamos, siéntate —me pidió mi abuela.

Me senté delante del tocador y dejé que las dos mujeres arreglasen mi cabello. Tardaron casi una hora y media en secar todo mi cabello, darle forma y recogerlo en un moño bajo dejando algunos mechones sueltos. Después me maquillaron, poniendo una sombra blanca con brillos plateados en mis párpados, delineando mis ojos con cuidado y pintando mis labios de un color marrón muy claro.

Después vino lo mejor: el vestido. Mi madre lo trajo y me quedé con la boca abierta al verlo. Me lo colocaron con mucho cuidado y me miré en el espejo. Se trataba de un vestido blanco con pedrería en el escote trasero que llegaba hasta mi baja espalda. El escote delantero era cuadrado, muy simple, aunque me quedaba extrañamente ajustado, haciendo que mis pechos sobresaliesen un poco más de lo normal. El vestido se ajustaba perfectamente a mi cuerpo como una segunda piel hasta llegar a mis muslos, donde se abría, formando una larga cola.

—Es precioso... —murmuré.

—Lo es —sonrió mi madre mientras retiraba una lágrima rebelde de su mejilla—. Vamos, ponte los zapatos y deja que tu abuela te coloque en el moño la peineta que te ha comprado.

Los zapatos eran blancos y con pedrería a juego con el vestido. La peineta era muy sencilla, pero muy elegante. Me dejaron un momento a solas en mi dormitorio para que pudiera asimilar todo. No me senté, pues sabía que el vestido podría arrugarse. Simplemente me quedé allí, de pie, admirando mi reflejo en el espejo.

Sin embargo, algo llamó mi atención en la mesilla. Había una caja de regalo pequeña y cuadrada con un lado rojo. Fruncí el ceño y me acerqué un poco, comprobando que tenía una pequeña tarjeta sobresaliendo del lazo.

“Póntelo. Espero que te guste."

Sonreí y negué con la cabeza. Aquel hombre, siempre dando órdenes a todo ser viviente.

Tomé la caja y la abrí, quedándome atónita ante lo que guardaba en su interior. Se trataba de un collar de doble cadena de perlas blancas y relucientes que terminaban en un corazón hueco hecho de diamantes. Las manos comenzaron a temblarme al cogerlo, así que lo abroché lo antes posible a mi cuello para que no se cayera.

Volví a mirarme en el espejo. Estaba lista.

Bajé las escaleras con mucho cuidado mientras mis ojos pasaban por cada uno de los miembros de mi familia que estaban allí. Tiffany también estaba abajo, con una hermosa sonrisa en su rostro y un vestido largo de color celeste. Ian iba a ser su acompañante, pero a él no se le veía por ningún lado.

Mi padre me tendió su brazo y yo lo tomé.

—Estás preciosa, cariño —sonrió.

—Gracias, papá.

Inspiré profundamente y salimos fuera, donde me sorprendí al ver la transformación que había sufrido mi jardín. El altar estaba hecho con flores de distintos colores y blancas sillas se extendían delante de él.

Y allí estaba él, mi prometido. Pero no me estaba mirando, sino que al parecer estaba hablando con el juez que nos casaría. Alcancé a divisar un traje pulcramente negro que resaltaba sus fuertes brazos. Era alto y creo que moreno.

Avancé con mi padre, saludando y sonriendo a todos los invitados que me miraban con sus ojos brillando de emoción. Los latidos de mi corazón aumentaban con cada paso que daba hacia él, queriendo averiguar quién era ese hombre de cabello oscuro y espalda ancha.

Llegué, besé la mejilla de mi padre y con el corazón desbocado me atreví a mirarlo.

—Hola, encanto —esbozó una sonrisa ladeada mientras sus ojos azules pasaban por mi cuerpo.

—Eiden... —musité.

—Apuesto a que no te lo esperabas.

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