7. CONOCIDOS
Al año siguiente, con la entrada del verano la salud de Rosie era inmejorable. Trabajaba haciendo retratos rápidos y caricaturas de la gente en un centro comercial, a pocas cuadras de donde Isabel aún trabajaba. Cuando salía temprano del almacén, la alcanzaba para comer o volver juntas a casa.
Ese sábado al mediodía, Isabel aminoró la rapidez de su paso cuando vio una multitud arremolinada en el centro de la plaza.
—Señoritas, dejen trabajar —pidió un guardaespaldas bien vestido.
—¡Adolfo! —gritó una histérica adolescente, que inició un barullo hiriente a los oídos.
El corazón de Isabel se detuvo un instante; sintió el impulso de observar más allá de la multitud y comenzó a dar saltitos detrás de ellas para alcanzar a ver.
—¿Qué sucede? —preguntó a una pelirroja.
Quizás no se trataba del mismo hombre, sino de algún artista nuevo. Además, ya habían pasado ocho meses desde que lo vio por última vez.
—Es una sesión fotográfica —contestó muy emocionada—. Y allí está él. —Casi llora al decirlo.
Isabel miró en dirección a donde señaló y se quedó boquiabierta.
—¡Es divino! —gritó de repente otra chica, casi en su oído.
Se estremeció, volviendo la mirada al gigantesco póster publicitario. Su aspecto, que antes era pulido, ahora lucía salvaje y sensual; el cabello estaba más largo y tenía una barba incipiente que realzaba aún más sus azules ojos seductores.
Entendió por qué estaban tan hormonales y descontroladas: ese hombre era la expresión más clara de la sensualidad masculina.
—¡Isabel! —exclamó una voz conocida cuando apenas había avanzado unos pasos entre la multitud; miró hacia atrás y vio a su hermana, que sonreía demasiado. Fue hasta ella y Rosie le tomó una mano para apartarla de la gente.
—¡Qué bueno que llegaste!
—¿Qué sucede?
—Sé que vas a querer ahorcarme por esto, pero... —Se mordió los labios—. ¡Me reconcilié con Mikel! —exclamó jubilosa.
—¡¿Cómo?!
—¡Sí! —La llevó a sentarse en una banca—. Fue tan tierno… —dijo emocionada mientras Isabel sentía que se apagaba por dentro—. Apenas me vio, se acercó a saludarme y me explicó por qué ya no regresó después de dejarnos en el hospital —agregó ilusionada ante la mirada llena de dudas de la menor—. Estoy segura de que me ama —remató, dándole el tiro de gracia.
—Tú lo amas; él... quién sabe.
—Isabel, no seas negativa.
—No lo soy, solo digo lo que veo. Y algo que tengo bien claro, es que no puedo creer en él porque hizo lo que otros: te enfermaste y desapareció.
—Pero ahora sabe perfectamente lo que tengo y regresó.
Isabel resopló, tratando de ser paciente.
—Y nada de lo que te diga va a hacer que cambies de opinión.
—Ya me conoces...
—No quiero verte sufrir.
—No va a ser así —dijo Rosie segura y la chica de rubia cabellera sintió que la piel de los brazos se le erizó, como si tuviera un mal presentimiento—. Sabes que lo amo —murmuró, buscando su comprensión—. Además, ambas sabemos que aunque me he sentido mejor, no está muy distante el día en que... —Calló, tocándose el pecho en su lado izquierdo.
Isabel sintió un golpe bajo con esas palabras. ¿Por qué la chantajeaba de esa manera?
—Basta —pidió con la voz apagada —. Está bien; haz lo que quieras. Yo intentaré ser feliz viéndote feliz. Pero si ese desgraciado te hace sufrir, ¡te juro que le voy a romper la cara de imbécil que tiene!
Rosie levantó las cejas; luego rió.
—No lo dudo. Será mejor que busques novio para que te relajes. —Se pausó al ver la mueca en sus labios—. ¿No crees que debas darte una oportunidad para dejar atrás tu miedo? Ya es hora de que experimentes el amor.
—No me interesa el amor. No en el sentido en que lo dices.
Rosie se preguntó qué tendría que suceder para que su pequeña y orgullosa hermana dejara de lado su armadura. Se necesitaría un hombre muy insistente para despojarla del miedo.
Recordó que Adolfo estuvo allí minutos atrás; que se retiró cuando ella llegó, dejando un mar de admiradoras frustradas por no poder tocarlo. Oportunidad que Isabel tuvo a manos llenas y la rechazó. Dudó que se le volviera a presentar la ocasión. Habría sido una buena opción para salir de apuros económicos.
—Insistiré en que te des una oportunidad. No por libertinaje, sino por salud mental.
La joven jugó con los labios; odiaba que tocara ese tema, tanto como el de su salud. Finalmente resopló y escuchó el bullicio femenino cada vez más fuerte.
—Muy bien; te prometo que si Adolfo Mondragón se me vuelve a aparecer con aquellas intenciones poco decentes que tuvo conmigo y me pide sexo loco y desenfrenado, aceptaré su oferta.
Rosie se cruzó de brazos.
—Eres tan mala tratando de ser sensual…
Isabel se rió suavemente.
—¿Lo ves? No sirvo para eso.
Adolfo apenas pudo escapar del mar de mujeres que se deshacían por tocarlo, saludarlo, y hasta besarlo. Había seis guardias rodeándolo a él y a su fotógrafo; sin embargo, ellas se las arreglaban para meter las manos y rozarlo.
—¿Vas a ir al cóctel? —inquirió Mikel, caminando muy cerca de él.
—No, prefiero descansar.
—Va a haber muchas chicas hermosas. Ve y luego te vas a tu departamento acompañado.
—Estoy harto de las modelos y nenas de papi.
Mikel sonrió malicioso.
—Invité a una exnovia; llevará a su hermana. Es algo bruta, pero quizás solo le falta cariño.
—Una exnovia bruta… No me extraña de ti; tienes gustos muy idiotas.
—Hablo de su hermanita. Es muy joven; podrías cumplir una fantasía sexual muy pervertida con ella. —Sonrió malicioso y Adolfo lo miró con reproche.
—Eres un imbécil. No sé cómo puedes ser tan buen fotógrafo.
—Vamos, así me ayudas a quitarme a la hermana de encima; de otra manera, no se irá conmigo por causa de la chiquilla.
Adolfo negó con la cabeza.
—Solo lleva a la ex y a su hermana a la fiesta, y allá te le pierdes.
—No conoces a esta chica. Es linda, muy diferente a lo que conoces; te lo juro.
Adolfo resopló y, en ese instante, sintió un pinchazo en el trasero que lo hizo quejarse.
—¡Chicas! —intervino Mikel, buscando inútilmente a la culpable —. ¡Vive de su cuerpo, no lo maltraten!
Adolfo se masajeó, mirándolo con reproche. Eso sonó denigrante.
Isabel llegó a rastras a la fiesta esa noche. En realidad solo llegaron a la acera frente a la elegante casona, donde modelos, empresarios y diseñadores festejaban el éxito de la nueva campaña. Llevaba tacones altos —que, según Rosie, mejoraban su postura— y un vestido rojo sin mangas que resultaba incómodo al mostrar sus piernas hasta los muslos.
En los últimos meses había descubierto que era atractiva para los hombres; sin embargo, seguía en su postura de evitarlos. Reconocía, sólo para sí misma, que se quedó con la curiosidad de saber qué habría pasado si hubiera sentido menos miedo ante la cercanía de Adolfo.
Suspiró viendo los lujosos autos que arribaban a la mansión. Muchos personajes bien vestidos y desconocidos para ella. Rosie estaba radiante y solo por eso se animaba a seguir.
—¿Estás segura de que podemos entrar sin dificultad? —inquirió Isabel, apartando un mechón de cabello suelto de su rostro. Había demasiada vigilancia, tanto en la puerta como en la calle.
—¡Claro que sí! —aseveró la mayor—. Mikel De la Plata es mi novio —señaló Rosie al guardia, sin que este se inmutara por sus palabras. —. Llámelo, él le confirmará mi invitación.
Isabel miró ansiosa hacia la calle, donde las luces de un auto la encandilaron. Tomó del brazo a la hermana, pues estaban a mitad de la entrada cuando la desesperación se apoderó de ella.
Suspiró, armándose de valor para lo que le diría.
—Vámonos Rosie —le pidió con voz temblorosa. Hacía frío.
—¡No; Mikel quedó en esperarme!
El auto entró e Isabel se fue a sentar en una de las aceras; no le importaba el glamour. Se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la mejilla en ellas. Pasó media hora y no dudó que fueran casi las once. Cerró los ojos; al otro día debería levantarse temprano para ir a trabajar.
Se puso de pie y regresó con Rosie. Aspiró profundamente, escuchando la voz insistente y ansiosa de su hermana.
De repente, un auto tocó el claxon muy cerca de ella, que no se fijó al cruzar hacia el guardia que seguía hablando con su hermana.
—¡Oye, sube a la banqueta! —le gritó un hombre metido en un Ferrari plateado. Isabel se protegió los ojos, poniendo la mano sobre la frente cuando las luces la dejaron sin visión clara.
El guardia se acercó al lujoso coche y sonrió.
—Señor Mondragón...
—Por favor, despeje la entrada. —Su voz sonó molesta.
Isabel creyó reconocer ese timbre. El guardia mencionó su apellido. ¿Sería él? Bajó el brazo y buscó su rostro en la oscuridad. Las luces en el interior del auto se activaron cuando tomó un papel que le dio el de seguridad. La chica se quedó impactada. ¡Era Adolfo!
El modelo levantó la mirada y se encontró con la de ella. Por unos segundos, se observaron fijamente. Pareció identificarla, mas no demostró emoción.
Isabel sintió ese revuelo de emociones en el estómago; su atractiva presencia tenía la facultad de poner sus nervios a flor de piel. Se subió a la banqueta y el Ferrari pudo entrar. Ella se llevó una mano al pecho; su corazón latía desbocado.
Rosie insistió una vez más; hasta que, llorando, regresó a su lado y se echó en sus brazos.
—Debiste decirle que nos esperara en la puerta. —La abrazó y miró a todos lados; sus ojos buscaron inevitablemente al modelo. Lo vio bajar del automóvil a unos quince metros de la entrada.
—Le marqué y no me contestó —sollozó Rosie, angustiada.
Isabel se mordió los labios. Adolfo sonreía, siendo fotografiado en la entrada. Algunas chicas se le acercaban y se tomaban fotos con él, abrazándolo e —incluso— murmurando en su oído.
De pronto, una idea cruzó por la cabeza de la chica de dieciocho años.
—Ahora vuelvo —musitó, apartando a su hermana.
Fue hasta el barandal de la entrada y se aferró a los barrotes; sabía que los guardias estaban atentos.
—Demonios... —murmuró para sí misma antes de empezar a gritar a todo pulmón—. ¡Adolfo, Adolfo!
Rosie no podía creerlo; Isabel gritaba ante las amenazantes miradas de los gigantes de seguridad. Los vio murmurar en los radios de comunicación y se aferró más a los barrotes de la reja, para insistir en gritar hasta que captó su atención. Para entonces, le dolía mucho la garganta.
Rogó al cielo para que en verdad la hubiera escuchado. Se desalentó cuando lo vio acercarse a un guardia. Seguramente sabía quién era y la iba a echar. No perdonó lo que le hizo meses atrás.
Sin embargo, al mirar a los de seguridad, notó que ellos dejaron de preocuparse por su presencia. En un par de eternos minutos, el bellísimo hombre de sus sueños se acercó a la reja. Un guardia le abrió la puerta con respeto.
Isabel se echó a temblar al ver a su dios de la perfección caminar hacia ella; las manos delataron un funesto y próximo ataque de nervios. Se sintió avergonzada por lo que hizo, mas no tanto por lo que aún le faltaba hacer.
Lo vio meterse las manos en los bolsillos del pantalón gris del traje. Su mirada altiva la hizo tragar saliva; la poca que le quedaba.
A espaldas del modelo estaba el guardia con el que Rosie insistiera, mirándola con desconfianza; como si una chiquilla de complexión tan pequeña pudiera hacerle daño al alto y molesto Adolfo Mondragón.
Mondragón sonaba a mi dragón. Y eso parecía al mirarla. Sentía el fuego de su mirada recorriendo con intensidad su figura. Sin embargo, esa vez era fría, indiferente.
—Mira a quién tenemos aquí... —La observó de cerca—. La señorita modestia.