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Bésame

— ¡Oiga, señorita…!

El escolta que acompañaba a Albert se acercó con la intención de quitársela de encima, pues no era la primera vez que una mujer se le lanzaba en los brazos a su jefe, molestándolo.

Pero en esta ocasión Albert levantó la mano en un rápido movimiento, indicándole que se detuviera.

La joven seguía observándolo, parecía no haber notado al escolta o estar ignorándolo por completo, ella solo miraba fijamente a Albert.

Los ojos de aquella hermosa jovencita se habían convertido un pozo azul en el que Albert podría hundirse, se veían apenas cristalizados, lo que le daba un brillo especial.

Las mejillas sonrojadas de ella le daban a entender que sentía vergüenza, sin embargo, por la forma en que ella se aferraba a su cuerpo, se podía sentir que había un genuino deseo y pasión.

No era la primera vez que una hermosa mujer se le lanzaba a los brazos invitándolo a la cama, pero sí era la primera vez que él sentía que se le paralizaba el mundo ante una sola mirada.

Parecía hechizado y quién no lo estaría, por la belleza tan impresionante de esa mujer. Albert tragó saliva, todavía inseguro de lo que estaba por hacer.

— ¿Estás segura? — Preguntó si dejar de mirarla a los ojos con mucha seriedad.

— Si, por favor, llévame contigo, quiero que estemos solos, estoy lista para entregarme a ti… — Prácticamente, ronroneo ella, provocando que se le erizaran los vellos de la piel a él.

Albert tomó la mano de la joven con decisión y le hizo una señal a su escolta que solo significaba una cosa, había que salir de allí ahora mismo, pero discretamente.

Así ellos salieron de aquella fiesta, sin embargo, alguien los estaba observando a lo lejos.

*

Enojado y frustrado, Gianfranco se cansó de dar vueltas por todo el enorme salón, buscando el único motivo por el que había asistido a la fiesta, conocer al heredero y nuevo CEO de la empresa en la que había invertido.

No obstante, no había dado con el sujeto. Entre gruñido y sintiendo que había perdido el tiempo, Gianfranco decidió volver por su novia, primero fue a la mesa, pensando que ya había pasado tiempo suficiente como para que volviera de los baños, pero ella no estaba.

Decidió dirigirse a los baños, no la vio por los alrededores, ni por el pasillo, ¿dónde se había metido esa mujer?, ya que no había logrado dar con el tal Collins, por lo menos tenía que salirse con la suya con Megan y ya no podía perder más el tiempo.

Gianfranco estaba tan enojado que estuvo a punto de meterse en el baño de damas, cuando la mano de un hombre, que lo sostuvo por un hombro, lo detuvo.

— Gianfranco, espera…

— ¿Ryan? — Gianfranco volteó hacia su amigo, mostrándose confundido y gruñón. — ¿Qué quieres?

— Buscas a tu novia, ¿No es así? — Soltó el hombre, capturando todo el interés de Gianfranco. — Yo la vi…

— ¿A dónde?, ¿dónde está Megan? — Gianfranco comenzó a mirar los alrededores, esperando que Ryan le señalara algún punto.

— Ella se fue…

— ¡¿Qué?! — Prácticamente escupió Gianfranco.

— Yo la vi irse, salió acompañada de dos hombres y sostenía la mano de uno de ellos, con mucho… Cariño. — Murmuró Ryan con una expresión escandalizada.

— No, no, no, eso es imposible… — Balbuceó Gianfranco, perplejo. — ¡¿Con quién se fue?!, ¡¿quiénes eran esos hombres?! — Voceo alterado.

— No… ¡No lo sé! — Replicó Ryan con nerviosismo ante el estallido de Gianfranco. — ¡Los vi de espalda y estaban de lejos, solo sé que eran dos hombres y era ella, estoy seguro, la reconocí por el vestido, salía del baño de damas!

Con eso fue suficiente para que Gianfranco confirmara que lo que decía Ryan era cierto. Megan, su novia, la mujer que había invitado a este prestigioso evento, a la que le había pagado vestido, zapatos y estilista, a quien habían presentado frente a todos como su novia con gran orgullo, se había marchado con dos hombres.

Todos los colores se le subieron a Gianfranco, quien de inmediato corrió hacia la salida, podría ser que todavía pudiera encontrarla, pero por más que dio vueltas, él no vio ni un rastro de ella, la muy p€rra que se la daba de inocentona, se había desaparecido con dos hombres.

La furia se desató en el hombre, quien se marchó de la fiesta, indignado, pero eso no se iba a quedar así.

*

Albert iba en asiento trasero de la limusina junto a la jovencita, quien no se le despegaba de un lado, todo lo contrario, ella no parecía nada cohibida, cada vez se le acercaba más, intentando tocarlo.

— Oye, oye, espera… — Albert la tomó por los hombros, deteniéndola.

Él tenía sus dudas con respecto a lo que estaba sucediendo y lo que estaba por suceder.

— ¿Qué? — Prácticamente gimió ella.

Albert se quedó un segundo congelado, cada movimiento y sonido de esa hermosa mujer era como una invocación que lo llamaba a hacer lo prohibido.

— ¿Acaso sabes quién soy? — Preguntó viéndola fijamente, pues ella no dejaba de mirar solo sus labios.

— ¡Por supuesto!, ¿cómo no lo sabría? — Respondió ella con una expresión perpleja.

— Entonces dime…

— ¿Qué? — Preguntó ella, dejándolo confundido, ¿acaso esa mujer estaba jugando con él?

— Dime quién soy…

— Eres el hombre de mi vida… — Musitó ella, apartándole las manos y sosteniéndole la corbata para acercar su rostro, él pudo sentir su cálido aliento, ese aroma floral y dulce que emanaba de ella.

— ¿Cómo te llamas? — Le susurró Albert en el rostro.

— ¿Por qué preguntas eso? — Sonrió ella con incredulidad, parecía no entender.

— Quiero escuchar tu nombre… — Murmuró Albert con mucha seriedad.

— Ah… Quieres jugar, cariño… — Una sonrisa sensual se dibujó en los labios de la mujer, quien prácticamente saltó sobre Albert, estampándole los labios con furor, para separarse un momento después. — No necesito de apodos tontos, lo sabes, solo tienes que llamarme Megan.

— ¿Megan? — Albert intentaba recuperar el aliento después del apasionado beso que le dio la mujer. — ¿Cuál es tu apellido, Megan? — La mano de él se deslizó por la abertura del vestido, sus dedos se pasearon por los muslos de ella.

— Por favor… — Ella sintió una corriente recorrerle el cuerpo ante su caricia. — No quiero seguir hablando… Bésame. — Suplicó ella en un hilo de voz y no hubo que pensarlo más.

Los labios de ambos colisionaron con deseo, sus lenguas bailaban en de un lado para otro, sus manos apretaban y acariciaban hasta donde podían, la ropa no permitía tocar más, cosa que ya le estaba molestando a Megan.

Ella intentó desesperadamente desabrochar los botones de la camisa de él, puesto que ya no llevaba la chaqueta, pero él la detuvo.

— Espera solo un poco más, Megan… Ya llegamos al hotel.

La luz de un lujoso recibidor abrumó a la joven, quien seguía aturdida, mareada y con la visión nublada, ella bajó su rostro, aferrándose al brazo de su acompañante. Albert tomó el gesto de ella, como una afirmación del deseo que la mujer sentía.

Subieron al ascensor, llegaron a una imponente habitación, Albert quería ser un caballero e intentó ofrecerle algo de tomar a Megan, pero ella ni siquiera escuchó su ofrecimiento y nuevamente se lanzó sobre él.

Albert la tomó entre sus brazos como una pequeña, incapaz de separar los labios de los de ella y tan lleno de ansiedad como ella, se la llevó a la habitación.

Con mucho cuidado él la dejó caer sobre la cama, se apartó por un momento, dándose la media vuelta para comenzar a desabrocharse la camisa, pero luego de un momento, instintivamente él volteó de nuevo hacia ella, solo para verificar que era real, que esa diosa estaba allí.

La visión con la que se encontró, lo dejó pasmado, Megan estaba de pie a un lado de la cama, completamente desnuda, con el vestido y la ropa interior a sus pies.

Ella era perfecta, su blanca y tersa piel, sus curvas, no muy prominentes, pero definidas, enmarcando la belleza de su feminidad, esos mechones de cabello rubio que destellaban, los labios y las mejillas sonrojadas y esos impresionantes ojos azules, capaces de detenerle el corazón.

Albert dio un paso al frente, prácticamente perplejo.

— ¿Estás segura de esto? — Volvió a preguntarle, deslizando con delicadeza una mano por la mejilla de ella. Megan cerró los ojos con placer, ante su contacto.

— Nunca había estado tan segura en mi vida… Te deseo como jamás había deseado nada en el mundo… — Murmuró ella con los ojos cerrados.

Esas palabras fueron el inicio de un incendio entre ellos dos, Albert se lanzó sobre ella lujurioso por el apetito de poseer a esa hermosa y sensual mujer.

Cayeron juntos en la cama, en medio de un beso apasionado, desesperada, Megan prácticamente comenzó a jalonear la ropa de Albert, quien terminó arrancándosela para ayudarla.

Las manos de él la apretaban, sus labios se paseaban por toda la piel de ella, saboreándola, Megan se retorcía bajo su cuerpo. Los gemidos y quejidos de ella lo estimulaban, como una serenata, a sus instintos más bajos.

Albert no había sentido algo así nunca antes, él había estado con varias mujeres y por supuesto, fue placentero, pero esto, esta mujer, iba mucho más allá de lo que era el placer.

Su aroma, su sabor, su belleza, su pasión, era como un sueño hecho realidad, ella no lo había hipnotizado, ni embrujado, ella lo había idiotizado por completo.

¿Cómo la superaría? ¡No! Ella no era una noche más, era mucho más que eso, tal como se lo había dicho Megan a él: “Eres el hombre de mi vida…”. Pues exactamente eso sería Megan para él, la mujer de su vida.

Los besos y las caricias continuaron, la mujer se estremecía una y otra vez ante los movimientos de Albert, para cuando él bajó a su vientre, ella ya estaba completamente húmeda.

Sin poder contenerse por mucho tiempo más, Albert se acomodó en medio de sus piernas intentando adentrarse en ella, pero no esperaba encontrarse con una increíble sorpresa.

¿Esa diosa, esa visión de mujer era virgen?, ella estaba esperando por él, ella estaba hecha para él.

La joven estaba bastante estrecha, Megan se quejaba cada vez que él intentaba adentrarse más, por lo que él se detenía, para no lastimarla, pero ella parecía desesperada, no paraba de pedirle que siguiera, con esa expresión de deseo y las mejillas cada vez más coloradas.

Con mucho cuidado, con todo el tacto que pudo, Albert se fue adentrando lentamente en la intimidad de ella, arrancándole un grito, al mismo tiempo que él emitía un gruñido que salía desde lo más profundo de su pecho.

Ya estaba hecho, ella le pertenecía, él había sido el primer hombre en poseerla.

Poco a poco, él siguió moviéndose, hasta que los quejidos de Megan fueron suplantados por gemidos nuevamente y los movimientos de Albert se hicieron más fuertes, llegando así, juntos, al completo clímax.

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