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El Despertar de un Legado

La tormenta arreciaba con furia sobre la ciudad, como si los cielos estuvieran en duelo por el dolor de Aitana. Las gotas de lluvia golpeaban los ventanales de la mansión Valverde, resonando como tambores en el vacío silencio que dominaba la casa. Aitana, empapada y temblorosa, permanecía inmóvil frente a la puerta de la mansión, con el sobre en sus manos. Las palabras "Divorcio" escritas en el papel se desdibujaban bajo el agua que se escurría de sus dedos.

Sus piernas, débiles y cansadas por horas de espera, finalmente cedieron, y Aitana se dejó caer sobre los fríos escalones de piedra. Su mente se negaba a procesar lo que acababa de suceder. Todo lo que había construido, toda la ilusión de una vida compartida, se había desmoronado en cuestión de minutos. Nicolás no solo la había abandonado esa noche, sino que también había terminado con su matrimonio de la manera más despiadada. Y lo más cruel de todo era que no sabía nada sobre el hijo que esperaba.

Justo cuando el frío comenzaba a apoderarse de su cuerpo, Aitana escuchó el rugido de varios motores acercándose. Levantó la vista y, a través del velo de lluvia, distinguió una fila de vehículos negros que avanzaban hacia la mansión. Los autos se detuvieron bruscamente frente a ella, sus luces iluminando la oscura fachada de la casa y sus llantas levantando una nube de agua en el aire. Aitana, aturdida y sin comprender lo que sucedía, se quedó quieta mientras la puerta del primer auto se abría.

Un hombre alto, de cabello canoso y porte imponente, se bajó del vehículo. Llevaba un traje oscuro, impecablemente planchado, y un paraguas negro que abrió con destreza. Al acercarse, sus ojos grises y severos se suavizaron al reconocerla. Era un rostro conocido para ella, pero no podía recordar de dónde.

—Señorita Ferrer —dijo con una voz profunda, haciendo una leve reverencia—. Debe acompañarnos, por favor. Es importante.

Aitana, desconcertada y sin fuerzas para resistirse, asintió débilmente. "¿Nicolás?", pensó. Quizás había cambiado de opinión. Quizás había enviado a estas personas para llevarla con él, para explicarle lo que había sucedido, para disculparse. Esa idea la mantenía en pie mientras el mayordomo la ayudaba a levantarse con cuidado.

La lluvia seguía cayendo en cascada cuando Aitana fue escoltada hacia el interior del vehículo principal. Desde su asiento, pudo ver cómo los otros hombres, vestidos igualmente de negro, bajaban cajas y paquetes envueltos en cintas doradas de los maleteros de los autos. ¿Regalos? No podía entender lo que estaba pasando, pero la fatiga y el shock la llevaron a cerrar los ojos mientras el auto comenzaba a moverse.

El trayecto fue largo. Aitana apenas podía mantenerse consciente, agotada por las emociones que la habían consumido esa noche. Cuando finalmente abrieron las puertas del auto y la ayudaron a salir, se encontró ante una mansión aún más grande y majestuosa que la de Nicolás. Los jardines eran extensos y perfectamente cuidados, y la entrada principal estaba iluminada por candelabros dorados que parecían sacados de un palacio.

Al cruzar las enormes puertas de roble, un cálido resplandor la envolvió. El interior de la mansión era opulento, con mármoles blancos y columnas imponentes que sostenían el techo abovedado. En el vestíbulo, un grupo de personas la esperaba en silencio, todos vestidos con elegancia y seriedad. El mismo mayordomo que la había recogido en la mansión Valverde se adelantó y se dirigió hacia una figura en el centro del grupo.

—Señora, la hemos encontrado —anunció con una leve inclinación de cabeza.

Aitana, confundida, dirigió su mirada hacia la mujer que ahora se acercaba. Era una mujer alta, de unos cincuenta años, con cabello oscuro recogido en un moño perfecto. Sus ojos eran de un azul profundo, llenos de una autoridad incuestionable. Vestía un elegante traje de diseñador, que acentuaba su figura delgada pero imponente. La mujer se acercó a Aitana y la miró con intensidad, como si estuviera evaluando cada detalle de su rostro.

—Bienvenida a casa, Aitana —dijo la mujer con una voz firme pero sorprendentemente cálida—. Soy Victoria Alarcón, tu abuela.

Las palabras golpearon a Aitana como una ráfaga de viento. ¿Su abuela? Pero su abuela había muerto cuando era una niña, o al menos eso le habían dicho. Su cabeza daba vueltas mientras intentaba asimilar lo que estaba escuchando.

—Debo... debo estar soñando —murmuró, llevándose una mano a la frente—. Esto no puede ser real.

Victoria sonrió levemente, un gesto que no llegó a sus ojos.

—No, querida. Esto es tan real como la sangre que corre por tus venas. Eres una Alarcón, y es hora de que sepas la verdad sobre tu linaje.

Aitana se tambaleó hacia atrás, pero antes de que pudiera caer, Victoria la sostuvo por los hombros, firme pero con una suavidad que la sorprendió.

—Tu padre, el verdadero patriarca de nuestra familia, es el hombre más poderoso de este país. Y tú, Aitana, eres su única heredera. Por razones que aún no puedes comprender, se te ha mantenido al margen de todo esto... hasta hoy.

Los recuerdos de su infancia comenzaron a resurgir en su mente. Sombras de conversaciones secretas, susurros en la oscuridad, las miradas preocupadas de su madre. Siempre había sentido que algo no cuadraba, pero jamás había podido precisar qué era. Ahora, de repente, el mundo entero parecía haberse desmoronado para luego reconstruirse de una manera que jamás habría imaginado.

—¿Por qué ahora? —preguntó Aitana con voz débil, sintiendo cómo sus piernas volvían a flaquear.

—Porque las cosas han cambiado —respondió Victoria con seriedad—. Tu matrimonio con Nicolás Valverde ya no tiene sentido. Y la familia Alarcón necesita a su heredera.

Aitana sintió una oleada de confusión, rabia y miedo. Había perdido a su esposo en una noche que debería haber sido de celebración, solo para descubrir que su vida entera era una mentira. Pero por encima de todo, pensó en el hijo que llevaba dentro de ella. Si todo lo que esta mujer decía era cierto, entonces su hijo también era un Alarcón.

Victoria, como si leyera sus pensamientos, suavizó su expresión.

—Lo sé todo, querida. Sé que estás esperando un hijo. Y aunque ahora te sientas perdida, te prometo que haremos lo que sea necesario para protegerte a ti y a ese niño. Aquí, en esta casa, es donde realmente perteneces.

Aitana miró alrededor, viendo los rostros expectantes de la familia que hasta hacía unos minutos eran completos desconocidos. Ahora, estos desconocidos afirmaban ser su verdadera familia. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras se daba cuenta de que su vida, tal como la conocía, había cambiado para siempre.

—Descansa esta noche —dijo Victoria con una voz más suave—. Mañana comenzaremos a desvelar todos los secretos que te han sido ocultados.

Aitana asintió lentamente, incapaz de articular una respuesta. Fue llevada a una lujosa habitación, mucho más grande que cualquier lugar en el que había vivido antes. Se dejó caer sobre la suave cama y, por primera vez en toda la noche, permitió que el agotamiento la venciera.

Mientras sus ojos se cerraban, una última pregunta se repetía en su mente: ¿Qué significaría todo esto para su futuro?

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