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Encuentros bajo la Tormenta

El rugido de la tormenta retumbaba como un eco lejano en las oficinas de Leduc Enterprises. Los cristales temblaban con cada estallido de truenos, y las luces parpadeaban apenas perceptibles. Sebastián Leduc permanecía inmóvil junto al ventanal de su despacho, observando la danza frenética de los relámpagos sobre la ciudad. En sus manos descansaba una copa de whisky, pero no había bebido ni un sorbo.

Un leve golpe en la puerta lo arrancó de sus pensamientos.

—Adelante —dijo sin apartar la vista de la tormenta.

La puerta se abrió y Elena Soler apareció en el umbral. Traía consigo un tubo de planos bajo el brazo y su usual expresión de determinación, esa que parecía desafiar al mundo entero. Su cabello, aún húmedo por la lluvia, caía en mechones rebeldes sobre sus hombros.

—¿Interrumpo? —preguntó, aunque en su tono no había disculpa alguna.

Sebastián giró lentamente, dejando la copa sobre una pequeña mesa junto al ventanal. La mirada de ella se cruzó con la suya, y por un instante el aire entre ambos pareció electrificarse, como si la tormenta estuviera también dentro de aquella habitación.

—Dijiste que necesitabas los ajustes para el puente principal antes del amanecer —continuó Elena, avanzando hacia su escritorio sin esperar invitación—. Aquí están.

Dejó los planos sobre la mesa con un golpe seco.

—¿Y? —Sebastián arqueó una ceja, cruzando los brazos.

—Y están listos —respondió ella con calma, pero con un destello de desafío en sus ojos—. Si encuentras algo que no te guste, será porque no sabes lo que estás buscando.

La sombra de una sonrisa cruzó el rostro de Sebastián. Elena siempre tenía esa manera de enfrentarlo, de desafiarlo en un mundo donde nadie más se atrevía. Se inclinó sobre el escritorio, desenrollando uno de los planos.

—¿Esto significa que decidiste mantener el diseño original del arco? —preguntó, estudiando los trazos con detenimiento.

—No. Lo ajusté para que sea más ligero y más eficiente, reduciendo costos sin comprometer la estructura. Pero claro, si prefieres gastar millones innecesariamente, siempre puedo rehacerlo.

Sebastián levantó la vista hacia ella, sus ojos oscuros examinándola con una intensidad que hizo que Elena sintiera un escalofrío en la espalda.

—¿Siempre tienes una respuesta para todo, Soler? —murmuró con voz baja, casi un susurro.

Elena se cruzó de brazos, sosteniéndole la mirada.

—Solo cuando tengo razón.

Un silencio tenso llenó la habitación. La lluvia golpeaba con fuerza contra los cristales, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Era un duelo sin palabras, una batalla de voluntades que ambos parecían disfrutar más de lo que estaban dispuestos a admitir.

Finalmente, Sebastián se apartó del escritorio y caminó hacia el ventanal. Su silueta, iluminada por los destellos de los relámpagos, parecía aún más imponente.

—Elena, ¿alguna vez te has preguntado qué sería de tu carrera si dejaras de lado tu idealismo? —preguntó, sin voltear a mirarla.

—¿Alguna vez te has preguntado qué sería de tu imperio si dejaras de lado tu ambición desmedida? —replicó ella sin titubear.

Él soltó una risa breve, seca, y finalmente giró hacia ella.

—Eres única, Soler. Deberías saberlo.

—Lo sé. Pero no me adules, Leduc. No funciona conmigo.

Sebastián avanzó lentamente hacia ella, deteniéndose al otro lado del escritorio.

—No es adulación. Es un hecho. Y eso es lo que me irrita de ti.

Elena frunció el ceño.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que te irrita tanto?

—Que siempre logras hacerme cuestionar mis propias decisiones.

Elena se quedó en silencio, sorprendida por la sinceridad en su voz. Había algo diferente en él esa noche, algo que no podía descifrar.

—Quizá porque, en el fondo, sabes que algunas de ellas están equivocadas —dijo finalmente, en un tono más suave.

Sebastián la observó por un largo momento.

—¿Sabes qué más me irrita de ti? —preguntó, dando un paso hacia ella.

Elena retrocedió instintivamente, pero se detuvo cuando su espalda chocó contra el borde del escritorio.

—¿Qué? —murmuró, su voz apenas un susurro.

—Que me haces sentir cosas que no debería sentir.

El corazón de Elena dio un vuelco. La cercanía de Sebastián, su mirada intensa y la gravedad de sus palabras la dejaron sin aliento.

—Sebastián... —intentó decir, pero él levantó una mano, deteniéndola.

—No digas nada. Sé lo que estás pensando. Esto no debería estar sucediendo.

—Exactamente. No puede suceder.

Sebastián dio un paso atrás, pasando una mano por su cabello oscuro.

—Tienes razón —dijo, aunque su voz estaba cargada de frustración—. No puede.

Elena tomó aire, intentando recuperar la compostura.

—Y tampoco debería. Tu compromiso, mi carrera... todo está en juego.

Él asintió, pero no dijo nada. Durante unos segundos, el único sonido en la habitación fue el golpeteo de la lluvia. Finalmente, Sebastián habló:

—"Eterna" es lo único que importa ahora. Todo lo demás... no existe.

Elena lo miró con una mezcla de alivio y decepción.

—Bien —dijo, volviendo a cruzarse de brazos—. Entonces volvamos al trabajo.

Sebastián soltó una breve risa.

—Eso suena mucho más fácil de lo que realmente es.

Elena recogió los planos y comenzó a enrollarlos de nuevo.

—Para alguien como tú, debería ser sencillo.

Antes de que pudiera darse la vuelta, Sebastián la detuvo, colocando una mano sobre la suya.

—Elena.

Ella levantó la mirada, y por un instante se vio atrapada en la intensidad de sus ojos.

—No tienes idea de lo difícil que es mantenerme alejado de ti.

Elena retiró su mano con cuidado, apretando los labios.

—Entonces no lo hagas más difícil de lo que ya es —dijo con firmeza, antes de girarse y dirigirse hacia la puerta—. Buenas noches, Sebastián.

Él la observó mientras salía de la habitación, dejando tras de sí un silencio abrumador.

Sebastián volvió al ventanal, pero esta vez la tormenta ya no tenía su atención. Todo lo que podía pensar era en Elena, y en cómo esa mujer se había convertido en la única tormenta que no sabía cómo controlar.

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