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I

Veinte de julio del año dos mil dieciséis. Estaba en el coche con mi prometido Ian Powell, de camino a una de sus empresas para arreglar unos papeles y familiarizarme con el entorno. Pronto nos casaríamos y tendríamos que llevar las empresas juntos.

Mis padres eran mundialmente famosos y con muchas empresas bastante importantes. Como hija única, yo las heredaría todas, pero en aquel momento solo me habían cedido algunas, puesto que mis padres aún eran jóvenes para dejar de trabajar. Yo acababa de cumplir la mayoría de edad el doce de junio y aún estaba haciéndome a mis nuevos deberes. Mi futuro marido, Ian, me ayudaría a dirigir las empresas, al igual que yo lo ayudaría con las suyas.

Mis padres me habían comprometido con Ian porque temían que alguien me enamorara y se aprovechara de los bienes de nuestra familia. Yo lo quería como a un hermano, pero no tenía deseos sexuales hacia él. No sentía ese amor que se profesaban los enamorados. A pesar de este pequeño problema, yo había aceptado porque confiaba en mis padres. Ellos siempre habían sabido qué era lo mejor para mí. Así me había criado y así debía ser. Ian y yo seríamos felices y poco a poco conseguiríamos tener un matrimonio normal. Solo era cuestión de tiempo y yo sabía que no había mejor hombre que él.

El caso de Ian era diferente. Habíamos crecido juntos y quizás como fruto de esa cercanía, él se había enamorado poco a poco de mí. Estaba entusiasmado con la idea de casarse conmigo. Sus ojos brillaban cada vez que hablaba del tema con cualquiera y yo solo podía sonreír.

Llegamos al enorme edificio de grandes ventanales y estilo sofisticado. Bajamos del coche, sacudí mi pantalón negro y acomodé mi blusa de color rosa palo. Ian me tendió la chaqueta negra y me la puse. Llevaba el cabello negro recogido en un moño bajo con ciertos mechones sueltos a ambos lados de mi cara. Aún era muy joven, ya que había cumplido la mayoría de edad hacía solo unos días, y eso era un problema. Debía aparentar madurez frente a nuestros competidores.

—¿Estás bien? —me preguntó Ian mientras caminábamos hacia la puerta.

—Perfectamente —respondí con una pequeña sonrisa—. Por cierto, mi padre quiere hablar contigo sobre algún detalle de la boda.

—¿Ahora? —frunció el ceño—. Es un poco tarde teniendo en cuenta que nos casamos este fin de semana, ¿no?

Ian esbozó una sonrisa y abrió la puerta para mí. Pasé al interior del edificio y seguí a mi prometido hasta una de las salas de reunión. Dos personas nos estaban esperando en la puerta de la misma. Una de ellas era una mujer rubia con increíbles y peligrosas curvas y ojos de color miel. Sus labios estaban pintados de un rosa pastel muy suave y vestía una falda de tubo negra y una camisa blanca. El otro era un hombre joven, de unos veintitantos años de edad, pelo negro como el carbón y ojos azules como el mar. Tenía rasgos muy marcados y se adivinaba un cuerpo fuerte y ejercitado debajo de aquel traje de chaqueta. Su presencia me incomodó de inmediato, aunque en un buen sentido. Había algo en sus ojos que me resultaba familiar.

—Nicolette, esta es Maggie Miller. Mi secretaria, por así decirlo —nos presentó Ian.

—Encantada de conocerla al fin, señorita Wild —me dijo con voz firme pero suave mientras estrechaba mi mano.

—Igualmente —asentí.

Sentía la mirada de aquel hombre sobre mí, observando cada gesto de mi cuerpo. Mi pulso comenzó a acelerarse mientras pensaba por qué razón me estaba poniendo así. Jamás había sentido aquello por un hombre.

—Este es Eiden. Es mi mano derecha en este sitio. Bueno, en casi todos. Se mueve tanto como yo.

Nerviosa y ansiosa al mismo tiempo estreché la mano de aquel hombre. Al instante, sus ojos se oscurecieron un poco, pero solo fueron unos segundos. Quizás me lo había imaginado.

—Creo que deberíamos entrar y firmar los papeles —Ian tenía el ceño fruncido y no dejaba de mirar a Eiden—. Vamos, Nicole.

Avanzó hasta la puerta gris, la abrió e hizo que pasara primero. Eiden no dejó de mirarme hasta que la puerta se cerró tras mi prometido.

—Eso ha sido raro —comenté mientras tomaba asiento en la larga mesa.

—Sí, Eiden es un hombre un poco extraño —sonrió—. Es un gran empresario y desde luego tiene madera de líder, pero es un tanto… brusco con la gente.

No dije nada. Firmamos los papeles y salimos de la sala. Ian me hizo esperarlo en la entrada mientras él arreglaba algunos asuntos. Sin querer, busqué a Eiden con la mirada de forma discreta, pero no lo encontré. Y enseguida supe por qué.

Ian llegó con él con cara de pocos amigos. Parecían estar discutiendo y mi curiosidad me pudo. Me acerqué un poco sin que lo notaran y solo alcancé a escuchar los últimos retazos de la conversación.

—Pero yo no lo sabía. ¡Ni siquiera tú lo sabías! —se quejaba Ian—. No es justo, Eiden.

—Lo siento, Ian, pero no puedo hacer nada y lo sabes. Debes hacerlo.

—¿Quién lo dice? —se puso a la defensiva—. Tú no lo entiendes.

Fue entonces cuando Ian se percató de mi presencia y dejó de hablar.

—Continuaremos luego —casi gruñó mi prometido.

Me dedicó una pequeña sonrisa, me tomó de la mano y salimos del edificio. No dijimos ni una palabra hasta llegar al coche. No sabía si preguntarle o no, pero todo aquello no me gustaba nada. Que Eiden ordenara hacer algo a Ian no era buena señal. Algo malo estaba pasando y odiaba que mi prometido me dejara al margen.

—¿Ocurre algo? —me atreví a preguntar.

—Todo está bien, no te preocupes —trató de tranquilizarme—. Lo solucionaré. ¿Has oído algo de nuestra conversación?

Negué con la cabeza. No sabía por qué le mentía. Podría haberme dado algunas respuestas si le contaba lo que había escuchado, pero tenía la sensación de que solo diría engaños y mentiras. Tendría que descubrir la verdad por mí misma.

Ian me llevó hasta la casa que compartía con mis padres, ya que nosotros no viviríamos juntos hasta que nos hubiésemos casado. Bajé y antes de marcharse Ian me dijo que lo disculpara ante mis padres, que tenía unos asuntos que atender.

—Ten cuidado, ¿vale? —le pedí.

—Siempre —me sonrió con ternura.

Ian había sido lo más parecido a un amigo que había tenido nunca. Íbamos juntos a todas las fiestas y las galas y nuestras familias se juntaban por Navidad. En realidad, siempre supe que nuestros padres querían unirnos en matrimonio.

Entré en casa, dejé las llaves en el mueble de la entrada, me quité la chaqueta y me dirigí al salón. Allí estaba mi madre, una mujer de casi cuarenta y cinco años, guapa, rubia y de ojos marrones cuyos rizos los había heredado yo. Me dedicó una sonrisa y me invitó a sentarme a su lado en el sofá.

—¿Cómo os ha ido hoy, cariño? —me preguntó—. ¿Y dónde está Ian?

—Se ha tenido que ir, pero le dije que papá quería hablar con él. Más tarde se lo recordaré —respondí.

—No sabes lo orgulloso que está tu padre. La princesita de papá va a casarse y va a heredar las empresas familiares. Lo traes loco, mi pequeña, desde que naciste.

Sonreí. Mi padre siempre había deseado un varón que pudiera ayudarlo en sus empresas, pero mi madre me dio a luz a mí y jamás volvió a quedarse embarazada. Pese a todo, mi padre me crió como si fuera una princesa, pero enseñándome todo lo que debía saber para dirigir una empresa y seguir con su legado. Resulté ser una niña muy inteligente, curiosa y orgullosa de ser lo que era. Mi madre solía bromear diciendo que algún día mi padre la abandonaría y se casaría conmigo.

La puerta de entrada se abrió y unos minutos más tarde mi padre entró en el salón. Era un hombre fuerte, de casi cincuenta años, mirada seria y gesto grave... menos cuando estaba con su familia. Entonces se convertía en un hombre afable, simpático, cariñoso y feliz. El cabello negro lo había heredado de él, así como los ojos oscuros. Quizás esa también era una de las razones por la que me consentía tanto.

—¿Cómo te ha ido, cariño? —me preguntó con una sonrisa.

—He firmado todos los papeles y le he dicho a Ian que querías hablar con él —le informé.

—Perfecto.

—Además, esta mañana llegó el vestido de novia —sonrió mi madre ilusionada—. Después de comer te lo pruebas, ¿vale? Te va a encantar.

No me habían dejado ver ni elegir el vestido. Simplemente me habían tomado las medidas necesarias y unas modistas lo habían preparado. Además, mi madre insistía en que mi padre tampoco podría ver el vestido hasta que no tuviera que llevarme al altar.

—Bien, pues a comer —mi padre se frotó las manos.

Mientras mi madre y yo poníamos la mesa no podía dejar de pensar en la extraña conversación que habían mantenido Ian y Eiden. Sentía algo muy extraño, como si todo estuviera a punto de cambiar drásticamente. Cualquiera podría pensar que era normal, dado que me casaba en unos días, pero no era por eso. Sacudí la cabeza y procuré dejar de ser tan negativa, al menos por mis padres.

Comimos animadamente entre risas y bromas sobre la boda. No estaba nerviosa, puesto que conocía a Ian de toda la vida. Yo lo veía como un matrimonio concertado y nada más, aunque sabía que para mi prometido no era así. Al contrario que otras chicas, yo no me sentía molesta con mis padres por casarme con alguien a quien no amaba. Sabía que lo hacían por mi bien y yo estaba decidida a mantenerlos felices.

Cuando estábamos terminando de comer sonó el teléfono. Mi madre se levantó, lo descolgó y tras compartir algunas palabras amistosas con la persona que estaba al otro lado del teléfono me lo pasó a mí.

—Nicolette Wild al habla —dije.

—Nicole, soy Ian —su voz sonaba apagada, cosa que me preocupó—. Tengo que hablar contigo. Pasaré a por ti a las ocho, ¿de acuerdo?

—Vale. ¿Va todo bien? —le pregunté.

—Es sobre nuestro compromiso. Mejor hablamos luego. Te quiero.

Después colgó y yo lo imité. Sabía que algo iba realmente mal y tenía miedo de que nuestro compromiso pudiera romperse. Él nunca me hablaba de aquel modo cuando le preguntaba algo. Siempre trataba de tranquilizarme, de hacer que no me preocupara... Pero aquella vez había sido diferente. Sabía que era inútil preguntarle porque Ian eran de los hombres que hablaban las cosas en persona. Nada de mensajes ni llamadas telefónicas. Era una de las cosas por las que lo admiraba tanto.

Volví a la mesa fingiendo que todo iba bien. Después me probé el vestido de novia que era perfecto, aunque no me fijé mucho en él. Cuando mi madre quedó conforme, subí a mi habitación para prepararme. Tenía un mal presentimiento.

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