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Capítulo 3

¿Había escuchado bien?

—¿Cómo dices? —pregunto para cerciorarme de que el brandy no hizo de las suyas con mi cerebro.

—No fue producto de tu imaginación —me confirma.

¿Será que le habré dado una señal errónea a este espécimen de macho semental?

Pienso en cada una de las preguntas y comentarios que nos hemos hecho en la última hora…

Ningún indicio.

La voz del brandy me habla para decirme que es la oportunidad de disfrutar sin complicaciones.

Este hombre que me mira expectante solo quiere una noche conmigo. ¿Qué tan grave podrá ser considerar esta oferta?

—Te propongo lo siguiente: te quedas conmigo en mi villa…

—Detente ahí mismo —interrumpo su muy elaborado plan.

Este hombre debe estar loco si piensa que voy a acostarme con él así sin más. Una hora en un avión y ya cree que me atrae.

Ok, sí lo hace, pero no tenía por qué saberlo.

—No va a gustarte si no me dejas terminar. —Toca un mechón de mi cabello.

—No va a gustarme porque no me gustas. —Le doy un manotazo.

¿Me salió estilista?

—Reduce tu velocidad, preciosa. La vida se trata de disfrutarla y vivirla al máximo, no de sobrevivir.

—El problema, querido Albert Einstein, es que yo decido con quien disfrutar y vivir la vida al máximo. Lamentablemente, no estás en la lista.

—Auch. Así que eres de las difíciles. —Se acerca.

De no haber sido por el reposabrazos, ya habría estado encima de mí.

—Invades mi espacio personal —le digo casi con un gruñido.

—Te hago la última propuesta —susurra cerca de mi rostro.

Estoy pegada a la ventanilla del avión. Casi salí volando de no haber sido porque está cerrada. En mi intento de escape, me acorralé más.

—Dilo rápido para que puedas volver a tu asiento con todos los dientes en tu boca.

—Si usaras esa boca para otra cosa que no fuese pelear, querida María, te aseguro que todos los hombres caerían a tus pies.

—¿Qué te hace pensar que no tengo un séquito de hombres esperándome en Punta Cana? —Elevo las cejas.

—Que tus ojos hablan antes de que tus labios pronuncien las mentiras.

Y se acerca más. Nuestros labios casi se rozan.

Con mis manos entrelazadas en mi regazo, estoy paralizada.

—Si veo que no te gusto, me quedaré callado los... —mira el reloj en su muñeca— veinte minutos que nos quedan en este avión.

—No me gustas ni un ápice. ¿Es que ninguna mujer te ha rechazado jamás? —Ya sé la respuesta.

—No. Lo más cercano al rechazo es la infidelidad de mi esposa.

—¿Cómo se supone que vas a comprobar si te gusto o no? —Cambio el tema y lo contemplo.

—Así.

Y me besa.

Debí haber adivinado sus acciones antes de que se acercara tanto a mí, pero no fue así quizá por lo embobada que me tenía el brandy o porque tenía tantas ganas de que me besara como él tenía pensado besarme.

No es un beso ligero ni suave, es con más presión de la que hubiese deseado. Aunque en este momento no sé qué es lo que deseo en realidad, lo único claro que tengo es que necesito tener más de este hombre excitante y arrogante. Sus labios poseen los míos y me atrae como una abeja al panal sin tocarme siquiera más que con su experta boca. Le devuelvo el beso sin reservas. Después de todo, ¿para qué negar algo que es tan obvio? Entreabre los labios y con su sensual lengua entrelaza la mía en una danza de placer. Electrifica mi cuerpo por completo. Siento un cosquilleo que me invade y acelera mi corazón.

—Creo que ya tengo mi respuesta —susurra cuando aleja su boca tentadora de la mía.

Lo estudio con ira en un momento donde lo que tengo es ganas de quitarme la ropa con rapidez y romper su estúpida camisa de lino azul.

—No te molestes en negarlo, es una pérdida de tiempo. Matarías el concepto de mujer inteligente que comienzo a tener de ti.

Me molesta que él tenga una respuesta como predijo. Sin embargo, lo que más molestia me causa es saber que sucumbí a su encanto y a su sex-appeal. Debo reconocer que si me hubiese pedido poseerme en el baño del avión hubiese aceptado sin rechistar mientras lo besaba y acariciaba su cabello castaño con vetas rubias. Son reflejos casi imperceptibles, pero allí están.

—Señoras y señores pasajeros, dentro de unos minutos tomaremos tierra en el Aeropuerto Internacional de Punta Cana. Asegúrense de que el respaldo de su asiento está en posición vertical, el cinturón abrochado y su mesa sujeta. El comandante y toda la tripulación esperan que hayan tenido un vuelo agradable y confían en verles nuevamente a bordo. 

La voz de la azafata hace que me altere aún más si es posible estarlo, aunque sé que mi rabia es irracional, porque de no haber deseado ese beso tan carnal lo hubiese despegado de un tirón acusándolo de cualquier barrabasada. No obstante, ese no fue el caso. Y él lo sabe. Por eso lleva esa sonrisa bobalicona en su rostro entretanto no me quita la vista de encima. Reviso mi cinturón y mi asiento, que sigue colocado en la misma posición que cuando inicié este viaje.

—¿Puedes quitar esa estúpida sonrisa de tu cara? Pareces retrasado o peor.

—Me siento feliz cuando las cosas se dan como quiero —enfatiza la palabra quiero y espera mi respuesta a su insinuación de haber aceptado su ofrecimiento.

No le daré ese gusto.

Me giro, miro el asiento e ignoro por completo a mi acompañante burlón.

Tengo veintisiete años, un próspero trabajo y ahorros que no he tocado en años más que para depositar más dinero en la cuenta. Hace años que les construí una casa de dos niveles a mi madre y a mi abuela. Ambas viven solas allí. Dos o tres veces al año, viajo a Santo Domingo para verlas y estar con ellas una o dos semanas, no más. Estar allí me trae recuerdos de mi cariñosa vida, esa que pude haber tenido del todo si me hubiese quedado en República Dominicana. Claro que no hubiese cumplido mis sueños de no haberme ido. La casa tiene cinco aposentos bien ubicados de extremo a extremo pintados de colores pasteles diferentes uno del otro. Mi madre y mi abuela se quedan en la planta baja por la artritis reciente detectada en mi madre. No las quería viviendo tan lejos en Jimaní, mi pueblo, que a pesar de los avances tecnológicos y económicos no ha logrado llegar a un nivel estable de educación y progreso. No es el sitio en el que yo quería ni quiero que estén mis pilares, las dos mujeres que me han hecho la mujer que soy hoy en día. Ellas merecen más que eso; merecen que les devuelva con creces su sacrificio y cada céntimo destinado a mi carrera universitaria en los Estados Unidos. Les conseguí una joven para que las ayudara con la limpieza y cuidado de la casa, aunque ellas no se dejasen ayudar. Carina tiene un curso básico de enfermería y puede colocar cualquier medicamento por intravenosa. Está capacitada para brindar primeros auxilios. Tiene un temperamento fuerte como para soportar a dos mujeres, una de cuarenta y cinco años y otra de sesenta y nueve años.

Las amo, pero son un verdadero cayo en el trasero.

Había pasado cinco horas sumida en la depresión a causa de la decepción infundida por Reed. Por más que me repetía una y otra vez que su traición no me importaba lo más mínimo, sabía que me mentía a mí misma. No era la clase de amor incondicional y que espera, ese que causa estragos cuando sucede, pero que es la mayor felicidad que podremos sentir en nuestra vida. Sabía que no amaba a Reed, pero pensé que nos entendíamos y valorábamos lo suficiente como para no jugar sucio.

Ya veo que me equivoqué.

—¡Hey, Einstein! Ya llegamos —oigo el tono punzante de Julio. Se desabrochaba el cinturón y comienza a levantarse de su asiento.

Me retiro el cinturón y me incorporo.

Craso error.

El brandy pasa factura como agente de la luz, puntual y sin piedad.

—Tranquila, María, no te levantes tan deprisa.

—Puedo sola —resuello al ver que me agarra del brazo.

—Sí, ya veo que tanto puedes. —Me ayuda a salir de entre los asientos e ignora mi reticencia.

Me deshago de su agarre y camino con mi cartera enganchada al brazo. El chal cuelga sin gracia sobre la misma. Cada paso que doy es una verdadera travesía. La cabeza me pesa y siento que las náuseas se avecinan a dañar el piso del avión. La presencia de Julio detrás de mí, como halcón cuidando a su presa, es más que un recordatorio, una tortura. El saber que me encuentro en tan patética condición no hace más que empeorar mi autoestima. Necesito llegar a casa y dejar de pasar vergüenzas y desatinos. Necesito estar bajo los cuidados de quienes no me juzgarán.

Quizá no con malas intenciones.

Emprendí un viaje sin equipaje, más que la ropa que traigo puesta y un bóxer de encaje de repuesto en caso de emergencia. Ya al pisar suelo dominicano me compraré algunas piezas. Puedo permitirme tres o cuatro mudas de ropa nueva. Tanto trabajo debe dar gratificación y lujo. Logro bajar del avión con la gracia de un perro con tacones y me encamino al área de comidas con la esperanza de comerme una pizza o algo grasoso. Olvido con toda la intención al hombre que me persigue en silencio y me tomo mi tiempo para cada cosa. Sé que Julio me espera. No quiero mirar hacia atrás para no darle cabida a su ya alterado egocentrismo. Sé que está en algún lugar entre los establecimientos de comida y los asientos verdes incómodos. En uno de los bares se escucha una salsa que tenía años sin escuchar. La canción suena a volumen suficiente como para que todos los que pasan por el frente escuchen y se animen a tomarse uno o más tragos. Aguzo mi oído mientras la joven de Pizza Hut me entrega mi pedido repleto de calorías, pero con delicioso sabor. Justo lo que mi estómago me pedía. Camino sin prisa y paso por cada local. Miro mi reloj; ya son las nueve y cuarto de la noche. Llegaré en la madrugada a Santo Domingo. Tendré que pasar la noche en algún hotel de Punta Cana, lo cual me da chance para otro trago por más mala idea que lo considere mi cerebro. Me siento en uno de los taburetes de piel y metal que tiene el bar que me atrajo con su música. No puedo entender muy bien el nombre, por lo que me imagino que está peor de lo que me sentía después del brandy que me tomé en el avión.

—Un trago de XV, por favor —escucho la voz del diablo. Ya hizo su aparición.

—¿Ya decidiste dejar de observarme a distancia? ¿O se te antojó venir precisamente a este bar? Hasta donde sé, preferías un café expreso.

—Nunca dije que no podía tomar alcohol o que no me gustase —me contesta.

Pasa una mano por su cabello castaño de ensueño.

Carraspeo, incómoda. Decido que no puedo tomar más alcohol.

—¿Y la señora? —inquiere el barman detrás de la barra con una toalla colgada en el hombro. Parece guapo, de unos veintitantos, cabello negro y ojos oscuros.

—De momento, nada —respondo.

Coloco mi cartera entre mis piernas y me cubro con el chal.

Comienzo a sentir el frío de la noche abrazándome y erizándome la piel.

—En seguida vuelvo con su trago, señor —le dice el barman, que se gira y busca la botella de Brugal XV dentro de la vitrina detrás de él.

—Pensé que teníamos un acuerdo —opina Julio con la vista caliente sobre mí.

—Yo… Uhm… No estoy segura de estar segura. —Juego con la correa de metal de mi reloj.

—Cuando me devolviste el beso parecías bastante segura, María.

—Es porque el café te hizo ver alucinaciones. Además, no te regresé el beso. —Mis palabras suenan tan vacías como una mentira.

—Sí, claro, y yo no te deseo en absoluto.

—No tienes que ser tan obtuso. —Coloco mi mano derecha sobre su hombro.

Otra pequeña pero concisa descarga eléctrica pasa por mi cuerpo.

Retiro mi mano ipso facto.

—Si vuelves a negar que me deseas, te arrastraré al baño público y te haré mía sin pensar en las consecuencias.

Su afirmación paraliza mi sangre.

Él parpadea, confundido. Tal parece que ni él mismo cree lo que acaba de decir.

—Que caballero me resultaste.

—No dije que lo fuese tampoco. Estás imaginando cosas, querida María.

El barman pone la copa de cristal sobre el portavaso gris. Combina con la decoración del lugar.

—El barman pensará que soy una cualquiera —murmuro.

Giro la cabeza para disimular y acercarme más a Julio.

—Acércate, que no te escuché. —Se acerca más a mí. Justo cuando voy a repetirlo, escucho que me dice—: Me vale una mierda que el barman escuche que deseo poseerte en cualquier manera posible y estar dentro de ti hasta que me seque por dentro y el sudor nos empape. Es la pura verdad, María.

Sus palabras me desconciertan, pero me calan en lo más profundo de mi ser. En vez de incomodarme, me excita aún más. En definitiva, la depresión, más la decepción por Reed y el brandy ingerido sin pensar, no fueron la mejor combinación de la noche. No he hecho nada de lo que pueda arrepentirme al envejecer, pero tampoco algo que pueda recordar y reírme de ello. Todo calculado siempre, a excepción de los malos ratos de mi niñez y la incertidumbre de conseguir comida cuando aún vivía en casa de mis abuelos.

Comienza a sonar la canción de Romeo, Propuesta indecente.

Eso hace Julio conmigo, una propuesta completamente indecente, peligrosa y atractiva.

Me da ganas de sacudir la cabeza y soltar la cartera y bailar. Ese es el problema después del brandy, un jet lag, una ruptura y un espécimen seguro de sí mismo y del efecto que causa en mí, agregando el contagioso y llamativo ritmo de la bachata. Es, por decirlo simple, el segundo ritmo nacional, o debe serlo.

Le da un trago a su ron y me mira esperando una respuesta.

Sé que me arrepentiré mañana de aceptar esta propuesta, pero, después de todo, ¿qué tan malo puede resultar?

—Está bien. Acepto, Julio.

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