Capítulo 5
Eran las cinco en punto de la tarde y el guardaespaldas, un tipo grueso, fuerte, de baja estatura, cuello corto, con cara de pocos amigos, me estaba esperando.
En nada se parecía el acompañante a la descripción que yo le había dado a los médicos, sin embargo, era de esperar que la hubieran olvidado.
El vendedor apretaba un pequeño paquete en su mano, un envoltorio corriente para algo que disimulaba ser una bagatela sin valor. nadie podía sospechar que en sus manos iban nada menos que mi pasaporte hacia la fortuna.
Tenía el carro estacionado a media cuadra, caminamos con pausada lentitud hacia el lugar, pagué y salimos. No había mucho tráfico, Llegamos con cierta comodidad al lugar indicado.
—Por favor… —le dije al vendedor— Bajen ustedes, mientras yo busco donde dejar el automóvil. Deben tocar el timbre tres veces, esa es la señal convenida para que les abran la puerta. Tres timbrazos cortos y esperen a que los reciban como se merecen.
Esta vez no fui a ningún estacionamiento, me dirigí directo a la arrendadora de carros, dos cuadras al este de la dirección de la clínica del doctor. La había buscado de manera especial por su cercanía a la clínica psiquiátrica. el plan iba a las mil maravillas.
Devolví el vehículo, que, por supuesto había contratado nada menos que a nombre de Carlos Segundo Chaplin, sin que la aburrida y gorda secretaria notara nada raro; entregué las llaves y salí. durante todo este tiempo, pretextando un dolor de muelas, mi cara había estado semi cubierta con una bufanda de lana.
Habían pasado diez minutos, tiempo más que suficiente para que mi falso primo y su amigo estuviesen ya durmiendo por el ataque del personal del psiquiatra.
Excitado en exceso, me recibió el doctor:
—Mire, no crea que esto es una triquiñuela para cobrarle más, sin embargo, pienso que el caso de su pariente es más grave de lo que parece a simple vista… es un caso difícil…
El pobre está en verdad convencido de que es un vendedor de joyas y no tiene empacho en gritarlo. Viera que guerra nos dio, fue necesario aplicarle doble dosis de sedante. Dormirá hasta mañana al mediodía… —gracias al cielo pensé.
—Y, con el otro —agregó el galeno— las cosas anduvieron peor. Es un tipo rudo, se nota que fue boxeador hasta hacer pocos años. ¿Me va a creer? Venía armado el muy bruto…
Y el médico, con toda inocencia, me estiró una hermosa pistola Browning calibre 45 y el paquete, las esmeraldas, cuyo envoltorio seguía intacto.
Sin poderme reprimir, dejé escapar un profundo suspiro de alivio.
—Tome estas dos cosas, será mejor que se las lleve…
—Gracias doctor, y aquí tiene quinientos dólares más de anticipó.
—Perfecto, le rogaría que viniera el lunes. ¿Le, parece bien a las tres de la tarde?
—A la hora que usted me indique… La salud de mi primo y la tranquilidad de mi tío son cosas que no tienen precio para mí y no importa el tiempo que les dedique…
Le tendí la mano, silbé para calmar los nervios y salí caminando sin prisas. Creo que ni un condenado a muerte habría recorrido con mayor ansiedad aquellos metros que me separaban del éxito. Estiré la mano, tomé el picaporte de la puerta y estaba a punto de girarlo, cuando un vozarrón me detuvo:
—Espere un momento por favor… no abra la puerta…
Cerré los ojos, de forma instintiva, me llevé la mano a la pistola que me acababan de entregar y me dispuse a abrirme paso a tiros. En ese momento di todo por perdido y lo único que me quedaba era jugármela a lo que viniera.
—De seguro, alguien revisó los documentos de esos dos y encontraron las credenciales que los acreditan con lo que dicen ser y ya se descubrió el engaño —pensé— esto ya valió madres y ahora hay que jugársela a lo que venga y como venga.
—Permítame señor —me dijo haciéndome a un lado un tipo alto y fuerte como un gorila y con manos más grandes y más peludas que el legendario mono impresionante— Tenemos un seguro especial, en la cerradura, si la persona que abre la puerta no sabe desconectarlo, de inmediato suena una alarma... —me dijo al tiempo que maniobraba con la puerta y con una amplia sonrisa, el tipo me franqueó el paso:
—Pase por favor… Y perdone las molestias…
Claro que pasé, seguí caminando con nerviosa lentitud y apenas llegué a la esquina, salté dentro de un taxi. Por suerte que la cita con los traficantes de esmeraldas era a las siete, tenía urgencia de meterme en un bar para serenarme.
Lo peor aún estaba por ocurrir.
Antes de entrar a la guarida de aquellos lobos de ciudad, escondí de manera perfecta el pequeño revolver que yo había comprado y un poco más al descuido, dejé la Browning del agente de seguridad de la joyería.
Tal como supuse, al entrar en el lúgubre lugar, las palmas de la mano transpirándome como un grifo de lavandería de vecindad, dos gorilas me agarraron y comenzaron a esculcarme, cuando encontraron la pistola me la quitaron y se quedaron felices.
Entregué mi pequeño envoltorio al hombre indicado y este lo desamarró con dedos ágiles y ansiosos, luego se puso el clásico lente de los joyeros y miró con codicia aquellas esmeraldas que parecían relumbrar ante sus ojos.
—Perfecto… excelente… —exclamó después de diez minutos— Son unas piezas muy valiosas... Toma —me dijo y empujó hacia a mí un pequeño maletín— Cuenta con cuidado pues allí hay medio millón de dólares, en billetes grandes y chicos, tal como pediste...
Era muy importante ser cuidadoso al abrir el artificio aquel que al contar el dinero. No en vano me gusta ir a las películas de misterio. Sabía perfectamente que algunos de esos maletines tenían un mecanismo que desprende un gas anestésico, que hace dormir a quien les levanta la tapa de manera precipitada.
Por fortuna, esta vez no era el caso. Miré bien aquel esplendoroso espectáculo de aquellos verdes billetes, toda una gloriosa pradera de riqueza y sí, debía haber allí, por lo menos, medio millón de dólares, por lo que todo estaba en orden.
El tipo me observaba, mientras yo pensaba en el robo del cual me pensaban hacer victima:
¡Mira que pagarme la tercera parte del valor de aquella joya!
El joyero, con una sierra muy fina cortó el collar y me mostró los pedazos.
—Mira, lo que te dije, esos joyeros caros del centro son unos salteadores de camino. Una capa de oro y otra de platino por arriba y al medio plomo, puro y barato plomo.
Este engarce debía haber sido labrado con unos 250 gramos de metal fino, de 18 kilates. No llega a los cincuenta. Con suerte te darán unos diez mil dólares por el…
—¿Cuándo me lo devolverán...? Recuerde que ese fue el trato.
—Por supuesto que lo recuerdo perfectamente. No te pongas nervioso, a nosotros sólo nos interesan las esmeraldas. Las sacaremos con mucho cuidado del engarce y luego las enviaremos de contrabando a Europa. Mañana sábado, al mediodía, tendrás todo tu plomo y, por supuesto el poco de oro y platino con el cual lo disfrazaron…
—Una pregunta: ¿Y cómo las envían de contrabando?
—Fácil, muy fácil… ¿Viste la juguetería que hay en la esquina? Bueno, para el lunes todas estas esmeraldas estarán convertidas en los verdes ojos de unos gatos de peluche que enviaremos a un cliente en Italia. Una exportación insignificante: 20 gatos de juguete, con dos pares de ojos cada uno, en total cuarenta esmeraldas de las más finas y caras de todo el planeta, pasando por la aduana sin problemas.
—Que astutos… de verdad que es muy ingenioso.
—Trabajo bien hecho no admite reclamación.
Salí de allí otra vez con aquel cosquilleo en el estómago que deben sentir los que van por el pasillo que conduce a la cámara de gas y que están muy conscientes de ello.
Sabía que aquellos desalmados no me dejarían ir, así como así. Menos aún si tomamos en cuenta que yo era un completo desconocido en aquel medio de depravados y criminales y que como no había ninguna seguridad de que pudiera proporcionarles otro cargamento de esmeraldas, había perdido para ellos toda posible utilidad.
La verdad es que había que ser muy tonto para no darse cuenta que para los traficantes de piedras preciosas les servía más muerto que vivo. No tardé mucho en comprobarlo.
Al pie de la escalera que conducía a la calle, me estaban esperando los dos gorilas con aspecto siniestro. Uno me arrebató el, maletín con los dólares, mientras el otro me tranquilizaba poniéndome una pistola al cuello para dejar en claro sus intenciones.
—Hola, muñeco —me saludo con un tono burlón— ¿Qué tal si salimos a dar un paseo? En el río la luna se ve preciosa a esta hora y puedes nadar mejor…
Me condujeron en dirección a un viejo automóvil de aspecto inocente. Por un instante temí que el que llevaba el maletín con los dólares hiciera lo que parecía más lógico: regresarse y dejar aquella fortuna en lugar seguro.
No, no lo hizo, como era el chofer y además un haragán, se fue con todo y los billetitos al carro. el otro en tanto, displicente y creyéndome desarmado, se limitaba a mantener una discreta vigilancia sobre mí, convencido de que yo no era ningún peligro.
En veinte minutos llegamos a una bodega abandonada a las orillas del río.
Detuvieron el motor del carro, e inspeccionaron el lugar de la ejecución, haciéndome el nervioso, me rasqué la panza y en cosa de décimas de segundo tuve en mi mano el pequeño revolver de dos tiros, aunque muy efectivo.
No corrí el menor riesgo, al gorila que me apuntaba con negligencia, con su arma, le volé la cara de un balazo. Luego volví el cañoncito humeante hacia el otro:
—Dame el maletín, “muñeco” y ni un solo truco, porque te mueres… Mira a tu compañero para que veas que no bromeó… obedece o el siguiente serás tú —le dije con firmeza— de pasó, saca tu pistola con la punta de los dedos y tírala a la calle.
Hizo lo que le ordené, con cuidado, Sabía que su vida pendía de un hilo, Le di una dirección y lo obligué a llevarme en su propio auto, sin dejar de amagarlo con la pistola Ruger.
No estaba lejos, aunque se trataba de un edificio con varias salidas, ideal para mis planes como lo supe desde que lo vi. Llegamos justo cuando salía la gente de uno de los cines.
Le di un puñetazo, con la pistola en la mano, en el mentón, nada más que para marearlo un poco y me bajé rápido, confundiéndome entre la multitud.
Aquel pistolero ya estaba anulado. O se arriesgaba a salir conduciendo de allí un coche con un cadáver o huía con la misma rapidez que yo lo había hecho.
En todo caso iba a tener que desaparecer de la ciudad, sus desgraciados patrones no le iban a perdonar su torpeza y mucho menos que se hubiese dejado arrebatar medio millón de dólares, con la misma facilidad con la cual se le puede quitar una paleta de dulce a un niño.
Fui a mi hotel, envolví con mucho cuidado el maletín del dinero, hice con él un paquete y me encomendé a la eficacia del correo.
En tres o cuatro días estaría en casa y también el paquete.
Borré con lujo de detalle toda huella de mi estancia en aquel lugar, pagué la cuenta y salí.
Me quedaban ya muy pocos dólares para moverme a mis anchas.
Tenía el pasaje para ir en avión hasta la frontera, pasar de contrabando al otro lado y luego volver de forma legal. Aquella era mi coartada: había ido al país vecino de vacaciones, al día siguiente, por la noche, ingresé clandestinamente a mi propia patria.
Aunque, para todos los efectos legales, yo estaba del otro lado.