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1

Murat

Mis puños cerrados. Mis venas marcadas en mis antebrazos por la fuerza que hago al apretar mis manos mientras Eliana me fela el miembro duro y a punto de escupir todo mi semen en su boca. Mi cabeza descansa sobre el respaldo de mi sofá y mis muslos están siendo molestamente apresados por sus entrometidas manos.

Una de las mías va a su pelo y tira de él, cuando le lleno la boca de mi esperma y logro soltar un suspiro apenas audible, por mi liberación.

— Tienes que irte — es todo lo que digo entre dientes, mientras me levanto de entre sus manos y la dejo arrodillada en el suelo, limpiando sus labios de formas, estúpidamente seductora.

Como si eso me importara. Como si ella lo hiciera. Como si alguien me importara, en realidad.

Detesto hablar con gente que no me interesa en absoluto.

En realidad, detesto hablar con la raza humana. Me entiendo mejor con mi perro... Fury.

El es como yo. Un guerrero de la vida. Un exiliado de la paz y un sobreviviente de la muerte.

— ¿Por qué nunca me dejas quedarme un rato más?

La voz de la rubia me daba náuseas.

Detesto que me hagan preguntas idiotas, sobre todo cuando saben que no voy a responder.

— Sé que no te gusta hablar pero siempre es igual — ella seguía mientras yo me duchaba frente a su cara, el loft dejaba todo a la vista y ella desde el suelo, me veía en mi baño — incluso peor, en días como hoy. No dejas que me acerque antes de tus peleas.

La pregunta es... ¿Si ella sola se responde para que demonios me pregunta?

Y yo jamás, he dejado ni dejaré que ella o nadie, en realidad, se me acerque.

Seguí lavando mi cuerpo. Despojandome de su sudor.

Finalmente se convenció de que era su hora de irse y se largó, azotando la puerta del estudio que uso para follar, entrenar y llamar al diablo que llevo dentro, justo antes de mis peleas.

Hace años que no existo. Años que estoy en pedazos. Años que sus ojos me atormentan y me motivan a vencer cada round y años, que no siento más que furia.

Tengo treinta y ocho años y ni una sola enfermedad, que amenace con apagar mi vida.

Eso me enfada.

No me apetece vivir más. Deseo acabar con esta tortura, pero no voy a quitarme la vida, no soy un cobarde.

Lucho a diario contra Dios y lo reto, a ver si un día se mosquea y me manda a buscar.

Hace doce años, aprendí a saborear la libertad y no pienso volver a la cárcel nunca más, pero sí espero que un día, algún idiota me mate y me vuelva a hacer libre.... De mis demonios.

Terminé de ducharme, me puse mi ropa de combate y salí hacia mi casa.

Vestido de negro, hasta mi capucha. Odio los colores. Soy todo negro o gris. Asqueo el resto que colorea las vidas decadentes de los estúpidos mortales, que no saben más que de idioteces y paranoias. La vida se resume a los que la viven y los que fingen hacerlo.

Los que la viven, sufren y pasan de todo y nada demasiado bueno y los que fingen hacerlo, viven de apariencias que los vuelven adictos a sus propias mentiras de perfección inexistente.

No hay más que dos caminos. No hay más que dos colores. No hay más que dos sentidos. Todo se resume a lo bueno y lo malo.

Y en mi caso, todo se resume a lo malo.

Yo soy lo malo, soy furia.

Entrando por el garaje de mi casa, dejo la moto encendida. Entro le doy la comida a mi perro y sus ojos negros y su cola ídem, me agradecen con un amor que ni el mejor de los humanos podría profesar.

Tomo mis guantes, los de birrete dorado y me marcho.

El aire en mi cara, la adrenalina en mis venas y la sed de sangre me impulsan.

Pero esa sed es de mi propia sangre. El deseo de que alguien me drene de una maldita vez y aquellos ojos grises dejen de atormentarme.

Cada vez que llego al Coliseo, así se llama el asqueroso sitio en el que peleo en lo más profundo de los suburbios de Nueva York, siempre siento la misma repulsión inevitable pero insuficiente como para que no vuelva.

En el sótano, todos me saludan y  los entrenadores contrarios me observan, esperando ganar.

Más idiotas llenan mis iris. Kamikazes de mi furia.

Saben que no pierdo. Que no me gana ni dios y vienen a probarme una y otra vez.

Solo alimentan mis ganas de pelear.

Aquel día, hubo una diferencia... Los malditos ojos grises, no fueron un flashazo de mi mente en plena pelea, como siempre... Fueron una realidad de la vida, en mi presente.

Ella, estaba aquí.

Chloé

— De verdad Sofie, me quiero ir de aquí — mientras apretaba desesperadamente la mano de mi amiga, susurraba para que me oyera y razonara. Estábamos en peligro.

Desde pequeña he podido notar el peligro. Es casi un sentido aparte que tengo.

Me secuestraron cuando tenía tres años y desde ese maldito día, siento una presión en el pecho cuando estoy en riesgo, como en ningún otro momento.

Mis padres murieron ese día. Nunca supe porque aquel muchacho los mató. Solo estábamos de vacaciones en Turquía, ni siquiera recuerdo sus caras. No tengo fotos ni nada de ellos y eso, es algo que me entristece.

Veinte años viviendo con las monjas y sin memoria de mis padres.

Y ahora, después de tanto tiempo, siento la muerte acechándome.

— Tengo que verlo pelear Chloé, nos iremos enseguida. Por favor — ella tiraba de mi mano y entre tanta gente, de aspecto censurable logramos llegar a una esquina del ring.

Olor a tabaco, drogas y alcohol eran el aromatizante que repugnaba en el aire.

Gritos. Euforia. Calor y distorsionadas voces arañaban mi sistema auditivo.

Habíamos crecido en un hogar para huérfanos. Un hogar resguardado por monjas que adorabamos. Estuvimos juntas desde mis cinco años y los seis de Sofie, esperando a que nos adoptaran, cosa que nunca pasó.

Y hoy, justo hoy, que cumplían años de muertos mis padres, mi amiga me trae a perseguir a un tío que la tiene embelesada y enamorada, podría asegurar.

Alguien a mi lado me pisó un pie y ni siquiera se disculpó.

Era una rubia, que gritaba desaforada hacia los boxeadores y que me miró con cierto retintin...

Su vista volvió rápidamente hacia el ring y yo perseguí esa mirada, solo para encontrarme con un hombre que me pareció, la criatura más sangrienta que había visto en mi vida.

Alto. Pelo negro, fina barba, ojos verde aceituna, un cuerpo desnudo que nunca había visto, y sangre, mucha sangre que me daba miedo.

Aquel hombre peleaba con furia. Tanta furia que parecía una bestia ciega de odio.

Su oponente podía luchar muy poco, y los gritos lo motivaban a seguir haciendo más daño del que aquella bestia ya hacía.

En algún momento sus ojos conectaron con los míos y todo se derrumbó.

Sentí que me conocía. Que más bien, me reconocía.

Tan detenido se nos quedó el tiempo, que le lograron conectar el primer golpe de su noche y cayó, de rodillas, casi delante de mí.

Le dieron una patada en las costillas y por algún motivo que desconozco, mis ojos dejaron salir algunas lágrimas mientras su cuerpo rodaba por el suelo de patada en patada.

No se defendía. Solo me miraba.

Más gritos, algún llanto y muchos vitores que no hacían más que asustarme, me hicieron verlo, a punto de perder el conocimiento y le imploré, sin saber porque no a qué, pero funcionó.

Un por favor levántate leído por el en mis labios fue el detonante que activó su furia nuevamente.

Estirando una pierna, golpeó a su agresor y lo lanzó hacia la otra esquina. Apoyó sus manos sobre el suelo y levantó su cuerpo con un impulso, casi sobrehumano y lo ví, golpear sin descanso al otro competidor, dejándolo knockout en menos de lo que se esperaba y suponía.

Cuando quise mirar sus ojos nuevamente, un disparo y las sirenas de la policía se escucharon y todo se volvió caótico.

No supe de Sofie. Los gritos y los empujes de todos allí, nos separaron y me ví de pronto, corriendo por una oscura calle, siendo perseguida por una moto.

Mis pies ardían, de tanto correr y mis ojos de llorar asustada.

Me sentí perdida, cuando dicha moto derrapó delante de mí y aquellos ojos verdes, impactaron los míos nuevamente...

— ¡ Sube!...

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