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Las naves de la diáspora

LAS NAVES DE LA DIASPORA

Las velas de los navíos que transportan hacinados a los judíos sefarditas, en las bodegas en las cubiertas, y hasta en las bordas, se hinchan con el viento de poniente. Surcan en cuarenta y una carracas y trece galeras, que manda el Sultán Bayaceto II, fletadas para tal fin, las aguas del mar que conduce a Estambul. Lejos les siguen cuarenta y siete galeras de Castilla, y trece de Aragón, más como prevención que como escolta. El cielo está parcialmente cubierto de nubes, que anuncian buenos vientos, y los marineros se afanan en sus labores, a pesar de los quejidos de los barcos, que crujen de viejos. Desde unos se saludan y felicitan los más jóvenes, mientras los más ancianos, se acurrucan en un rincón, llorando el destierro injusto a que los someten los reyes de su patria. Pronto verán los inexpertos, hijos de Abraham, como se les trata en Torgarmáh, y que nada si no extraños serán allí. Echarán de menos los colores de Andalucía, los olivos salpicando el paisaje, y los almendros en flor. El sol de Sefarad, y las ciudades de ella, que no volverán a ver. Agarrado a un cabo, con el pelo revuelto, y los ojos hinchados, un joven José Beckhat, mira al horizonte donde hace días se perdió la silueta de la tierra que le vio nacer. No es por nostalgia de aquella tierra, que también, sino, que en ella deja a quien alumbró su corazón para darle una razón de vida, y ya…ya no será suya. Allá se queda doña Isabel de Pechuán, la dueña de su alma misma. Viste túnica de lino blanco, y se ciñe con cinturón de seda azul, regalo de ella, que no pudo lucir en Castilla, por estarle prohibido ostentar a los hebreos, ropas lujosas. Ahora libres de la pesada ley de la reina Isabel de Castilla, todos cambian sus atavíos por otros acordes a su costumbre. Su mano se desgarra al aferrar con fuerza el cabo que tensa la vela.

Oye las risas de los turcos que se burlan de los cristianos al salir a mar abierto, aunque hace cuatro días que eso ocurrió, y las naves de los reyes abandonaron su crucero, seguras de su curso. Ve sus colores desgastados como pinceladas de color, que adornan las galeras en las que reman esclavos capturados en contiendas, que nada pueden ofrecer a sus dueños, resignados a trabajar en sus navíos hasta el fin de sus días.

Son los últimos diez mil que abandonan Sefarad. Ellos crearán una estirpe que se perpetuará en el devenir de los siglos hasta llegar a nuestros días. José, baja a la cala, donde viajan los más pobres, aquellos que no tienen recursos para pagarse un pasaje en la cubierta superior, o en la cámara misma como es el caso de su padre. En la proa del barco, observa como rasga el agua separándola como hiciese Moisés en el mar rojo, y deja que su mente divague en las cosas que podrá hacer en Estambul, sin el estorbo de leyes crueles que le coarten su iniciativa

Por el camino que conduce al castillo de la Concepción, llega un muchacho al que su tez oscura, y su cabello enroscado, delatan como hijo de Africa, aunque vista al modo de los cristianos. Es Mahmud, que ahora se llama Esteban. El monta en una mula, que sobrecarga cada día con las provisiones, que adquiere el conde por medio de su intendente en el pueblo que se extiende a la sombra de este. Viste un jubón de cuero que le regalase el día de su bautizo la señora doña Isabel, y bajo este una camisola, amarilla por el uso. Calzones de algodón marrones, anudados con un cinto de cuero negro, de los que su padre ya anciano, aun curte y repuja en su taller. El sabe del dolor de su amiga, la señora, y le trae lo que le pidió hace cinco días, cuando desde la costa, en una carroza negra, hecha de ébano, asistió a la partida de los judíos. Un fardo con su pedido, se balancea en la grupa de la mula, que paciente asciende por la pendiente que lleva al portón del castillo. Fustiga a la mula, sin castigarla en exceso, más como estímulo que le sirve para no desfallecer, mientras alza la vista para ver si ella, le espera.

Pero es doña Inés, el aya, quien le hace señas desde lo alto de una ventana que se abre al camino, en el que solo hay piedras sueltas, y polvo bajo el sol de mediodía. Dos soldados de áspera presencia le miran con aprecio, pues conocen su amistad con la señora, y saben que de él dependen el pan y el vino que tanto les gusta. Pronto el portón se levanta y el paso queda franco. Como un torbellino, la guardia le cerca, para ver que trae, y doña Inés se escabulle de entre ellos, para recoger lo que su señora espera. ¡Ay que les puede traer la muerte a ella, y a su padre!.

La algarabía que sucede a la llegada de Esteban, hace que don Rodrigo salga a la balconada que preside el patio de armas, para ver la razón de tal escándalo. Sonríe al ver como sus hombres ríen y cantan mientras se llevan a las cocinas los aprovisionamientos que llenarán sus estómagos de carne, pan y vino, devolviéndoles así la alegría. Un grupo de nubes acaba de aparecer en la lejanía, y la esperanza de que el agua haga aparición con ellas, se convierte en el tema de conversación de los moradores del castillo.

-Mi señora, aquí os ha traído ese joven…Esteban, lo que le solicitasteis. Aun estáis a tiempo de echaros atrás…no sé si debéis…

Mi fiel ayita, sois lo más parecido a una madre que nunca tuve, y no deseo involucraros en mis desventuras, que no se en que concluirán. Dejad que me lleve un recuerdo de vos, que almacenaré en mi alma, y en mi corazón, para siempre-llora el aya, con su cara entre las manos de doña Isabel-ahora ayudadme a cambiar mi aspecto, por el de un varón, que de no ser así no saldré del castillo.

-¡Ay hija mía! Que esto es un gran pecado, y no sé si el infierno será el pago a todo este vuestro esfuerzo. –Le dice mientras le sube los calzones y le mete la camisa en ellos-dejadme que os aconseje…

-Aya mía, no me deis más consejos, que son fardo pesado para este viaje, en el que solo la audacia, y el Dios del cielo, pueden servir de algo.-se ciñe los pechos con una banda de tela por encima de la camisa, a la que añade el jubón encima, atándolo con fuerza.-ahora, cortadme el cabello, que seré hombre y no podré lucirlo allá donde voy.

-No me pidáis eso mi señora, que lo he cepillado tantos años que un apéndice de mi cuerpo cortáis, y no del vuestro.

-¡Hacedlo! no me chistéis, que el tiempo es enemigo de quien lo pierde.-le muestra la melena que le llega por más abajo de la cintura.-Aquí tenéis le da un puñal con el filo acerado, y brillante.

Cerrando los ojos al principio, y con mano temblorosa, corta el primer mechón, para dejarlo caer al suelo donde una sábana lo recoge como ofrenda de ninfa. Cae la belleza de doña Isabel, en pro de una causa noble, que nadie conocerá. Y su aya, mira el envoltorio, con ojos recelosos, que sabe que es delito vestirse de hombre para una dama, que los reyes, y el Papa, lo prohíben por ser un gran pecado para las hembras hacer tal cosa. Esteban ha marchado, con regalos de los soldados a los que trae en secreto, lo que de él solicitan. De aquello que los navíos que comercian con los berberiscos, dejan en las costas de Levante. Ha abierto el aya con sus manos ajadas por la vejez, el paquete, mostrando el contenido, que no se atreve a tocar, al ver que es. Una coraza de turco, y piezas de armadura, de infiel, así como cimitarra con sus arneses, para ceñirla al cinto. Y túnica de guerrero musulmán que horroriza a la vista al aya.

Al ver la expresión de repulsión de su amada aya, decide explicarle el plan que en su mente ha concebido, a fin de tranquilizarle, y que lo trate de ver como ella lo hace.

-No es tan malo como vos creéis aya mía, que no es sino, un disfraz de moro, que llevaré encima de mis ropas de varón cristiano, para así pasar desapercibido entre los de infiel condición.

-¡Ay hija mía, que ya me habláis como si fuerais varón!¡que pérdida, para mí, que no tuve hijos, el ahora tener que despediros…

-Vamos, vamos,-le consuela con voz dulce y una sonrisa que le dice con ternura, lo mucho que la quiere.-que volveré con mi señor, y hablaremos de amor, y de batallas, como si este suceso terrible nunca hubiera tenido lugar.

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