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Las naves de la diáspora (parte 2)

Su padre se halla con el marqués, paseando por la playa en la que aun se ven despojos de los viajeros que dejaron como lastre en su forzado éxodo. Paquetes amarrados con cuerdas, utensilios de cocina, y algún arma que no se les permitió llevar consigo, jalonan el rastro que conduce a la mar.

Los dos hombres de armas, montan caballos de bella estampa, que trotan a lo largo de la playa, entre el sonido de las espadas que rebotan contra el muslo de sus dueños, y el sordo golpeteo de los cascos al contacto de la arena. Don Rodrigo se cubre los ojos con la mano, y mira hasta donde el horizonte se une con el mar. En lontananza, una vela se recorta agrandándose según avanza.

Un sacerdote de vientre grueso, corre veloz, entre los toscos centinelas, a pie para descender a la zona, en la que la arena se adueña del terreno, dirigiendo sus pasos con premura, y marcada precisión, hacia un punto concreto, en el que unas tablas se amontonan en confuso montón, de manera que no llaman la atención. Se agacha y las levanta una a una, hasta que ve lo que busca. Una bolsa de terciopelo rojo, anudada con tierno cuidado, que se encuentra casi cubierta por la arena y las algas. Mira en torno suyo, como temiendo ser descubierto, y la guarda entre sus hábitos marrones, para darse la vuelta, y correr de nuevo, esta vez en dirección al castillo en el que aguarda doña Isabel de Pechuán. Su paso de común torpe, se vierte en raudo caminar, jadeando, y murmurando entre dientes una maldición, para quienes no comprenden su pesada humanidad, que a su capacidad escapa aquel encargo.

De no ser doña Isabel la que de él necesita, que no hubiera de ceder a tan taimado deseo, de no ser que su alma estuviera en el trato. Ella le salvó de la cárcel cuando su eminencia don Martí de Sacrosanto le acusara, de inteligencia con los judíos, librándole de la tortura, y quién sabe si de la hoguera también. Y todo por dar cobijo a un sefardita, que de sed moría en medio de la playa, en la que no le embarcaron, por no dar la necesaria bolsa, y que dejaron a su suerte, cuando sus correligionarios partieron apresuradamente, en una noche sin luna.

Ahora que su alma pena, es menester devolverle el favor a la señora, para calmar su dolor, que el doncel que ella despide, ha dejado en sus manos, aquello que el atesora entre sus ropas.

En el castillo, se le abren las puertas, de par en par, y con el semblante enrojecido por el esfuerzo, asciende peldaño a peldaño, los escalones que le separan de su benefactora. Abre la puerta de los aposentos tras dar dos secos golpes contra ella, y encorvado, jadeante, ya punto de desfallecer, habla con la voz agotada.

—¡Ay mi señora, de no ser vos, hubiera desistido de este empeño en recuperar para vos, las palabras últimas de José Beckhat, vuestro amado. Las tropas de Castilla y de Aragón galopan hace cuatro días rumbo a sus feudos, y solo esto queda ya, de los que se fueron—le muestra una bolsa de terciopelo rojo, anudada con cordón de seda, y se la tiende.

Ella con mano temblorosa, toma de él, de su amado el adiós, y lo desenvuelve con torpeza y nerviosismo, para ver que entraña dentro de si aquel envoltorio. Un rollito de pergamino nuevo, y dos piedras rojas como sangre, caen en la palma de su mano, de dedos blancos y delgados. En la lengua de sus ancestros, José Beckhat, le confirma sus sentimientos, y no desespera de verla en tiempos en que pueda ser posible el regreso. Dos piedras rojas para que le sirvan como esclavas a su entendimiento.

Los ojos de doña Isabel, dejan resbalar su dolor en largos surcos de agua, que de sus lagrimales caen amargos como hiel que ha de beberse. Son segundos de dolor sereno, que no se borrarán, y alza la mirada a su aya, y con ella le solicita que no la abandone en momentos tan duros. Más doña Inés, saca por toda respuesta, de un armario, un saco de piel de ternera, pesado a la vista, y lo deja caer en medio de la pieza, con seco golpe. De él extrae calzones y jubón de varón, y una camisa grande, que se enfunda sin más.

—¿Acaso creía mi dueña, que sola habría de ir a tan terribles lugares, sin que yo siguiese sus pasos, como sombra de medianoche?. Esteban trajo anteayer, bajo amenaza de comunicarle a vuestro señor padre sus negocios con los soldados, que sin duda castigo le impusiera, ropa de hombre de armas, que adquirió en la medina de Granada, un comerciante al que le llegaron, los despojos de la toma.

Se le agrandan los ojos a doña Isabel, que sola pensaba huir, y don Javier de Soto, que se halla entrado en años, se acaricia la panza, sin dar crédito a lo que ve. Su señora, viste ropaje de varón y pelo corto, y ciñe al cinto, espada de soldado, con apariencia de mancebo. Mientras que doña Inés, se transforma ante su incrédula mirada, en hombre de armas, de fornido aspecto. Nada vio nunca igual, y le tiembla todo el cuerpo. Las dos damas, le piden que las lleve a su pequeña ermita, en lo alto del promontorio que da al escarpado risco por el que habrán de descender, en la noche, para embarcar en la galera de don Felipe de Leizo, siguiendo la singladura de la flota del sultán. Que se encarga el tal hombre con su tripulación, de la guardia y custodia de las costas de Cartagena, patrullando sus aguas cada dos semanas.

—Mis señoras, ¿Qué dirán los guardias si descubren la impostura?, esto que me pedís supera mi…mi…

—No os apuréis amigo mío—le tranquiliza doña Isabel, con voz dulce—que esta será la prueba de que nadie nos reconocerá ahí afuera. Y si ha de ser, que lo que el señor quiera, sea y suceda.

A pie, tras el clérigo, avanzan las dos mujeres, con la cabeza baja, y fardos a la espalda, fingiendo ser lo que desean se crea. Salen sin estorbos del castillo, bajando por el sendero que conduce a la explanada, abierta a la llanura que precede a los riscos, retrepados y orgullosos, que caen al mar en farallones de piedra, que las olas golpea.

El calor se hace patente, en toda su potencia, y reseca el suelo de piedra y polvo, que se les pega en costras al cuerpo, endureciéndolo, mientras suben por las empinados y pedregosos caminos en revueltas, alrededor del modesto edificio que es la ermita. Una cruz de hierro, señala el límite de los dominios de don Javier de Soto, desde que fuera ordenado como sacerdote del Señor, hace ya cuarenta inviernos. Con suspiros de alivio, se plantan en la meseta, que como cortada por manos de gigante, sostiene los cimientos de la edificación en la que reza y medita el fraile.

—Un poco más y me deshidrato doña Inés, tenemos que reflexionar y decidir el rumbo que habremos de tomar a partir de ahora. –dice con voz entrecortada doña Isabel, que acaba de iniciar el camino hacia el infierno del mundo real. Acostumbrada a las comodidades que le ofrece el castillo, se ve castigada por el calor pero libre al fin, de la servidumbre de ser quien no puede defender siquiera su causa. Desde este momento es un hombre, y ya no será más la mujer indefensa y frágil que fue antaño. Se mira los calzones que se le caen de flojos, y la cimitarra que se ciñe al cinto como un elemento extraño. Pero es doña Inés quien le hace notar que no engañaría a nadie con semejante aspecto de no ser que resultara ciego.

—Decidme padre Javier, ¿Qué es menester que se haga con tal de transformar mi aspecto por uno que sea viril y masculino? Que estoy dispuesta a sacrificar cuanto sea necesario con tal de parecer lo que necesito para ser el nuevo yo.

—Mirad mi niña, que antes de ser sacerdote, en tiempos en que los moros aun campaban a sus anchas por estas tierras, en las que vuestro padre guerreaba contra ellos, en las filas del rey don Fernando, yo mismo fui caballero, y manejaba la espada de tal forma y manera que era temido en el campo de batalla. Yo os enseñaré a ser hombre, y haré que vuestro rostro de mancebo mude por el de un varón curtido en las artes de la guerra, hasta parecer lo que nunca seréis.

—¡Ah eso si que no, ni hablar!—se rebela entonces doña Inés—ella es de noble estirpe, y de rancio abolengo su apellido, y no consentiré…

—Calla mi fiel aya, que lo que ofrece nuestro común amigo, del todo me place, y así ha de ser.—le toma de la mano al aya, para apaciguar su furia, que ya ha tenido que cortar de su cabeza el oro de sus cabellos y por no decir más, vestirla de varón, que desmerece su atuendo.

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