3. Engaños.
Lía
Abrí la puerta con fuerza, incapaz de contener el temblor en mis manos. Mis ojos se encontraron con los de José Luis y Bianca, y el aire en la habitación se volvió sofocante. La sorpresa en sus rostros solo aumentó mi rabia.
—¿Cómo pudieron hacerme esto?— exclamé, mi voz quebrándose.—¿Cómo pudieron traicionar lo que teníamos? ¡Eran las dos personas en quienes más confiaba!
José Luis intentó acercarse.
—Lía, por favor, déjame explicarte…
—¿Explicarme qué? ¡Lo que estoy viendo lo dice todo!— Mis palabras salieron entrecortadas mientras sentía el peso de la traición aplastando mi pecho. El dolor me recorrió el cuerpo como un golpe seco, rompiendo en pedazos cualquier esperanza que me quedaba de ellos.
—Lo siento, Lía,—balbuceó Bianca, su mirada fija en el suelo. —Nos amamos… No queríamos que pasara así, pero es la verdad. José Luis y yo estamos juntos desde antes de que tú supieras lo que sentías por él.
—¿Juntos?— La palabra me cortaba como un cuchillo. —¿Y me lo dices así? ¿Después de todo lo que hemos compartido? ¡Tú me lo presentaste!
El asco y la ira se mezclaban en mi pecho, dejándome sin aliento. —Son una porquería, los dos. Me dan asco. ¿Cómo pude confiar en ustedes?
Salí corriendo sin escuchar nada más. Mi corazón latía desbocado y las lágrimas nublaban mi visión mientras subía al coche. No tenía idea de adónde ir, solo sabía que no podía quedarme un segundo más cerca de ellos.
Conduje hasta un bar sin rumbo fijo, solo queriendo escapar de la devastación. Me estacioné y me quedé sentada en silencio por unos minutos, tratando de calmar la tormenta de pensamientos que golpeaban mi mente.
—Mis padres... ¿Cómo voy a mirarlos a la cara después de esto?— pensé. Todo lo que había planeado se había derrumbado en un instante.
Entré al bar y me senté en una mesa oscura. Un mesero se acercó. —¿Le ofrezco algo, señorita?
—Sí… Un vodka mezclado, por favor.
Asentí, intentando mantener la compostura mientras las lágrimas seguían cayendo. Saqué mi teléfono y vi varias llamadas perdidas de José Luis. Ahora quería hablar. El muy cobarde no había tenido la decencia de enfrentarme antes, y ahora pretendía arreglarlo con una llamada. Solté una risa amarga y apagué el teléfono. Todo lo que creí conocer se sentía falso, como si hubiera estado viviendo una mentira.
Rápidamente le mande un mensaje.
"NECESITO UNA EXPLICACIÓN SOBRE LAS COPIAS DE LOS LIBROS QUE CORREGI Y EDITE"
Le di enviar y luego guarde mi móvil.
Tomé el vaso que me trajeron y lo vacié de un solo trago, sintiendo cómo el alcohol quemaba mi garganta, pero sin aliviar el dolor. ¿Qué hice mal? ¿En qué momento empezó todo esto? Bianca lo dijo como si fuera algo que venía ocurriendo desde hace tiempo. ¿Cuánto llevaban burlándose de mí?
Seguí tomando, no tengo idea de cuantas copas llevaba. Pedí la cuenta al mesero. Al pagar decidí que ya era hora de irme. Ya eran más de las doce de la madrugada. Me levanté de la mesa y, al salir, choqué con alguien.
—¡Ten más cuidado!—, gruñó el hombre con el que había tropezado.
—¿Disculpa?— respondí, irritada. —Tú fuiste el que no miró por dónde caminaba.
—Vaya, las señoritas como tú siempre encuentran a quién culpar— dijo con un tono frío y arrogante.
—Vete al diablo— le espeté sin pensarlo. No tenía energía para discutir. Salí apresurada y me dirigí a mi coche.
Conduje con una música que llenaba el silencio incómodo de mi mente, pero las lágrimas seguían fluyendo sin control. Llegué a casa tarde, casi a la una de la mañana. El guardia abrió el portón y le lancé las llaves sin decir nada.
Entré a la casa de puntillas, evitando que mis padres me vieran en ese estado. Subí a mi habitación y me tiré en la cama, hundiendo mi cara en la almohada. Grité en silencio, ahogada por la tristeza y el enojo. Todo lo que creía conocer, todo lo que pensaba que era mío, se había esfumado. Cerré los ojos, agotada, mientras las lágrimas seguían cayendo lentamente por mis mejillas. Miré el anillo de compromiso que él me había dado hace un mes y lo lancé.
****
En la mañana me levanté con un dolor de cabeza que me atravesaba como una daga. Mi cuerpo se sentía pesado, y mis pensamientos, borrosos. Me arrastré hasta el espejo del baño, y lo que vi me dejó aún más abatida: mi rostro parecía un campo de batalla. El rímel estaba corrido, formando manchas oscuras alrededor de mis ojos, como si fuera un maldito mapache. Mis ojeras eran profundas, testigos de una noche sin descanso.
Suspiré, agotada por la imagen que tenía frente a mí. Tomé un algodón y lo empapé con desmaquillante, limpiando con movimientos lentos y cuidadosos, tratando de borrar no solo los restos del maquillaje, sino también los recuerdos de la noche anterior. No quería pensar en lo que había pasado, pero era imposible. Cada segundo que pasaba, los detalles regresaban como si fueran golpes directos a mi mente.
Me apliqué unas cremas debajo de los ojos, con la esperanza de que al menos disimularan las ojeras. No tenía tiempo para lamentarme. Me cepillé los dientes y me metí bajo la ducha, esperando que el agua caliente lavara algo más que la suciedad de mi piel. Pero incluso el placer del agua tibia no lograba borrar esa sensación de vacío y malestar. Apenas recordaba todo con claridad, pero lo suficiente como para saber que no había sido una pesadilla. Era real. La maldita realidad.
Cuando terminé de ducharme, envolví mi cabello en una toalla y me recosté unos minutos en la cama. Quería desaparecer en esas sábanas, olvidar el día que me esperaba. Pero no tenía opción. Justo cuando estaba a punto de cerrar los ojos, escuché el golpeteo suave en la puerta. Mi madre. Sabía que estaba preocupada.
—Lía, cariño, ¿puedes abrir la puerta?—, su voz sonaba tranquila, pero con un toque de preocupación que no podía ocultar.
—Ma, por favor... me estoy preparando para irme al trabajo. Se me hace tarde— respondí, tratando de sonar normal.
—¿Vas a ir al trabajo? Viniste en la madrugada...— insistió. Sabía que ella notaba más de lo que decía.
—Sí, madre, ya sabes que no puedo faltar—le corté, intentando mantenerme firme.
—Está bien, te veo abajo. Estamos preparando el desayuno—, su tono era suave, casi comprensivo, pero yo no podía soportar más preguntas.
Negué con la cabeza mientras seguía mi rutina automática. Me vestí con uno de mis trajes de siempre, un pantalón de tela negra, una camisa de tres cuartos y un chaleco. Quería esconderme en ese atuendo, que mi ropa fuera una barrera contra el mundo exterior. Secar mi cabello fue un proceso lento, pero lo dejé caer en un moño apretado. Mientras me maquillaba un poco para intentar parecer menos destrozada, no podía evitar soltar otro suspiro. Todo parecía tan vacío.
Bajé al comedor, mis tacones resonando en el suelo. Mi madre y mi padre me miraban en silencio, ambos con el mismo gesto de preocupación. Intenté fingir que todo estaba bien.
—¿Todo bien?— preguntó mi madre con suavidad.
—Sí, ma— respondí casi sin ganas.
—Pensé que te ibas a quedar anoche con tu prometido — mi padre agregó con un tono casual, pero lo conocía demasiado bien. Sabía que intentaba averiguar más sin hacerme sentir acorralada.
—Algo surgió y tuve que venirme antes. Ya sabes, el trabajo me tiene abrumada— mentí con una sonrisa forzada mientras trataba de comer. Pero las náuseas me invadieron. El malestar de la resaca mezclado con la presión de lo que sabía que estaba por venir.
Al terminar, me dirigí al lavabo. Me cepillé de nuevo los dientes y, al verme en el espejo, me puse un poco más de maquillaje. Solo quería disimular, engañar a todos, pero sobre todo a mí misma. Me despedí de mis padres y salí rumbo a la oficina. En el coche, los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza. No quería verle la cara a ese maldito idiota. ¿Cómo había sido capaz de hacerme todo esto? Era un traidor.
Al llegar a la empresa, caminé entre los pasillos saludando a todos, tratando de mantener la compostura. Pero la mirada de Sonya, mi asistente, me detuvo. Bajó la cabeza cuando me vio y eso me puso nerviosa.
—¿Pasa algo, Sonya?— pregunté mientras intentaba no sonar desesperada.
—El señor... el CEO la está esperando en su oficina— dijo con voz baja. —Está muy molesto.
Maldije entre dientes. ¡Por Dios! Se me había olvidado. El desastre con las copias. Caminé directo a la oficina, pero antes de entrar, mi mano tembló sobre la puerta. Llamé a José Luis. Ese maldito... Lo llamé una y otra vez, pero no me respondía. Hasta que por fin contestó.
—¿Qué quieres?— dijo con desdén.
—José Luis, no te estoy llamando para reclamar. ¿Qué pasó con las 100 copias de la corrección que te mandé a la imprenta?— pregunté, tratando de mantener la calma.
—No lo sé— respondió con indiferencia.
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Búscalo ahora mismo!— le grité.
—Ya no trabajo ahí, adiós— fue lo último que dijo antes de colgar. Lo llamé varías veces más, pero nunca respondió. ¿Qué demonios había pasado?
Finalmente, entré a la oficina del CEO. Su mirada era fría, y me sentí más pequeña de lo que ya me sentía.
—Lía, ¿qué demonios pasó con las copias?—preguntó sin rodeos.
—Lo siento, señor, José Luis renunció y...
—Eso ya lo sé. ¿Hiciste un fiasco con esas copias? Me robaste. Eso es lo que él me dijo.
—¡Eso no es cierto!—las lágrimas comenzaban a arder en mis ojos.
—Estás despedida. No te voy a denunciar, pero vas a devolver cada centavo que has costado a la empresa— Y con esas palabras, mi mundo se desmoronó.
Me quedé paralizada, sin poder moverme.