Capitulo 2
Narra Helen.
Me miré en el espejo en medio de una mueca. No entendía cómo Dylan había querido casarse conmigo; era una chica tan simple, sin ninguna gracia. Mis ojos eran grandes como los de la princesa Pocahontas y su color era avellana. Mis cabellos castaños traspasaban mi trasero, pero mi cuerpo era tan simple; era delgada con un poco de anchura en mis caderas, pero mis senos eran planos y mis glúteos en pleno desarrollo.
Traté de estar lo mejor presentada para la ocasión, a fin de cuenta era mi esposo y no quería que me viera mal por eso; así que tomé una ducha después del desayuno, para que se sintiera agradable con mi presencia. Sin embargo, todo fue inútil, porque cuando toqué la puerta del despacho, me miró con asco.
—¿Puedo entrar? —pregunté nerviosa, mientras daba algunos golpes a la puerta.
—Adelante —indicó sereno.
Al entrar al despacho lo miré. Estaba en su escritorio mirando unos papeles, y sin mirarme, pero con una expresión seria en el rostro, me indicó que me sentara.
—Señorita Helen puede tomar asiento por favor, hay muchas cosas que quiero explicarle.
Tomé asiento en silencio, y mientras veía mis manos o jugaba con mis cabellos lo observé de cerca; él tenía un rostro fino, tanto que parecía una cara de mujer, ya que estaba tan liso que parecía maquillado.
Alzó la mirada y sus cejas se arquearon al mirarme, quise olerme para ver si tenía un mal olor en mi cuerpo pero no lograba encontrarlo por ninguna parte.
—Estos papeles que tengo en mis manos es un contrato de casamiento, serás mi esposa, mi compañera, mi enfermera por dos años, que es lo que dura la terapia de recuperación de la próxima operación que tendré en unos meses. Es por eso que te necesito, necesito tu compañía hasta que se acabe el contrato.
Asentí con la cabeza. Me parecía absurdo lo que él decía. Si él quería un compañero ¿por qué no compraba un perro? Pero como no soy tan tonta, terminé por decirle lo que pensaba.
—¡Me parece tan tonto que te hayas casado conmigo solo para esa estupidez! ¿Por qué mejor no te compraste un perro? ¡Así fueses evitado hacerme la vida tan miserable! —le grité en la cara antes de levantarme para irme, molesta.
—¡Más te vale que te calles y te sientes! —Me quedé estática cuando lo escuché hablarme de esa manera seca, que paralizó cada hebra de mi cuerpo—. Hice un trato con tu padre y debes cumplirlo. Además, ya eres mi esposa y le di una suma alta de dinero a tu padre por ti, mocosa e insolente. —Apenas escuché el ronquido de su voz sentí mis piernas temblar, el miedo se instalaba en mi vientre como dagas de acero. Quedé helada—. ¡Firmas el contrato o no respondo! —Arrugó las cejas molesto.
—Has dicho que mi padre lo ha hecho, ¿por qué debo de firmar yo también?
—Porque aquí te comprometes a estar conmigo hasta que cumpla el tiempo o hasta que me aburra de ti, y ya, no me hagas perder mi tiempo —expulsó de su boca con arrogancia—. Firma el papel que de todos modos ya eres mi esposa. —Sus ojos estaban rojos de la ira que tenía.
Sentí un hueco en el estómago, pero aún así tomé el lapicero y firmé.
Sabía que podía irme, que podía huir de ese loco contrato, pero no tenía dinero para hacerlo y aunque lo tuviera mi madre necesitaba ser operada de emergencia. Entonces pensé que podría irme después de la operación. Iba a salir de ese yugo al que se me estaba condenando.
—Puedes retirarte. Y ah, por favor, ordené que fueras a comprar ropa nueva y sigues con esos trapos. Esta noche vienen unos amigos a festejar mi actual boda y quiero que te veas formal, no hagas que me avergüence más de ti.
—¿Y si sus amigos preguntan sobre nuestra relación? —pregunté desconcertada.
Todo parecía una novela de televisión, de esas en dónde los millonarios se casan con la chica pobre e ingenua y luego se enamoran, pero yo jamás podría amar a Dylan Mayora ni en mil años.
—No había pensado en eso, bueno, vamos a decir que tu padre nos presentó y nos enamoramos enseguida, sí, solo eso.
Lo miré con molestia, todo lo veía tan simple, ni siquiera me había dado una explicación válida para que yo entendiera en qué lo había beneficiado casarse conmigo.
—Está bien, ¿ahora sí puedo retirarme, señor? —pregunté con burla.
—Sí, por favor. Ya me he cansado de seguir mirándote por hoy.
(...)
Narra Dylan.
Estaba acostumbrado a llevar a mi linda esposa y a mi hijo Daniel todas las vacaciones a Acapulco. Alicia, mi esposa, era de México y cuando íbamos a casa de su madre para las vacaciones ella adoraba pasar el fin de semana hospedada en los hoteles más cerca de la playa.
Ese día habíamos llegado tarde de nuestro viaje a México, y como tenía unos negocios pendientes por terminar me quedé hasta tarde trabajando en algunos proyectos que debía firmar el día siguiente.
—Cielo ya duerme, mañana iremos de madrugada a la playa y no quiero que te duermas en el camino. —Alicia, mi esposa, se sentó en mis piernas para convencerme.
—Amor déjame terminar ¿sí? prometo dormir en unos minutos —le prometí sin mirarla.
Ella me dio un beso cálido en los labios y salió del despacho.
Eran casi las tres de la mañana cuando había terminado los archivos. Llamé a Gonzalo, mi amigo y abogado quién también había ido a México por negocios, para que al día siguiente retirara los papeles en la casa de mi suegra y los llevara firmado a la sede que teníamos en México.
Tener un imperio automotriz no había sido fácil de lograr a mi corta edad, pero si bien heredé las empresas de mi padre, también la había hecho crecer a causa de fuerte trabajo.
Habían pasado solo dos horas cuando mi esposa me levantó para alistarnos; a ella le encantaba viajar de madrugada a la playa y Daniel estaba bastante contento por el viaje.
—Papi, estoy contento porque esta vez pudiste venir con nosotros a la playa —me dijo mi hijo de tres años con sus ojos azules abiertos como platos de la emoción.
—Y prometo hacerlo más seguido. —Acaricié su cabello castaño con amor.
El camino era corto, eran solo unos cuantos minutos para llegar a nuestro destino. Estaba muy cansado y de vez en cuando los ojos se me cerraban solos. Alicia estaba distraída con el celular y yo intentaba concentrarme en la carretera, hasta que todo se nubló, haciendo que me quedara completamente dormido.
Cuando desperté estaba en la sala de un hospital. Lo primero que me dijeron era que mi esposa e hijo habían fallecido en un accidente de auto, y que yo había sobrevivido de milagro, pero lamentablemente había perdido la movilidad en las piernas.
Fue tan doloroso perder a mi familia. No entendía por qué la vida me había arrebatado lo que más amaba, ¿qué culpa tenía mi pequeño?, ¿la culpa era mía? Me preguntaba una y mil veces más. Así que mi corazón se volvió frío y lleno de odio.
Estar en silla de ruedas me había robado muchas amistades; las personas me veían con lástima y otros con miedo, pero los entendía ya que siempre que se me acercaban el desdén con que los trataba era incluso insoportable para mí mismo.
Un día me llamaron de un colegio para entregar los títulos de graduación de secundaria, todos los años hacía donaciones benéficas a aquella institución de clase baja. Camilo, mi chófer, empujaba mi silla de ruedas cuando una joven que estaba vestida para graduarse casi cayó en mis pies.
—Disculpe. —Se levantó apenada sin mirarme y se fue.
Había quedado encantado con la belleza de aquella muchacha. Tenía los cabellos largos y su rostro reflejaba inocencia. Me obsesioné con la dulzura de su voz.
Después de la muerte de mi esposa jamás ninguna otra mujer había llamado mi atención. Y aunque muchas quisieron acercarse, para mí solo lo hacían por lástima, por mi condición.
En la entrega de título no dejé de mirarla, hasta que noté que casualmente su padre trabajaba para mi empresa. Una idea llegó a mi cabeza de inmediato, así que la mañana siguiente llamé a Arturo Fonseca a mi oficina.
Lo cité en mi oficina para pedirle que me diera a su hija como mi esposa a cambio de mucho dinero. Aunque sabía que lo que hacía no estaba bien, la deseaba como loco. Solo la había visto una vez, pero lo que aquella chica había provocado o despertado en mí, me tenía obsesionado.
—Señor Fonseca, usted ya le debe a mi empresa treinta mil dólares en préstamos. Y aunque quisiera ayudarlo no puedo hacerlo ya que ni siquiera quitándole el sueldo que tiene como promotor de ventas, podría pagarme todo lo que me debe en veinte años.
—Señor Dylan por favor yo prometo pagarle, además, mi esposa está enferma, y mi hija apenas ayuda en casa —suplicó.
—Te ayudaré a cambio de que me entregues a tu hija mediante un contrato como mi esposa. Toda tu deuda será pagada además de que recibirás una pensión para tus gastos y los de tu esposa —le dije sin titubear, no era precisamente un hombre que andaba con rodeos.
Al principio pensé que no aceptaría, ya que su hija era muy joven, además de que uno no anda por la vida cambiando a las personas por dinero.
Me sorprendí mucho cuando aceptó mi propuesta enseguida, y aunque dudé en si su hija aceptaría, a los pocos días me llamó para que preparara la boda.
Estaba entusiasmado con aquél casamiento, tanto o más que cuando me casé con mi esposa; pero todo cambió cuando el día de la boda la chica me miró con asco y con ganas de querer asesinarme.
Sentí que me menospreciaba por mi condición, y aunque quería dejarla ir, ya todo estaba hecho.
Ese día me fui fuera de la ciudad, no quería verla, aunque estaba siendo forzada a casarse conmigo, había pensado que en todo aquel tiempo podía llegar a enamorarla, pero me decepcioné más cuando al llegar a casa mi hermana me dijo que ella había preferido dormir en otra habitación.
«¿Tanto odio y asco me tiene?», pensé. Estaba decepcionado, molesto y lleno de ira. Le estaba ofreciendo cambiar su vida y ella me pagaba de esa manera.
La mandé a llamar con una sirvienta, estaba nervioso de verla, tanto, que busqué miles de posturas para cuando llegara; no entendía cómo una chiquilla menor que yo podía colocarme de aquella manera.
Aunque no era muy difícil de entender, era realmente hermosa, sus ojos color avellanas, su estatura media, sus caderas anchas, sus labios tan rosa suave que incitaba a besarla, me hacía enloquecer tanto, que de solo imaginarla con otro hombre tuve que apretar los puños molesto; no podía soportar pensar que alguna vez alguien la había besado, que alguna vez alguien la había hecho mujer, odiaba aquella idea, sentía tanto dolor y unos celos horribles que me hacían enloquecer de inmediato. ¿Pero quién era yo para tenerla? ¿Un hombre a medias?, ¿un hombre que jamás podía cargarla para llevarla a la cama?, ¿un hombre que jamás podría salir una mañana a correr con ella al jardín o a nadar? Yo era un hombre a medias y seguramente por eso ella no quería estar cerca de mí.
Cuando tocó la puerta y le indiqué que entrara, la miré sorprendido porque llevaba un atuendo sucio y asqueroso. Me molesté enseguida, ya que mi hermana me había dicho que ella no quería aceptar nada que viniera de mí.
La manera cómo me trató fue áspera y aunque yo la había tratado de igual manera, no deseaba que eso continuará así, por lo que después de que salió del despacho llamé a mi hermana arrepentido para que mandara a comprar un ramo de rosas y lo llevara a su habitación.
—¿Qué deseas hermano? —Marina entró sin tocar al despacho.
Marina era mi mano derecha. Después de que mis padres murieran me había encargado de ella, siempre fue rebelde y egoísta pero el estar cinco años en un internado la había cambiado tanto, que apenas Alicia y mi hijo fallecieron, la mandé a buscar para no sentirme tan solo en esa casa tan enorme donde vivía después de la muerte de mi familia.
—Por favor, Marina, te he dicho mil veces que toques antes de entrar. —Levanté una ceja molesto—. Manda a que mi esposa compre todo tipo de ropa; lo que necesite. Además, también deseo que le compres un ramo de rosas, el más grande que encuentres, y se lo hagas llegar —ordené sin mirarla.
Marina asintió con la cabeza y salió del despacho.
La tarde transcurrió deprisa, entre llamar a algunos amigos para que asistieran a la reunión y terminando algunos trabajos, se había pasado el tiempo. Me dirigí al baño apurado cuando el reloj marcaba las siete de la noche y con la ayuda de una de las sirvientas tomé una ducha rápida. Quería verme presentable. Y es que pesar de estar condenado a una silla de ruedas sabía que tenía atributos físicos que podía usar a mi favor.
Cuando llegué a la sala de reuniones, habían algunas personas, entre ellas Gonzalo, mi buen amigo y abogado.
—¿Y tu esposa? No la veo por aquí —preguntó curioso.
—No debe tardar en llegar, seguro se está colocando más bella de lo que es —musité con una sonrisa.
—Tú sí quedaste embobado con esa mujer desde ese día que la viste en el colegio, tanto que la has obligado a casarse contigo.
—Ya cállate idiota, ya sabes que nadie puede saber eso. —Lo miré con molestia mientras Gonzalo levantaba las manos en son de paz.
Gonzalo era mi mejor amigo, como mi hermano, no había nada en mi vida que él no supiera, había sido mi apoyo incluso más que Marina que a veces sentía que no me amaba como una hermana debe amar a su hermano; pero aunque nuestra relación no era la mejor, era mi única familia y deseaba protegerla.
Todos nos quedamos en silencio cuando se escuchó el resonar de unos tacones de mujer bajar por las escaleras. Si bien la casa tenía ascensor mi hermosa esposa prefirió hacer acto de presencia con mucha más elegancia.
Dirigí mi mirada a ella al igual que todos, quedándome sorprendido y a la vez avergonzado de verla de esa manera.