El secreto de Serena
Abel está en su habitación, terminando de arreglar la ropa. Coloca en los ganchos colgantes la sotana negra, luego la blanca y las estolas ordenadas por color, deja afuera el pantalón y la camisa negra con su cregyman con el que se presentará el día siguiente en la iglesia.
Toma el sobre, revisa por enésima vez el oficio donde el Arzobispo le designa como diácono de la capilla de San Rafael. Es inmensa la emoción que siente al ver su deseo finalmente cumplido. Siete años en los estudios eclesiásticos y dos años del doctorado, son para él un gran logro. A pesar de las largas horas de estudio y de insomnio, ahora podía respirar tranquilo y saber que cumplió con la promesa que le hizo a su abuelo materno.
Escucha el auto detenerse, se asoma desde la ventana y ve a su madre descendiendo del auto de Salvatore, su amigo de la secundaria. Aquello le sorprende un poco, pero como buen hijo de Dios que es, jamás podría juzgar a su madre, mucho menos sabiendo todo lo que ha hecho para apoyarlo en su carrera episcopal.
De pronto, a su mente llega el rostro de la chica del avión, no se había detenido a pensar en ella, eso no le es permitido; y que su imagen llegue hasta él, más que emocionarlo, lo perturba. Toma la biblia de la mesa de noche, se sienta en la cama, la abre, lee y recita en voz alta, el versículo del apóstol San Pablo en Corintios 10:13:
—“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podáis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.”
El sonido de las escaleras de madera, anuncian que su madre está por abrir la puerta y recibirlo como cuando era un niño de cinco años, repartiendo besos en su rostro. Tal como Abel, lo pensó, Serena entra y al ver a su hijo, grita efusivamente, toma su rostro entre sus manos y reparte besos en su frente y sus mejillas.
—Abel, por fin llegaste, hijo. —lo abraza con efusividad.
—Madre, solo estuve una semana fuera de aquí. —contesta sonriendo por la exageración de su madre.
—Para mí, es una eternidad no verte, Abel. Eres mi único hijo, lo único que tengo y tendré en mi vida, porque ni siquiera un nieto me has de dar. Fueron siete años viéndote sólo a ratos, cuando venías a Tropea o cuando yo, iba a Roma.
—Madre, no hables de esa manera, “quien tiene un hijo, tiene todos los hijos del mundo” no lo olvides. —la mujer rodea los ojos como un gesto de aburrimiento por el sermón de su hijo.— Otra cosa, madre por favor, no puedes besarme de esa manera, recuerda que seré el padre de la iglesia.
—Eres mi hijo, deja ya de decirme que hacer y que no debo hacer.
Para Abel, es difícil tener que explicarle a su madre lo que significa la vida como presbítero, mucho menos cuando ella fue la primera en oponerse a que ingresara en el seminario.
—¿Cómo te fue en el viaje?
—¡Bien! Estuve visitando junto al Arzobispo algunas iglesias en Madrid. Fue una experiencia maravillosa.
—Y aburrida —murmura ella.
—¿Qué dices, madre?
—Nada, querido, que me imagino. —se asoma a la ventana y desde allí mira hacia la mansión de su amante.
—¿Salvatore fue quien te trajo a casa? Me habría gustado saludarlo.
—Sí, iba un poco apurado. De hecho lo encontré por casualidad en la casa del multimillonario Jerónimo Caligari y como sabía que venía para acá se ofreció a traerme. —Abel la escucha en silencio y como suele ocurrir con las personas que ocultan algo, ella comienza a dar explicaciones— fui porque tenía que buscar algunas cosas para la iglesia, sabes que ahora que eres un sacerdote debo parecer la madre de uno.
—No tienes que fingir lo que no eres, madre. Todo sea de acuerdo a tu deseo de ser perdonada por Dios y poder ir al paraíso.
—Eres un ángel, hijo. Creo que hiciste bien en obedecer a tu abuelo. —dice con cierto recelo— Pero… considerando que soy la madre del sacerdote, debo tener algún privilegio para entrar al cielo —bromea y Abel mueve su cabeza de lado a lado.— Bajemos a cenar, ya dejé adelantada la pasta que tanto te gusta.
—Gracias madre, eres la mejor. —Serena sonríe aunque no puede evitar sentirse culpable ante aquellas palabras de su hijo. “si supiera que soy la amante de Jerónimo” piensa y deja escapar un suspiro, porque aunque ella desearía sentir vergüenza sólo desea volver a verlo y estar con él.
Justo en ese instante, su móvil suena, ella ve la pantalla, es él y no puede atenderle, olvidó decirle que su hijo había regresado esa tarde. Finaliza la llamada, pero Jerónimo insiste una y otra vez.
—¿Sucede algo, madre? —Abel le pregunta a su madre al ver su nerviosismo.
—No, no mi amor —tartamudea— es Santina que me había dicho para que fuese a su casa un rato. Ya vez que su hija está en la universidad y ahora está sola. Por cierto, Isabella siempre me pregunta por ti.
—Madre por favor, acepta de una vez que escogí mi camino al sacerdocio y no hay vuelta atrás.
—Lo siento, Abel, me es difícil aceptar que por fin mi padre logró su cometido. Como no pudo lograr que me convirtiera en monja, hizo lo posible por convertirte en sacerdote.
—No hables así del abuelo, sabes que siempre fue un hombre recto. De no ser por él, y por el dinero que dejó, jamás habría podido pagar la carrera.
—Quizás sólo necesitaba reivindicarse con Dios para que le perdonará sus pecados. —responde con visible hostilidad.
—No entiendo porque te expresas así del abuelo, mamá. Era tu padre. —Serena guarda silencio, nunca podrá olvidar lo que su padre le hizo, ese secreto tendría que guardarlo para siempre.
Si Abel supiese aquella verdad, de seguro no lo defendería como lo estaba haciendo.