Capítulo 5
Sara
Debo decir que hoy es un día un tanto más alegre. Y si, es raro que en un sitio como este pueda serlo, pero... me han desatado por fin. Me han analizado, me han hecho mil pruebas y, por fin, han creído que no voy a volver a intentarlo. Apenas han pasado unos días desde que decidí hacer algo como eso, y no me atrevo ni a decirlo en voz alta ni siquiera a pensarlo, aunque sí es cierto que sigo creyendo que tenía razones para ello.
Sigo sin pronunciar ni una sola palabra, el médico que se ha encargado de mí hasta el día de hoy cada día es peor, cada vez me trata más como un objeto y menos como a una paciente.
Entra a mi habitación, mira sus papeles, después levanta su mirada fría hacia mí y, sin ni siquiera hablarme se marcha de nuevo. Son diez minutos diarios que he acabado odiando.
También vienen enfermeras, esas chicas apenas tienen unos años más que yo, pero al igual que el médico, se limitan a hacer su trabajo cambiando mis sábanas y, cuando estaba atada, ayudándome a asearme. Después, también se van.
Y bueno, hay un enfermero bastante majo, hasta me dijo su nombre: Héctor. Es el único que se dirige de una forma distinta a mí.
Aun así, estoy mejor sola, lo he comprobado. Nadie ha venido a verme por el momento, y, aunque no tenía demasiadas personas, sí pensé que alguno de mis tíos me visitaría, o al menos mis tres mejores amigas o mi novio David. Tampoco sé si no han venido porque no han querido o la opción que es más probable, no les hayan dejado. Ahora se supone que estoy loca, así lo han deducido.
Yo, simplemente, me dejo hacer pruebas, me dejo limpiar. Solo escribo y duermo, y bueno, a veces como algo, aunque apenas tengo apetito, parece que todo lo que vaya a meterme a la boca vaya a sentarme mal.
A veces pienso que sería mejor hablar, pero luego cambio de opinión, no quiero abrirme ni confiar en ninguna de las personas que hay ahora mismo a mí alrededor.
¿Qué tendría de bueno mejorar mi estado? Salir de aquí, si, e ir, ¿dónde? Por mucho que pienso, no hay un sitio para mí fuera.
Aquí encerrada veo pasar las horas mientras recuerdo a papá y a mamá, mientras pienso en mi pequeño hermano y su balón, o sus coches teledirigidos con los que me pillaba los pies cada vez que estaba distraída. A mi padre le hacía reír, mi madre le reñía, pero no servía de mucho, ya que al siguiente día volvía a hacerlo, escondido bajo la mesa de la cocina y con esa preciosa y dulce sonrisa que ya no voy a volver a ver.
Siempre nos decían que éramos idénticos, que jamás podríamos negar que somos hermanos. Nuestro pelo oscuro, casi negro. Nuestros grandes ojos verdes que siempre parecen atentos a todo, que expresaban lo que no nos atrevíamos a decir. Nuestra piel tan blanca que nos hacía quemarnos con el sol cada verano que íbamos a la playa, aunque mamá nos embadurnara de crema. Incluso en carácter, decidido de ambos.
¿Quién me iba a decir que cambiarían tanto las cosas en tan poco tiempo, en tan solo un segundo?