Capítulo 5
Mi hombro estaba ardiendo cuando desperté. El cuerpo me dolía y el brillo de la tenue fogata parecía querer traer el alivio consigo. Desde entonces no he visto a Freya, desapareció como Vidar, pero con ausencia del rayo. Mi pecho está descubierto y un menjurje de hierbas cubre la herida del hombro que se halla templada, sin siquiera despedir ardor. Ella sola construyó una clase de refugio; el techo es de ramas amarradas con hojas, las suficientes para amortiguar la lluvia. Me gustaría saber cómo me trajo aquí mientras estaba inconsciente, si me arrastro o me cargo.
El Valhalla es el salón de los caídos, que se halla en Asgard, la ciudad de Odín. Aquellos que se quedan ahí son elegidos por él, en cambio, los que no, se irían al Fólkvangr. Mi padre muchas veces me dijo que si me comportaba mal iría a el Fólkvangr, que era el lugar de residencia de Freya, la madre de mi mentora. Pero no lo hacía con ánimos de ofenderme, sino de humillarme, pues la morada que da Odín, para él, es mucho mejor. La mitad de los muertos fallecidos en combate son guiados por las valquirias hacia el Valhalla, en este, los difuntos se reúnen con otros. Según lo que dicen muchos, se preparan para ayudar al dios mayor en el Ragnarök.
Mi lengua clama por un poco de agua, y los pensamientos parecen trabajar con más intensidad. Freya, la madre de la mujer que me ha acogido, era muy venerada hasta su fatídica muerte. Se desvaneció en batalla según los cuentos que muchos oyeron, pero por la mirada de ira por parte de su hija cuando combatió con Vidar, decía todo lo contrario. La diosa de la guerra no murió así, fue por algo más grave, pues mi entrenadora ansía la venganza.
Suspiro al ver la susodicha aparecer. Ya no tiene los harapos cubriendo su cuerpo, ahora es una clase de armadura tallada en varias plumas blancas con ciertas runas. Su cabello está suelto y su semblante despide poder en toda su gloria.
—¿Dónde conseguiste eso?
Se arrodilla a mi lado, las cadenas en sus antebrazos parecen más finas que antes y la falda tachonada es dorada, el color que los dioses suelen mantener en sus ropas de batalla.
—He encontrado al herrero de los dioses.
—¿Syl? —susurro con sorpresa.
Asiente. Los luceros que trae como ojos muelen los míos.
—Le debía un favor a mi madre, este blindaje pertenecía a ella, se lo entregó a él y le ordenó que lo guardara para mí.
—Freya…
—Llámame Ariana, así solía llamarme Freya para no tener confusiones, dado que ambas poseemos el mismo nombre.
Trago saliva. Suplanta el ungüento con trapos mojados en aguas de hiervas curativas, no muestro ningún ápice de dolor, puesto que no lo tengo ahora, estoy entumecido, como si mis nervios estuvieran dormidos.
—Lo entiendo. Si hallaste a Syl, creo que también al troll.
—No. Aún falta mucho para llegar a las cuevas donde descansa; Syl es un herrero que cambia mucho de establecimiento, es un viajero cotorro. Me reconoció al verme luchando contigo para traerte hasta aquí, de hecho, me ayudó en llevarte. Perdiste mucha sangre, gracias a él ahora me hablas, o si no estaría siendo comida para los gusanos.
—¿Qué tiene ese troll que llama tanto tu interés?
Su quijada se mueve al alejarse. Se sienta con las piernas cruzadas, sin mirarme. No insisto. No me dará alguna respuesta. Me doy el lujo de verla mejor, la belleza que tiene la asemeja mucho con su madre, Freya. La única diferencia es el color de cabello, el de la diosa guerrera era similar al fuego. Parecen gemelas.
Junto los párpados. No sé cómo explicar con exactitud el arrebato que me dio al verla rastreando aquellas huellas en la nieve, tal vez es porque vi la aventura en su cara que me hizo pedirle entre clemencias que me dejara seguirla. Jamás se me pasó por la mente que ella fuese un ser de tanta magnitud: descendiente de una deidad y un asesino a sangre fría. Su padre es un foráneo, no pertenece a estas tierras, vive más allá, cruzando el vástago mar… un lugar extraño.
Ojalá en esta travesía pueda conocer mejor a Ariana y quién es su padre en realidad.
✹✹✹
La sombría noche atenaza al día con fiereza. El tiempo ha pasado con celeridad y ahora los guijarros exclaman su canto, al igual que las luciérnagas que medio iluminan la oscuridad que nos rodea. La fogata se ha ido desvaneciendo con cada minuto que pasa mientras Ariana sigue en aquella posición de piernas cruzadas. No se inmuta de las ojeadas que le he dado ni con las muecas que he creado.
—Dime algo, Óláfr, ¿crees en los dioses?
Pestañeo, incrédulo.
—Sí.
—¿Sin importar que solo se amen a ellos mismos?
—Ellos también nos aman —resoplo.
Su nariz se frunce y la primera mueca desde el anochecer, aparece.
—Si tanto nos aman, ¿por qué no oyen las súplicas de sus súbditos? —Se levanta para observar a fuera—. La vida de los hombres no es nada para los dioses —cita de nuevo.
—¿Cómo puedes blasfemar de ese modo?
La mirada glacial que me otorga me deja anonadado, nunca había visto tanto odio como ese.
—Los dioses son crueles y arrogantes.
Endurezco la mordida, otra vez tiene la razón. Nunca oyeron las súplicas cuando había guerras, muertes innecesarios y asesinatos por seres avaros de poder.
—Nunca te fíes de ellos, porque al final te darán tristeza y rencor.
Se agacha, dejándome con las palabras en la boca cuando me extiende un carcaj que rebosa de agudas flechas junto a un arco terminado en metal.
—Mañana a primera hora del amanecer irás a cazar.
Recibo el arma curvada, el hilo en preciso y muy flexible. Aprieto los dientes al recordar a padre intentando defenderse del guerrero que lo asesinó, fue muy lento cuando lanzó la flecha envenenada.
—Chico. —La miro—. No dejes que los recuerdos te devoren, debes ser más fuerte que ellos.
—Lo siento, me es inevitable el traer a mi mente tan crueles memorias.
—Pronto podrás disuadirlas, no te dejes llevar por la amargura y la venganza, te nublarán y te harán actuar como aquellos seres que veremos en nuestro camino.
Asiento. Vuelve a ver el cielo jocoso, sé que está midiendo si lloverá o no.
—Menos mal estamos en un área exento de peligro —murmuro, atraigo su interés en un dos por tres.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el sonido, es tranquilo, suave… desprende paz.
—No lo sientas así del todo. Tras la paz siempre estará la violencia.
Muerdo el interior de mi labio, un poco ausente. Ella ha preferido darme la comodidad, es decir, dormirá en el suelo y yo sobre lonas. Se supone que yo no debería valerle nada.
—¿Cómo tienes tanto conocimiento? —inquiero, de ese modo disuado mi cabeza con sus cavilaciones.
—Por Einar —contesta, seria.
—¿Einar?
Sacude su cabeza en afirmación.
—Mi padre.
Frunzo las cejas, ese nombre es propio de aquí, más no del todo. Ese hombre no pertenece a estas tierras.
—¿Ese es su nombre?
Sus pupilas se agrandan, un signo extraño.
—El nombre que decidió tener en el momento que piso este lugar.
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Haces muchas preguntas, chico —masculla.
Cruza sus brazos antes de volverse y sentarse de nuevo a mi lado, se acobija con aquella piel que siempre permanece en sus hombros.
—Descansa.
—No puedo.
Tensa la mordida. Se acomoda de medio lado, a espaldas.
—Inténtalo, si no descansas lo suficiente mañana no serás apto para cazar. Además, las heridas que tienes necesitan un buen descanso.
Acomodo mi cabeza en mi brazo, la carne abierta ya no exuda dolor. Cierro los ojos, dejándome llevar por sus palabras. Ariana —o Freya— es un verdadero enigma que me gustaría conocer con más profundidad.