Capítulo 1
Corría el cuarto mes del último año del milenio, estaba por comenzar el nuevo milenio y todos se mostraban inquietos y nerviosos, los pronósticos no eran nada halagüeños, por un lado, un grupo de “expertos”, aseguraban que se aproximaba el fin del mundo tal y como lo habían previsto en la cultura Maya.
Por el otro, los más modernizados, hablaban de lo que significaría para la informática el cambio de milenio ya que los equipos y muchas computadoras importantes no estaban programadas para tal evento, lo que traería consigo un sinfín de desastres y errores en las máquinas, sobre todo del sistema bursátil y bancario.
La informática que, avanzaba a pasos agigantados hacia la evolución en general, aunque en especial de los microprocesadores que sin duda alguna eran el futuro esperado por muchos de los científicos duchos en la materia y que buscaban la solución para este conflicto.
Mientras todo esto sucedía, se producía un encuentro esperado en La Habana, Cuba.
—¡Hace mucho calor! —exclamo uno de los turistas que deambulaba con su amigo por las instalaciones del hotel— ¡Y hay mucha vegetación!
Las frases, con un marcado acento, había sido pronunciada por uno de los dos españoles que se cruzaron en el camino con Pedro y Celia, él, mexicano, ella, cubana, la pareja que había estado en espera de que esa reunión se llevaba a cabo en la Habana, y de la que no sabían que resultado esperar.
El ambiente se llenó de un olor exagerado a lavanda o agua de colonia, al grado que hizo que Pedro y Celia volteara y sonriera entre sí.
—Este amigo se sí que vació el frasco de colonia encima —dijo Pedro, en tono jocoso.
Celia soltó una de sus conocidas alegres carcajadas, y añadió:
—Sí, de puro Old Spice.
En efecto, a su alrededor, había mucha vegetación, tupida y extensa, de esa que caracteriza las regiones tropicales, flamboyanes, almendros, jacarandas y palmas, entre otras.
El pasillo por el que caminaban, era uno de los que comunican la sección de bungalow del Hotel Comodoro, en La Habana, en el que ambos eran muy conocidos y apreciados.
La pareja se dirigía a la alberca de esa sección, a través de uno de esos pasillos enmarcados por plantas y flores tropicales de diferentes especies, en una noche calurosa del mes de abril del año de 1999, en la que el cantar de los grillos era acompañado por el monótono y rítmico sonido de los aparatos compresores del aire acondicionado de los bungalow.
Se sentaron en una mesa localizada en una de las esquinas de la alberca y ordenaron que les sirvieran dos “mojitos”, la bebida cubana, cuya frescura es la preferida para mitigar el calor y que se prepara a base de yerbabuena machacada con azúcar y jugo de limón, hielo, ron blanco y agua mineral al gusto. Una delicia para el turismo y para los cubanos.
—Sólo me voy de La Habana, por seis meses y al volver, oh sorpresa, me entero de que tienes una relación con otra mujer, una tal Marina, que al parecer te trae loco, y no sólo eso, sino que te hace cometer tantas locuras que ya son legendarias en la isla.
Además, te conocen todas las bailarinas de los cabarets de La Habana, la mayoría asegura que bailas como todo un cubano y también hablas como cubano y te comportas como tal, como si fueras nativo de estas tierras, no lo puedo creer, Pedro, de verdad.
No basta con que yo haya tenido un marido que se acostó con media Habana, mientras estaba casado conmigo, ahora tengo a otro que, se acuesta con la otra mitad, como para no dejar una sola sin compartir conmigo.
Celia estaba en verdad enojada y de esa manera tan alterada, le reclamaba a Pedro su liberal comportamiento de los últimos meses, durante los cuales ella había estado viviendo en México, en la ciudad de Toluca, en el estado de México.
—Mi amor, no te pongas brava conmigo, no se justifica que te enojes, porque tú me abandonaste, otra vez en México, en octubre pasado, no obstante que habías decidido vivir a mi lado para siempre y en cuanto tuve que viajar a Cuba, aprovechaste para ir a Toluca, a ver a tus amistades y decidiste de nueva cuenta irte a vivir y trabajar allá.
Y no sólo eso, sino que me comunicaste tu decisión por teléfono, sin darme la cara y sin atender a mi petición de que esperaras mi regreso a México, para poder tomar una decisión conjunta, como siempre lo habíamos hecho.
Así que, no se vale pues, que ahora me reclames sobre la forma en que me comporto o no en La Habana, todo es parte del desarrollo de la vida y uno no puede permanecer al margen de ella, sobre todo si no sabe qué se puede esperar de la mujer a la que se ama, sobre todo cuando para ella ya no cuenta su opinión ni su...
Pedro, interrumpió el diálogo que tenía con Celia, ante la llegada del mesero y mientras el camarero colocaba los tragos en la mesita con cubierta de cristal en donde, al igual que en el agua de la alberca, se reflejaba aquella luna cuya blancura contrastaba con el color oscuro de la noche habanera en la que las estrellas refulgían de forma esplendorosa, no dejó de mirar a su acompañante, en realidad era muy hermosa, y sobre todo, con una sensualidad natural y a flor de piel, tal vez por eso le gustaba tanto esa mujer.
Pedro, al observarla, pensaba en cuántas ocasiones se había dado una conversación similar en los últimos años, era algo que ya parecía constante en su relación, si acaso se le podía llamar de esa manera, a esa extraña convivencia de abandono y retorno, un ir y venir constante y errático, sorpresivo e inesperado por parte de Celia.
Él y Celia, se habían separado por primera vez, en septiembre del año de 1997 y en el mismo mes un año después, en 1998, por extraña coincidencia, el día 29 en ambas ocasiones.
En la actualidad, él vivía solo en La Habana, en una espléndida casa estilo californiano, ubicada en una de las zonas privilegiadas de la ciudad, el reparto Cubanacán en Siboney.
Justo en el apartado en donde se localizaban casas que el gobierno tenía dedicadas a la atención de huéspedes o visitantes distinguidos, o que eran alquiladas por el propio gobierno a embajadas o a empresas extranjeras que tenían inversiones en Cuba.
La historia de ellos, se remontaba muchos meses atrás, cuando Pedro, que entonces era, representante de un consorcio mexicano interesado en invertir en la industria del plástico en la isla, que había establecido oficinas en la ciudad capital y desde ahí se manejaba en todos sus asuntos de negocios.
Pedro Pérez Alva era un abogado mexicano, con cierto prestigio en el medio ya que había prestado sus servicios tanto a entidades gubernamentales en su país, como a empresas particulares y además de haber ejercido su profesión en forma privada junto con otros compañeros en un bufete de abogados, en el que él se especializaba en asuntos de carácter administrativo, entre los que se distinguía en cuestiones migratorias.
Tenía 45 años y se había divorciado de, Samara, su primera esposa, unos años atrás, después de procrear cuatro hijos, tres mujeres y un varón, que vivían con su ex esposa y a los que, aunque les pagaba la manutención, aunque no tenía por costumbre visitar.
Fue una tarde en que su amigo Ignacio Luna, originario de Matamoros, Tamaulipas, México, y a quien había conocido en la facultad de derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, desde un principio su amistad fue agradable y muy estrecha.
Después se dejaron de ver, con frecuencia, por cuestiones de trabajo, cada uno estaba entregado de lleno a lo suyo y por lo general, no contaban con mucho tiempo para sus relaciones amistosas, aunque en ocasiones se mantenían en contacto.
Dentro de todas sus múltiples ocupaciones, se daban tiempo para irse a tomar una copa de cuando en cuando, tal vez cada tres o cuatro meses, charlaban y comentaban sobre sus negocios y luego volvían a dejar de verse por el mismo periodo de tiempo.
Esa parecía ser la constante en la vida de Pedro, el ir y venir de las personas a las que estimaba o por las que sentía cierto cariño, no podía prolongar una relación por demasiado tiempo sin que hubiera alguna separación de por medio.
Incluso, su ex esposa, con ella vivió un matrimonio que pensó que sería el definitivo, durante diez meses, fueron unidos y felices, hasta el nacimiento de su primer hijo, fue entonces cuando ella, Samara, su esposa, entró en depresión post parto y decidió irse por un tiempo al lado de sus padres, casi un año tuvo que transcurrir para que ella regresara a su lado.
Aquello, se volvió una cruel repetición a lo largo del tiempo, cada vez que se embarazaba, tenía a su hija, en este caso, le volvía la depresión, post parto y se iba al lado de sus padres, los cuatro embarazos fue lo mismo, y Pedro, terminó por acostumbrarse.
Después del nacimiento de su última hija, la ausencia de Samara, en su hogar, junto con sus hijos, para irse al lado de sus padres, le hizo a ver a Pedro, que aquello no podía seguir así, era tenerla y perderla en un periodo de tiempo muy corto.
Samara, y sus hijos, regresaron al hogar y por durante casi un año, pudieron vivir como una familia, sin problemas y todo en completa armonía, Pedro, sentía que por fin lo había conseguido y que su vida familiar era lo que tanto había deseado.
Disfrutó con y de sus hijos, de su mujer, de su compañía, de su charla, de sus consejos, hasta que comenzaron los problemas, el tiempo que los asuntos que manejaba el abogado se prolongaban, ya no podía llegar a su casa tan temprano como él lo deseaba y al final, terminaban en amargas discusiones que se volvían insultos, por lo que decidieron terminar.
Por el amor que sentía por sus hijos, Pedro, accedió casi a todo lo que ella le pidió, como quedarse con el departamento, la jugosa pensión para que ellos se mantuvieran sin complicaciones y el poder visitar a sus hijos sólo los fines de semana.
Aún así, dentro de que todo fue de maravillas, Samara, por lo menos una o dos veces al año, se refugiaba en él, sus relaciones con otras personas no funcionaban y cuando estas se venían abajo, ella buscaba apoyo y consuelo en su ex marido, quien, como buen amigo, la recibía, la escuchaba, la aconsejaba y la soportaba.
Si bien era cierto que en ocasiones terminaban en la alcoba de Pedro, amándose con toda la fuerza de su deseo y de su pasión, también era cierto que, al día siguiente, ella se iba, en ocasiones hasta sin despedirse, aprovechando que él dormía.
Todo aquello se había vuelto una rutina interminable, a la que Pedro, de una o de otra manera ya se había acostumbrado, ya era parte de su vida y mientras viera a sus hijos felices y creciendo bajo los cuidados y atenciones que ambos padres les tenían, con eso se sentía más que satisfecho y feliz.
Los años fueron pasando y los hijos crecieron, por lo que pronto se fueron dando cuenta de la situación que vivían sus padres y la aceptaban ya que ellos eran felices disfrutando de la compañía de ambos, que. en varias ocasiones, se reunían para una cena o una comida.
Fue así, que, en ese inter, Ignacio, lo citó en su oficina y mientras bebían un par de tragos en plan amistoso, le comunicó que ya tenía varios años de hacer negocios con el pueblo cubano, en especial en la compra y venta de chatarra, razón por la que viajaba de manera constante a Cuba, en especial a la Habana, lugar que le parecía maravilloso.