Acuerdo
Tras aquella amenaza, Henrick abandonó la recámara de Helena, dejando detrás de sí a dos mujeres que se veían una a la otra, ligeramente asustadas.
—Helena, tenemos que irnos de aquí cuánto antes—insistió Eloísa con aquella idea.
—¡Basta, Isa!—alzó la voz Helena, sorprendiéndola—. Deja de involucrarte, ¿no entiendes que esto no es un juego?—le reclamó sintiéndose enfurecida. Su hermanita no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo.
—¿Y entonces qué quieres que haga?
Eloísa no podía creer que su hermana se mostrará tan sumisa con aquel sujeto, pero con ella, era capaz de sacar las garras.
—No quiero que hagas nada. Solamente no te involucres.
—¡Claro que voy a involucrarme, eres mi hermana!
—De haber sabido que ibas a causar tantos problemas, nunca te hubiese ayudado a comprar esos pasajes—soltó Helena de manera brusca el comentario.
Aquellas palabras parecieron herir el corazón de Eloísa, quien tenía como única intención ayudar a su hermana a salir del infierno en el que vivía. «¿Pero cómo se ayudaba a alguien que no quería ser ayudado?», se preguntó, comprendiendo que Helena se había acostumbrado a todo ese maltrato.
—No recordaba que fueras una cobarde—le reprochó, sintiéndose completamente decepcionada. En definitiva, esa mujer no era la Helena que ella conocía.
Eloísa dio media vuelta y abandonó aquella habitación, dejando a su hermana afectada por su última declaración.
Helena no pudo evitar sentirse mal. No, ella no quería ser una cobarde, sin embargo, temía por la seguridad de su hermana, temía por lo que Henrick fuese capaz de hacer si lo desobedecía. Sabía de primera mano que su adorado esposo no era un santo. Era un hombre frío, amante del poder y el control absoluto, y no dejaría que nada se le saliera de las manos.
[...]
Una vez dentro de la habitación asignada, Eloísa se dispuso a empacar sus cosas. No llevaba ni una semana en ese sitio, pero le sería imposible pasar un mes entero, haciéndose a la vista gorda ante lo que sucedía en esas cuatro paredes.
«Esta casa es un completo infierno», concluyó molesta, metiendo sus pertenencias en la maleta con suma brusquedad. No le interesaba doblar, ni organizar nada, solamente quería marcharse de ese sitio lo antes posible.
Eloísa soltó una maldición al recordar el cinismo de aquel tipo. Era un ser tan despreciable y tan bajo, que lo único que deseaba era verlo completamente destruido.
Cuando la castaña se disponía a llamar a un taxi para que la sacaré de ese horrible lugar, su hermana irrumpió en la habitación deteniendo su actuar.
—¿Qué significa esa maleta, Eloísa?—preguntó, lanzándole una exhaustiva mirada a la maleta que yacía sobre su cama.
—Me voy—le dijo Eloísa sin más.
—Isa, por favor…—el tono de voz de Helena se aplacó de inmediato. No podía permitir que se marchara, recién acababa de llegar.
Eloísa bufó, al constatar en sus cambios de humor. Ahora su hermana volvía a ser la misma Helena, sumisa y cordial. «¿A dónde había quedado la mujer que la enfrentó hace apenas unos minutos?», se preguntó viéndola con intensidad.
—¿Por favor, qué?—cuestionó con brusquedad—. ¿Deseas que me quedé aquí para ver cómo te destruyes? Lo lamento, Helena, pero no quiero estar presente para presenciarlo.
—Dame tiempo por favor—suplicó la mujer herida y a la vez desesperada por sus palabras. Si Eloísa se iba, entonces quedaría nuevamente sola.
Helena odiaba la soledad, bastante tenía con esos cinco años de cautiverio. Deseaba nuevamente sentirse una mujer libre, una mujer capaz de reconstruir su vida y de dejar atrás aquel matrimonio falso, que únicamente había servido para hacerla sentir miserable.
Aunque amaba a Henrick Collen, debía olvidarlo para siempre, lo sabía perfectamente.
—¿Tiempo para qué?—la sacó Eloísa de sus pensamientos.
—Tiempo para negociar—le explicó con voz pausada—. Hoy todo surgió de una manera problemática. Trataré de hablar con Henrick para llegar a algún acuerdo. Regresaremos juntas a Suiza, lo prometo.
Nada haría más feliz a Eloísa que regresar a su país con su hermana, pero de alguna manera tenía un mal presentimiento respecto a eso.
—¿Y realmente crees que ese hombre te dejará regresar?
—No lo sé—reconoció Helena, pensativa—, pero lo intentaré. Por favor, espérame hasta entonces—suplicó nuevamente.
Con un suspiro, la menor asintió. No le quedaban más alternativas, no dejaría sola a su hermana por más que odiara estar en ese sitio.
Helena abrazo a su hermanita, en busca de seguridad y confort. Sabía que enfrentarse a la bestia de Henrick no sería tarea sencilla, pero esperaba que esos años compartidos fuesen suficientes para hacerlo entrar en razón.
«¿Qué más podría necesitar de ella?», se preguntó.
Ya había dado la imagen de hombre correcto y centrado ante su padre, y ante sus socios. Era el momento de que se divorciaran y acabarán para siempre con toda esta farsa.
Aunque en su interior tenía que reconocer que lo extrañaría. Extrañaría las noches de pasión, aunque solamente hubiesen sido eso, encuentros vacíos…
[...]
Henrick Collen no era un hombre al que le gustara perder. Durante toda su vida siempre había obtenido lo que quería, siempre se salía con la suya. En su infancia, había sido excesivamente consentido al ser el primogénito entre dos familias muy poderosas.
El dinero era algo que sobraba para él y había aprendido que con la cantidad exacta era capaz de comprar cualquier cosa. No solamente lo material, sino que también había podido adquirir a su ingenua y sumisa esposa.
Helena era un objeto más, una posesión que no dejaría ir tan fácilmente. Al menos, no por el momento. Necesitaba que cumpliera una finalidad más… Había una condición en el testamento de su abuelo materno, que le exigía la existencia de un primogénito para poder acceder al patrimonio Fischer.
Tenía el liderazgo de las empresas de su padre, pero no podía dejar de lado su herencia materna. Henrick era un hombre muy ambicioso y su anhelo de poder era más fuerte que su nulo deseo de ser padre.
Una vez naciera el dichoso hijo, desecharía a Helena, porque no pensaba volver a casarse. Él no necesitaba de una mujer a su lado, si se casó fue por mera obligación, por mostrarse centrado y confiable ante su padre y sus socios. Pero nada más.
Podía disfrutar del placer que una mujer le brindaba, sin necesidad de comprometerse o llevar esa carga sobre sus hombros. Las mujeres eran simplemente eso, problemas con los que no quería tener que lidiar. Justo como esa insolente con la que se acababa de enfrentar.
Henrick oscureció su mirada deseando que su cuñadita se tragara cada una de sus insulsas palabras. Nada le daría más satisfacción en ese momento, que verla arrodillada delante de él, clamando por un poco de piedad.
—Arno—hablo al teléfono.
—Dígame, señor—un hombre mayor contestó la llamada.
—Investiga todo sobre…—Henrick guardó silencio tratando de recordar el nombre de aquella muchacha.
—¿Sobre?
—Eloísa—dijo de pronto recordando cómo la había nombrado Helena en el restaurante—. Es la hermana de mi esposa—concluyó con esa orden la llamada.
Luego de aquello, Henrick llevó una copa de licor a sus labios, mientras pensaba en mil maneras para destruir a la pequeña insolente. Se metería en su vida, en su trabajo, y se encargaría de que nadie la tuviese en cuenta nunca más. Eso le enseñaría a mantener la boca bien cerradita, concluyó con una siniestra sonrisa.
[...]
A la mañana siguiente, Helena se había alistado a primera hora para hacerle una visita a su esposo en la empresa. Aquella no era una de sus típicas visitas para aparentar que eran un matrimonio estable, no, esta vez iba con un objetivo en mente: negociar.
—Eloísa, espérame aquí—le informo a su hermana, entrando en la habitación de la misma.
—¿A dónde vas?
—¿Ya se te olvidó lo que hablamos anoche?—le preguntó con una sonrisa.
Eloísa también sonrió, le complacía ver a su hermana decidida en dejar para siempre esa vida.
—De acuerdo, mucha suerte—le deseo, sabiendo que con aquel energúmeno seguramente iba a necesitarla.
Una vez en el auto, Helena trató de transmitirse confianza. En su bolso llevaba una copia del contrato, la cual había estado releyendo durante toda la noche. Se suponía que había cumplido a cabalidad con cada una de sus exigencias, así que era hora de ponerle fin a esta farsa.
—Buen día, señora—saludó la recepcionista al verla llegar.
Helena respondió al saludo y se dispuso a tomar el elevador, mientras los nervios acudían a ella. Una vez en el piso de su marido, se dirigió a su oficina y tocó suavemente la puerta.
El rostro de la mujer perdió el color al escuchar sonidos extraños que provenían del interior, sin necesidad de que le dieran el acceso, Helena abrió bruscamente la puerta.
Una punzada de dolor y decepción se instaló en su pecho al divisar a aquel hombre con una mujer encima de su escritorio. Aparentemente, acababa de interrumpir un momento muy importante entre ellos.
—¿Por qué no te anuncias?—preguntó Henrick de mala forma, acomodándose el cierre de su pantalón.
Helena contuvo un insulto y se recordó el motivo por el cual había ido a verlo.
—Márchate—le dijo a la mujer que estaba semidesnuda.
Aquella chica no tardó en acomodar sus prendas y salir despavorida por la puerta. Una vez a solas, Helena entró y cerró la puerta tras de sí.
—No fue mi intención interrumpirte, Henrick—le dijo con cierto sarcasmo en su voz—, pero creo que hay cosas que no pueden esperar más tiempo.
—¿Qué cosas?—interrogó el hombre indiferente, sentándose en su asiento.
—Esto, por ejemplo—puso Helena una copia del contrato sobre el escritorio.
Henrick adoptó una actitud más seria después de eso. No le fue difícil reconocer aquel papel.
—He cumplido con cada una de tus exigencias, así que es tiempo de que este acuerdo termine. ¿No te parece?
—¿Lo leíste?—fue su parca respuesta.
—Por supuesto que lo leí y es por eso…
—Parece que no lo has leído todavía—la interrumpió el hombre con dureza—. Aquí dice claramente que el contrato terminará cuando yo lo estipule, Helena…
—Por Dios, Henrick, para qué quieres…
—Tengo una tarea más para ti, Helena—la interrumpió nuevamente—. Una tarea que parecías muy dispuesta a cumplir hace unos meses.
—¿Qué tarea?—la voz de la mujer estaba cargada de recelo, por algún motivo no le gustaba su tono.
—Un hijo. ¿No era eso lo que querías?—le soltó con una media sonrisa en su rostro.
Helena sintió que el mundo a su alrededor se detenía. «¿Qué se suponía que era esto? ¿Una burla?», se preguntó.
—¡Sabes perfectamente que yo no puedo tener hijos!—contestó colérica.
—¿Y quién dijo que será tuyo?
Realmente su respuesta la dejó completamente paralizada en su lugar. Henrick Collen no tenía ningún tipo de vergüenza. ¿Cómo se atrevía a proponerle semejante cosa? Pero por más absurdo que sonara eso, sabía que aquel hombre no la dejaría en paz hasta que no accediera…