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–Michelle, no puedes seguir perdiendo tu tiempo participando en estúpidos concursos de belleza –le dijo Arthur Fairchild a su hija de dieciochos años, luego de haber puesto su tableta sobre la mesita en la que también reposaba un vaso de whisky.
La muchacha de cabellos lisos, largos y castaños achinó sus azules ojos, meneó la cabeza y dijo:
–Papá, estoy aburrida de la misma rutina. ¿Cuándo vas a entender que ya no soy una niña chiquita y que puedo decidir sobre mis cosas?
La muchacha se encontraba de pie, a pocos pasos de la silla bronceadora de su padre, su bikini rojo aun escurriendo gotas de agua de la piscina.
–El día que puedas pagar por tu vivienda, tu comida y todos los lujos con que vives en esta casa –el hombre señaló la piscina y el yacusi ubicados a espaldas de su hija.
–Pero ni siquiera me dejas trabajar, ¿cómo esperas que pueda llegar a eso?
Michelle puso las palmas de las manos hacia arriba.
–En este momento tienes que concentrarte en estudiar, sacar las mejores calificaciones y cuando te gradúes como arquitecta, ya podrás pensar en cómo es que quieres malgastar tu tiempo, pero mientras vivas en esta casa, se hará lo que yo digo –dijo el hombre antes de ponerse de pie.
–En pocas palabras, estoy secuestrada por mi propio padre –Michelle subió el tono de voz a lo que su padre respondió con una bofetada, logrando un grito por parte de la muchacha que dio paso a un par de lágrimas que rodaron por sus mejillas.
–Ni tu abuso ni tus millones me van a doblegar –dijo Michelle entres sollozos.
–Toda la vida has sido una niña consentida, acostumbrada a privilegios, a tener lo mejor, a malgastar el dinero, ¿y crees que trabajando en cualquier lugar de comidas rápidas podrías vivir como lo has hecho hasta ahora?
–Todos mis amigos trabajan en algo, tienen su propio dinero y toman la mayoría de sus decisiones.
–Pero no son unos Fairchild, y tu rebeldía no puede manchar el nombre de nuestra familia –dijo el hombre de cincuenta y dos años, cabello castaño empezando a encanecer, y ojos azules como los de su hija.
–Al diablo con tus anacrónicos abolengos…
–Señorita, si no quieres que te vuelva a abofetear, guarda silencio y vete a tu habitación ahora mismo.
–¿Entonces me vas a golpear otra vez?
–Lo dices como si yo fuera el peor abusador, y sabes que todo lo hago por tu bien.
–Pues de alguna manera voy a conseguir dinero y me voy a largar de este lugar –dijo la muchacha antes de agarrar su toalla y marchar hacia el interior de la casa.
–Buena suerte con eso –alcanzó a decir el hombre, sin estar muy seguro si su hija había alcanzado a escuchar sus palabras, dado que sus movimientos y su caminar habían sido ágiles y veloces.
Michelle entró a su cuarto, se despojó de su traje de baño y se metió a la ducha debajo de la cual duró más de cinco minutos, disfrutando del agua caliente y pensando qué podría hacer para liberarse de su incomprensivo progenitor.
Recordó cómo, un par de años antes, su madre no se había aguantado más la forma como su padre manejaba todo a su antojo y había abandonado el hogar. Para Michelle no había sido un buen momento, pero entendía a su madre, pues era demasiado difícil vivir con un hombre acostumbrado a comportarse como lo haría cualquier dictador fascista de un país tercermundista.
Mantenía contacto con su madre, sabía que se encontraba en Salinas, California, viviendo con su , que llevaba una existencia feliz en medio de la estrechez, pues ni ella ni su enamorado de la adolescencia tenían buenos trabajos. Pero el vivir con pocos dólares no había sido motivo para que la señora no disfrutara plenamente de lo que su nueva vida le ofrecía. En varias ocasiones le había dicho que le gustaría verla en California, que era lo único que le hacía falta, pero le explicaba que le era imposible costearle el viaje. Su padre, en medio de sus rigideces y frustraciones, e influenciado por el abandono, no la había dejado viajar, como tampoco le había dado el dinero requerido. Michelle, sin el dinero suficiente para poder viajar, dado que su padre todo se lo compraba y era poco el dinero en efectivo que le daba, no podía esperar el día en que pudiese trabajar y ganar lo suficiente para adquirir un tiquete que la llevara a California.
Llegó Michelle a la conclusión que tendría que hacer algo radical, un cambio que le permitiera, no solo visitar a su madre, sino también lograr su independencia.
Sabía que, si lograba ganar el concurso de belleza de la universidad, obtendría el premio mayor de tres mil dólares. Creía que lo podría lograr, todas sus amistades se lo habían dicho. Sería un primer paso, pero no el primero, hacia su independencia.
Cerró la llave del agua, se secó y se vistió con un jean y un hoodie; puso algo de maquillaje en su rostro, bajó las escaleras, se acomodó los zapatos tenis, salió de la casa, se montó en su pequeño vehículo y partió rumbo a la universidad. No tenía tiempo que perder: era el último día en el que podría inscribirse en el concurso de belleza.
–Hola, Michelle –le dijo Dave, el muchacho con quien estaba saliendo desde hacía siete meses, cuando se lo encontró en el edificio de la facultad.
–Mi amor –dijo ella, poniendo sus brazos alrededor del cuello de Dave y dándole un pico en los labios–, ¿cómo vas hoy? ¿Me acompañas a inscribirme al concurso de belleza?
Dave subió su ceja izquierda.
–¿Al fin lo vas a hacer? ¿Qué dijo tu papá al respecto?
–No voy a esperar más a que ese señor me de permiso para vivir. ¿Me acompañas o no? –Michelle arrugó un cachete.
–Veo que te dijo que no…
–Es un maldito dictador –dijo ella–, no se lo aguanta ni su propia sombra.
–¿No habría consecuencias graves si lo desobedeces y te inscribes?
Michelle se encogió de hombros y dijo:
–No me importa, estoy decidida a independizarme, ya no me lo aguanto más.
–No lo puedo creer, la princesa que todo lo tiene está decidida a renunciar a su vida llena de lujos…
Michelle arrugó la frente antes de decir:
–¿Me vas a acompañar o no?
Cinco minutos después, Michelle se encontró firmando el documento que la acreditaba como participante del concurso de belleza, el cual se realizaría en dos semanas. Con una inmensa satisfacción, sabiendo que empezaba a dar sus primeros pasos en la búsqueda de su libertad, tomó a Dave por la mano, lo sacó del recinto y lo llevó hasta el exterior del edificio. No esperó a que el muchacho dijera nada, puso su mano derecha detrás del cuello y la izquierda alrededor de su cintura y lo besó como si el mundo se fuera a terminar en cuestión de horas.
–¡Wow! Hace rato no te sentía así… –dijo Dave cuando sus bocas dejaron de hacer contacto.
–Lo sé, pero es que estoy segura de que voy a ganar ese concurso, que los tres mil dólares serán míos y que empezaré a tomar mis propias decisiones.
–Magnífico –dijo Dave, sus manos puestas en la cintura de Michelle –pero no creo que sea conveniente que mantengas una guerra con tu papá, no olvides que te podría quitar muchos de tus privilegios.
–Al diablo los privilegios –dijo ella soltándose de su novio–, ya estoy cansada de ese estilo de vida, es casi como estar en una jaula de oro; todo lo tengo que hacer en secreto: decir que voy a estudiar donde una amiga para poder asistir a una fiesta, inventar que tengo clases para poder verme contigo…
–Pero tienes un auto europeo último modelo, la mejor ropa, una casa de película, has viajado por todo el mundo…
–¿Y qué pasa?
–No estás lista para perder todo eso, para vivir preocupada por el pago de la renta, de la matrícula de universidad, de la comida…
–Muchos lo hacen, ¿por qué yo no podría?
–Porque los que lo hacen crecieron acostumbrados a eso, en cambio a ti nunca te ha faltado absolutamente nada.
–Sí me ha faltado mucho, especialmente la libertad de poder hacer lo que yo quiero. Y no estoy hablando de cosas locas o peligrosas, hablo de cosas normales, las que todo el mundo hace.
Dave se rascó la cabeza y dijo:
–¿Y qué es lo que exactamente quieres hacer, si es que te ganas ese concurso?
–Me voy a ir de casa –Michelle sonrió ampliamente.
Dave sacudió la cabeza lentamente y arrugó los labios.
–Estás loca, totalmente loca. Creo que no sobrevivirías ni una semana.
–Eso está por verse –dijo ella sin perder la sonrisa.