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5

Llegó a casa. Ésta quedaba en la mejor zona residencial de Trinidad, la más grande, la mejor fachada, la que por lo general tenía estacionado al frente algún campero de último modelo. Nadie sabía del infierno que se vivía puertas adentro.

Aminoró el paso cuando vio a García salir y mirarla como una vieja ave de rapiña, y, detrás de él, a su padre. Estaba en problemas.

—¿Dónde andabas? —preguntó Antonio en lo que pareció más bien un ladrido encaminándose al asiento de atrás del campero. Vanesa se sobresaltó al escucharlo, como si la hubiese pillado haciendo algo malo, cuando lo único que había hecho era pensar en el desconocido.

—E... estaba en casa de Elisabeth.

—¿Sola?

—Papá. Tengo diecinueve años.

—¿Y eso qué?

—Estamos aquí, en Trinidad, todos me conocen y todos te conocen... —su voz se fue apagando hasta que quedó en silencio.

Antonio la miró con ojos entrecerrados y juntando sus gruesas cejas ya canosas como si no se pudiese creer que ella le estuviese contestando. No le gustaba para nada que su hija caminara sola por allí, a ninguna hora del día. Para eso debía llevar a alguien del servicio, o a su madre; Vanesa lo sabía muy bien.

La miró de arriba abajo. Ella llevaba una blusa blanca de mangas cortas y una falda floreada que le llegaba apenas a las rodillas, pero seguramente, según él, iba muy descubierta.

—Tendré que hablar con Cloe; está dejando que compres ropa muy descarada. Usted, señorita, es una mujer decente, respetable. No puede andar por allí sola ni tan... mal vestida, no me gusta.

—Sí, señor –respondió ella, sumisa. Desde hacía mucho tiempo sabía que no valía la pena discutir con su padre, aunque a veces su vena terca sobresaliera.

—Además –siguió Antonio, haciendo que su bigote se moviera de manera curiosa con cada palabra que decía—, tiene mucho que hacer dentro de casa. Su mamá la necesita y seguro que me dejó el despacho abandonado. Una señorita no anda por la calle cuando en casa hay tanto oficio. ¡Éntrese!

Vanesa hizo caso, y se ubicó en el lado interior de la reja que rodeaba su casa, su cárcel. Vio a su padre, un poco panzón, dar órdenes a sus hombres y subir al campero. Luego salieron todos dejando apenas una nube de polvo.

Vanesa entró cabizbaja a su casa. Toda la diversión que había tenido en casa de su amiga, y luego la emoción de haber conocido a ese hombre guapo se había esfumado de un momento a otro. Así era su vida.

Era muy probable que no lo volviera a ver, pues nunca lo había visto en Trinidad. La gente que venía al pueblo nunca solía quedarse por mucho tiempo, así que era muy posible que él estuviera de paso. Y en el remoto caso de que se lo volviera a encontrar, jamás podría acercársele y tener una conversación normal con él.

Suspiró desalentada y se metió en la casa. Era una lástima. Esa era una cara que le hubiese gustado ver más a menudo... todos los días si era posible.

Sonrió de nuevo pensando en lo loco de su deseo y se dirigió al despacho de su padre, donde solía estar el tiempo que no pasaba encerrada en su habitación.

Su casa es espaciosa y llena de patios para bajar las altas temperaturas de una forma u otra, generalmente en los llanos orientales. Calor durante el día, calor en la noche, sol brillante todos los días del año; por lo que a menudo hay cámaras de aire en las casas que se pueden ventilar.

Se sentó en la pequeña mesa que estaba en la mesa grande de su padre, todavía pensando en los ojos claros de otra persona.

Actúa con rebeldía y lo sabe, pero honestamente piensa que las mujeres más jóvenes que él hacen cosas peores y viven más. Robó sólo unos pocos momentos de alegría en la vida. ¿Qué está mal con eso?

Creyendo que tenía tanta suerte de que su padre no pudiera leer ni escuchar sus pensamientos, comenzó a organizar una montaña de papeles y documentos que estaban sobre el escritorio de su padre. Elisabeth le dice que es Blancanieves, pero él cree que es Cenicienta.

Necesitaba reencontrarse, pensó Cristian Manuel. De todas formas. No se había quitado de la cabeza ese hermoso rostro con unos ojos tan brillantes y una piel tan tersa. Los dedos de su mano querían tocarla.

Pero él se niega a decirle su nombre, tal vez pretende ser interesante y se une a él en el juego. Ahora que quiere jugar, jugarán, él mismo determinará las reglas.

Miró con las manos la imagen de una mujer de cabello negro, ojos brillantes y labios divertidos. Lo recortó tan bien en su mente que pudo pintarlo.

Desde muy joven se le dio muy bien la pintura, que era un don que le sirvió mucho durante sus estudios universitarios y no tenía dinero. Tomaba fotografías de los transeúntes y le pagaban bien.

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