Sinopsis
El día de la cita, ella esperaba encontrarse con un hombre apuesto, pero se encontró con un tipo grasiento, bajito y regordete. ¿Qué debía hacer? Correr, por supuesto. Justo cuando estaba a punto de escapar, un hombre de la mesa de al lado la agarró del brazo. ¿Por qué le resultaba tan familiar? ¡Espera un minuto... ¿no es este su jefe multimillonario?! No sólo la detuvo, sino que le soltó una bomba: "¿Qué tal si nos casamos?". ¿Casarnos? ¿Podría ser que él había estado secretamente enamorado de ella durante años? ¿Había orquestado todo este evento de casamenteros sólo para conocerla? De hecho, sólo un maestro estratega cazaría de esa manera. ¿Por qué no? Guapo y rico. Su corazón se dejó llevar y decidió actuar en consecuencia: "¡De acuerdo! Si es el matrimonio, ¡entonces me casaré con la riqueza y cumpliré tus deseos!"
Capítulo 1: Las citas a ciegas
En un restaurante elegante de Aeberuthey, Josefina Semprún estaba esperando con impaciencia. Había venido aquí para acudir a una cita a ciegas arreglada por su madre. Había pasado media hora, pero ese hombre todavía no apareció. Por esta razón, el rostro delicado de Josefina se teñía de cierta molestia.
Después de otros diez minutos, un hombre vestido de un traje negro se acercó con despacio a la mesa donde estaba Josefina.
—Hola, señorita, ¿eres Josefina Semprún? —preguntó este.
—Sí, soy yo.
Josefina asintió con la cabeza. Escudriñando al hombre gordo y bajo quien tenía una cara un poco asquerosa, esta puso cara de pocos amigos.
«¡¿Este tipo es el súper guapo que mamá va a presentarme?! ¡No me digas!»
—Mucho gusto. Soy Ramón Botín.
Tras haberse presentado, el hombre sacó una silla y tomó asiento enfrente de Josefina. La miró de arriba abajo a ella unos momentos, y luego esbozó una gran sonrisa. Evidentemente, le caía muy bien Josefina.
—Ya tengo una idea general de tu condición personal. No tengo muchas exigencias para mi esposa. Después de casarte conmigo, lo único que necesitarás hacer es ser una buena ama de casa. Yo seré responsable de todos los gastos de manutención. Tengo dos hijos y tendrás que cuidar bien de ellos. Y en cuanto a mis padres...
—Espera, espera —interrumpió bruscamente Josefina y, tras dar un respiro profundo, dijo—. Señor Botín, lo siento. No creo que seamos una buena pareja.
Al oír tales palabras, la expresión le cambió a Ramón al instante.
—Señorita Semprún, tengo una empresa. Si te casas conmigo, no tendrás que preocuparte por los gastos de la vida...
—Señor Botín, lo siento mucho. He dejado muy claro que no somos el uno para el otro.
¡Este tipo ya tenía una edad tan mayor como para ser el padre de Josefina! ¡¿Cómo sería posible que ella se casara con él?!
—¡Te arrepentirás!
Después de eso, Ramón, muy enojado y frustrado, no le molestó más a Josefina, se levantó y se fue.
Josefina se frotó ligeramente las sienes y dio un suspiro de alivio.
Como se había saltado medio día del trabajo, Josefina no tenía prisa por irse, y se sentaba tranquilamente en su asiento contemplando el «espectáculo».
Resultó que los dos de la mesa de al lado también estaban en una cita a ciegas.
Completamente diferente de Ramón Botín, aquel hombre tenía un rostro tan apuesto e impecable que podría fascinar a cualquier mujer, e irradiaba un aura elegante y noble en cada acción.
La mujer sentada frente a él lo miraba con obsesión, como si pudiera saltarse a sus brazos en cualquier momento.
—Señor Lain, ¿qué tal si celebramos la boda en Irlanda? Podremos invitar...
Antes de que pudiera terminar sus palabras, Vicente Lain le interrumpió y dijo con indiferencia:
—Lo siento. No me caes y puedes irte ya.
La sonrisa en la cara de la mujer se quedó congelada al instante.
—Señor Lain, hoy es nuestro primer encuentro y de verdad es demasiado temprano para casarnos. Podría conocerme un poco más. Soy muy agradable...
Vicente levantó la vista para mirar a esta y dijo sin rodeos:
—No me gustan las mujeres con la cara llena del bótox.
Al oír las palabras, Josefina casi escupió el café que acababa de sorber.
«Jajaja, este tipo es realmente franco, pero lo que dices es demasiado para esa pobre, ¿no?»
La mujer se fue llorando ante las palabras humillantes de Vicente. Al ver que el «espectáculo» terminó, Josefina cogió su bolso y se disponía a escabullirse cuando una voz metálica llegó a su oído:
—Josefina.
Esta se quedó pasmada, se volvió, forzó una sonrisa formal y dijo:
—Señor Lain. No esperaba encontrarme con usted aquí. Qué casualidad.
El hombre se fijó en ella y preguntó con severidad:
—¿Qué te parece el drama?
—Creo... —Josefina cambió su palabra— ¿Qué drama? Señor Lain, no sé de qué está hablando.
—Siéntate —mandó Vicente.
Josefina no tuvo más remedio que tomar el asiento a regañadientes y miró con reojo al hombre extraordinario que tenía delante.
Vicente Lain era el presidente del Grupo Lain, el más influyente en Aeberuthey. Solo tenía 26 años, pero ya contaba con una fortuna de unos miles millones de euros y se conocía como unos de los jóvenes más sobresalientes del país.
Y entre los numerosos oficinistas corrientes de Aeberuthey, Josefina solo era una diseñadora insignificante del Grupo Lain.
En el Grupo Lain había miles de empleados y Josefina no era de las que destacaban, así que Vicente no habría tenido ocasión de conocerla.
No obstante, hacía tres años, cuando Vicente acababa de hacerse cargo de la empresa y hacía la ronda por los departamentos, se acercó a Josefina en medio de todos los diseñadores y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Josefina le dijo su nombre tartamudeando.
Aunque Josefina era corriente en la empresa, tenía una cara delicada y bonita, que era la más bella entre las diseñadoras. Por lo tanto, al principio todos en el departamento de diseño pensaban que Vicente estaba enamorado de ella.
No obstante, a Josefina le parecía ridículo lo que suponían sus colegas. Y la verdad era tal como ella pensaba. Durante los tres años, a pesar de estar en el mismo Grupo, no se había cruzado con Vicente, y mucho menos habían tenido una relación.
Al llegar al restaurante, Josefina ya lo había visto a Vicente, pero no lo saludó pensando que este presidente ya no se acordaba de ella, una diseñadora insignificante. Y también fue por este pensamiento que Josefina se atrevió a quedarse sentada allí, observando con interés en secreto la cita a ciegas de su jefe, pero no esperaba que...
—Señor Vicente, si no tiene nada más que indicarme...
Antes de que Josefina pudiera buscar una excusa cualquier para escaparse de este lugar, Vicente le interrumpió, la miró fijamente a los ojos y preguntó en serio:
—¿Quieres casarte?