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Capítulo 5

Ocho horas con treinta y dos minutos es lo que ha durado nuestro vuelo del aeropuerto JFK, al aeropuerto de Alberta, Canadá. Salimos a las nueve de la noche y aquí ya son las cinco de la mañana. Para la suerte de Charles y Patrick, salieron a tiempo de sus pruebas para acompañarnos. No he dormido casi, tal vez solo tres horas, porque despertaba, jugaba con mi teléfono y volvía a dormir. Ya me volví adicta a Logo Quiz, le doy gracias a Matthew por ayudarme con las marcas internacionales que no conocía.

El frío ya comienza a rozar mi piel, ya estamos cerca de aterrizar.

— ¿Desea más café? —Me ofrece Louisa.

—No, gracias.

Dejo mi teléfono y me pongo a admirar a mi posesivo y sexy empresario trabajando en los últimos negocios de la empresa en subasta de Alexander Grant. Aun me dan escalofríos pensar en ese tipo que tenía algo mal conectado en su cerebro.

— ¿Necesitas ayuda? —me acerco a su asiento.

—Por el momento no, preciosa.

Me siento a su lado rozando con mi muslo su brazo. Sonríe por algún motivo.

—Entonces, tú no quisiste ser un Amo BDSM.

Deja de escribir en su laptop y me mira con interés. Sus ojos pierden por un momento ese brillo de tranquilidad. Bien, bien, admitiré: tal vez metí la pata, pero él tiene la culpa por mantenerse tantos secretos juntos.

— ¿Eso es una pregunta?

—No, solo estaba sopesando de nuevo lo del llavero.

Me sienta sobre sus piernas y pasa sus delicados dedos por mi nuca, acariciando suavemente.

—Así es.

Lo miro con atención.

— ¿Por qué no te llamó la atención todo el mundo del BDSM?

—Bueno, acerca de los azotes, dolor físico, la humillación... Nunca me ha agradado, así que me fui por algo sencillo para tener el control. Sí hubiera entrado en el mundo BDSM, sí alguien más lograba conocer lo que hacía... Pensaría que estaba loco. Las mujeres no merecen ser tratadas así, golpeadas, no comprendo que tiene que ver el placer con el dolor, al menos, respeto a los que sí puedan entenderla.

Me impresiona su forma de hablar. No le agrada esa parte del BDSM, y tiene mucha razón acerca de los golpes. Las mujeres no deben ser tratadas como si solo pudieran obedecer siendo golpeadas. No son niñas pequeñas.

— ¿Elsa tuvo algo que ver con el... BDSM?

Es difícil volver a preguntar por esa bruja de los mil demonios.

—Bueno... Decidió cambiar un poco cuando me conoció, pero no quiero seguir con esto.

Estoy más que de acuerdo. Mis dientes comienzan a castañear de frío; las manos de Matthew son cálidas y recorren mis brazos, produciendo un ligero calor. Sí Elsa practicaba alguna de las disciplinas BDSM, ¿Matthew habrá experimentado solo un poco con esa forma de placer? Elsa no... puede... Mejor dejaré de pensar en esas malditas siglas.

—Estás temblando—murmura.

—Iré por mi suéter.

Hace como cuatro años que no sentía un frío tan intenso como este, tanto, que ya me duelen los huesos de las manos. No traje mucha ropa para el clima invernal, pero supongo que el hotel que nos hospedaremos habrá mucha más calefacción suficiente para veinte personas en una habitación. Ya cerca de la cinco y media de la mañana, el Jet aterriza en la pista del aeropuerto.

Cuando bajo, me quedo maravillada con la vista de más de seis montañas nevadas a nuestro alrededor, cielo totalmente nuboso, pero con las primeras luces del sol saliendo. Saco la cámara de mi neceser y tomo varias fotos.

— ¿Canadá es de tu agrado, nena? —dice mientras ayuda a Charles a subir las maletas al auto.

—Es hermoso. Me imagine diferente este lugar... ¿En dónde nos hospedaremos?

Alza una ceja sonriendo.

— ¿Hospedarnos? —suelta unas risitas bastante burlonas.

¿Dije algo gracioso? Me puse colorada.

—No me digas que piensas a campar en la montaña—contesto, aterrada.

Suelta una risotada más fuerte.

—Claro que no, eso sería muy loco además de que moriríamos en menos de tres horas—se contiene de reírse y sigue hablando—: tengo una casa aquí.

¿Mis orejas se congelaron o es cierto lo que acabo de oír? Lo sigo al auto como zombi y subo. Llevo dos pares de guantes y dos de calcetines. No sabía que Matthew me había comprado unas botas especiales para el frío y de momento, no me están ayudando en nada.

— ¿Una casa? —reacciono diez minutos después de estar viajando por una carretera casi cubierta en su totalidad de espesa nieve.

—La compre hace dos años, cuando me gusto esquiar aquí. La nieve es muy diferente a la de Estados Unidos.

¿Qué más hace este hombre? ¿Volar? ¿Ser un súper héroe en otro planeta? Eso es ridículo. "Querido, ¿me das un golpe en la cabeza?"

—Te enseñaré a esquiar—toma mi mano y besa mis nudillos... Si, por encima de los guantes.

Él va más libre; solo lleva una chaqueta y un par de vaqueros. Pareciera que resiste más a esta temperatura, y eso, que Patrick ha puesto la calefacción del auto y yo sigo temblando como perrito chihuahua con escalofríos. Pasamos por unas montañas hacia la primera interestatal que nos lleva a la ciudad. Un bosque cubre el primer plano a la entrada de esta, con los árboles blancos, altos y aun así, frondosos con sus hojas. Los pinos lucen mucho mejor.

—No estas acostumbrada a este clima, eh—me abraza, cubriéndome entre sus fuertes brazos.

Lo bueno del frío es que olvido que me desvelé... Un ligero alivio del calor de Matthew me tranquiliza.

— ¿Aún falta mucho? —pregunto.

—Ya casi. Tranquila, cuando llegues a casa será mejor.

La seguridad que siento en estos momentos no tiene precio; no quiero apartarme de él, es como el oxígeno que necesito para vivir. Cursi o no, es la pura verdad. Quién lo diría, tiene una casa en Canadá.

—Mira, ya llegamos.

Levanto la mirada para echar un vistazo. Vamos por el camino de una imponente casa, con techos puntiagudos y varios ventanales de gran tamaño al frente de ella; en la fachada tiene combinaciones de ladrillado y madera color nogal. El jardín está decorado por un pequeño sendero de piedras oscuras y claras, lo más abundante ahí son los pinos y creo ver más allá una piscina.

— ¡Woah! —exclamo encantada.

—Nuestra casa en Canadá—me besa la sien.

La mañana cada vez más se va haciendo clara. Salgo del auto, embobada con la fachada de la casa. En la puerta principal hay una señora entre los 50 y 60 años, de cabello largo, castaño con pocos rizos.

— ¿Ella quién es? —preguntó en voz baja.

—La empleada de la casa aquí en Alberta. Es la señora Kazanjian, cuida de la casa cuando no estoy.

Ladeo la cabeza.

—Me sorprendes—le digo.

— ¿Por qué? No puedo hacer que Claire viaje aquí solo porque también es empleada doméstica.

Oh, sí claro, que "bien" se vería Claire viajando a diario 16 horas solo por mantener una casa en otro país. Cuando caminamos hacia la entrada, la señora Kazanjian nos recibe con un fuerte abrazo.

—Bienvenidos sean—nos dice con una enorme sonrisa.

Me pregunto si será de los canadienses que también hablan francés. En fin, se retira hacia la cocina y nos deja el camino libre para entrar. El aroma a bosques de pino y manzana-canela se combinan maravillosamente en un aroma irresistible. Aquí adentro ya se ha extinguido el frío.

— ¡Elizabeth! —grita alguien.

Reconozco ese grito de emoción; me giro a mi izquierda en donde visualizo a Lorraine bajando las escaleras con Miranda a toda velocidad. ¿Qué hacen aquí?

— ¡Feliz cumpleaños! —me abrazan las dos.

Miro a Matthew mientras me aprietan entre abrazos, me lanzan miradas y dan grititos cerca de mi oído, él tiene las manos en los bolsillos traseros del pantalón, con una sonrisa que lo delata todo.

—Hola—logro articular.

— ¿No dormiste, cierto? —me chasquea la lengua Miranda.

—Un viaje de ocho horas hicieron que me volviera adicta a mi celular—bromeo.

Una vez más me abrazan y se apartan saltando como conejos a un salón con vistas al... Podría llamarse jardín.

—Las trajiste—me acerco a él para rodearle el cuello con los brazos.

—Aún faltan invitados—admite.

¿Más? Emm, tal vez se refiera a sus padres. Roza mi nariz con la suya y me da un suave beso en los labios, despertando en mí a mil por hora las sensaciones más oscuras que pueda sentir. Caminamos hacia el salón en donde Miranda canta a capela una canción que no conozco. La sala es color rojo tinto oscuro, hay un precioso piano blanco y en algunas cuantas paredes se encuentran marcos para fotos, pero están vacías. Por otra puerta a la derecha está un enorme comedor de madera de roble con un llamativo jarrón de porcelana azul con flores campánulas de color lila. También aquí hay vista hacia las montañas características de... Este pueblo.

— ¿Cómo se llama este pueblo? —recuerdo preguntar.

—Canmore—me acaricia la mejilla.

Me encanta este lugar, es mucho más que hermoso. Cuando regreso mis ojos a esta mirada que me desarma, veo que me observa con amor.

— ¿Qué? —pregunto—. ¿Tengo algo en la cara?

—No, solo que estaba viendo lo preciosa que eres.

Su mano sigue en mi mejilla; con el pulgar me acaricia lentamente y con la otra, la pasa por mi cintura para acercarme a su cuerpo.

—Nunca creí que fuera a compartir esta casa con mi esposa.

Oh.

—Pensaba que siempre iba estar encerrado en mi propio mundo de miedos, mi lado oscuro atormentándome... no creía en encontrar a alguien que realmente me amara.

—Gracias por creer—me pongo de puntillas para alcanzar a besarlo.

Sus ojos son risueños, hermosos, como la luz de la luna, si al menos así se podría decir. Cuando finalizo el beso, es porque no aguanto más las chamarras y los dos pares de guantes. Ahora siento calor.

— ¿Lista para disfrutar de tu cumpleaños? —pregunta con cariño.

—Contigo, siempre, pero primero quiero conocer tu...

—Nuestra casa—me corrige.

Claro, claro, no es difícil acostumbrarme a esta vida, de lujos y demás excesos. Le sonrío tranquila.

Continuamos por nuestro recorrido; también hay un enorme estudio de televisión, las escaleras que dan al segundo piso son estilo contemporáneo, de madera gruesa del mismo color nogal de la casa. Arriba nos esperan siete habitaciones y en el piso siguiente solo una, pero de mayor tamaño.

—La suite matrimonial—me dice al oído.

Doy un paso adelante, pero me detiene.

—Aun no has saludado a todos los invitados.

Bueno, puedo esperar. Cuando bajamos al segundo piso, por poco lloro de la felicidad al ver a George bajando por las escaleras.

— ¡Papá! —corro directo a él.

—Eli, ¡hola! —me rodea entre sus brazos.

Esta aquí, oh, está aquí.

— ¿Cómo llegaste? —me enjugo las pocas lagrimas que se derramaron por mis ojos.

—Matthew pago el vuelo—levanta el dedo pulgar a mi esposo.

— ¡Elizabeth! —llega Emma.

¡También mamá!

— ¡Mamá! Oh, ¡están aquí!

Los había echado mucho de menos.

—Feliz cumpleaños—me dicen los dos.

Comienzo por llorar más.

—Los extrañe mucho—bajo la mirada.

—Nosotros también—contesta George—. ¿Qué tal su luna de miel?

Sonrío entre lágrimas.

—Muy bien—me sonrojo un poco.

Todos bajamos al primer piso y para más sorpresas en este día, están Miranda, Lorraine, Steve, Evangeline y Daniel. Todos aquí por mi cumpleaños. Saludo de nuevo a cada uno y comienzan con la tradicional canción de Happy Birthday. Matthew me rodea la cintura y él me canta bajito al oído. Canta muy bonito.

—Gracias—sonrío tímidamente.

La señora Kazanjian nos invita a pasar al comedor, para el primer desayuno. En la sala no me había dado cuenta de que había una chimenea.

— ¿Por qué hiciste esto? —le murmuro a Matthew.

— ¿Por qué hice qué cosa? Hmm, porque te amo.

Pone su mano en mi rodilla por debajo de la mesa.

—Eres tan dulce—le beso la mejilla.

Como una verdadera familia, bromeamos, platicamos, intercambiamos miradas, comemos los famosos omellets de Canadá. Estos tienen un toque de jalapeño y un diferente y peculiar sabor. Cuando entre ellos están hablando, los admiro como sí yo no estuviera presente, felices, compartiendo sonrisas. Observo a Matthew, su personalidad ha cambiado mucho durante todo este tiempo y la sombra de tristeza que marcaba su cara, ha desaparecido.

—Estás cansada—dice limpiándose la boca.

—Un poco.

Bostezo discretamente.

—Vamos a nuestra habitación.

Claro, para dormir un poco. Nos retiramos y prometemos volver en unas horas. Matthew me carga en brazos, yo le rodeo la cintura con las piernas y subimos. No hace la mínima queja al ascender. Decido besarlo, sentir el calor de sus húmedos y suaves labios sobre los míos.

—Elizabeth, vas a hacer que pierda el control—murmura entre jadeos.

La suite matrimonial es enorme. Una cama King size con edredones color crema, unos mini sofás marrones con una tele de alta definición tomando mayor espacio de la pared en esa área; un tocador color caoba estilo clásico. El balcón, la chimenea propia y quien sabe cómo sea el baño, me dejan pasmada. Con mucha delicadeza me deja sobre la cama.

—Duerme, cielo—me besa la frente.

—No dormiré—me abrazo a mis piernas.

Frunce el ceño.

— ¿No quieres estar sola? Bien, me quedaré hasta que te quedes dormida.

—No dormiré hasta que te ocupes de mí en esta cama.

Yo misma me ruborizo de mis propias palabras.

—Hablo en serio—lo miro a través de mis pestañas.

Desvía un momento la mirada, con una sonrisa sexy que me deja sin aliento una vez más.

—Está bien—sube conmigo. Me toma por las mulecas de las manos y las coloca encima de mi cabeza—. Te aseguro que no tendrás frío.

Me muerdo el labio.

—Di que eres mía—posa sus labios en mi cuello.

Tardo cinco segundos en obedecerlo.

—Soy tuya.

—Me encantas, me encantas demasiado.

Se quita la camisa y se baja la bragueta del pantalón. Continuo con mis manos en donde mismo, admirándolo. En los próximos minutos tendré dulces sueños.

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