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Capítulo 05: Invitación a una fiesta

MICHELLE

Antes de sentarme en la silla, le entrego la remesa de sobres a la Señora Amelia, esta toma asiento en un sillón de terciopelo granate junto a la ventana frontal. Barajea la correspondencia entre sus manos arrugadas, revisa solo el membrete sin detenerse a leer el interior de las cartas. Frena el movimiento y con rostro sorpresivo abre un sobre de envoltura dorada cuya elegancia lo hace resaltar.

Entre sorbos, mantengo la atención principalmente en lo que está haciendo la Señora Amelia y no mucho en el plato de sopa que tengo al frente; a diferencia de Izan, quien succiona todo el plato como una aspiradora humana. Apenas termina, le pide repetir a su mamá; pero esta, inmersa entre las letras inscritas en aquella carta, no hace más que ignorarlo. Izan, que es un terco, salta de la silla y se le para adelante; entonces, con una mezcla entre dulzura e impaciencia mueve el brazo de su mamá trayéndola nuevamente a nuestro mundo.

—Mamá, ¿Puedo tomar otro plato? —repite la pregunta con ojos deseosos.

—¿Te has terminado ya el tuyo? —su rostro refleja total conmoción—. Izan, te dije que debías masticar debidamente los alimentos.

—Eso hice. Mastique las verduras con mucha paciencia, fue el caldo el que se acabó muy rápido —dice con seguridad y noto también un poco de orgullo.

—El caldo también debes tomarlo con calma, no solo las verduras. Todo lo que comas debes hacerlo a un ritmo adecuado —le explica solemnemente.

—Pensé que solo debía comer lento los alimentos, por eso me zampe el caldo con tanto apuro. No termino de entender porque uno no puede comer rápido cuanto se está muriendo de hambre —ladea la cabeza en busca de respuestas.

La Señora Amelia le regala una sonrisa tierna mientras que yo intento no ahogarme con la sopa, ya que me es complicado reírme con la boca llena.

—No estas muriendo de hambre —afirma. Va a agregar algo más; sin embargo, cierra la boca antes de hacerlo, para evitar más preguntas necias—. Siéntate, te serviré otro plato de caldo; pero este deberás tomarlo como es debido.

Se acerca a la olla y rellena el plato de Izan. Seguidamente, este se sienta en su puesto y toma sus alimentos con placidez.

Tengo curiosidad por saber el contenido del sobre elegante, no solo por su aspecto sino también por el semblante de la Señora Amelia cuando lo leyó. Parecía asombrada, y, a la vez, encantada.

Dos adjetivos que pueden significar mucho juntos.

El Señor Robert entra a escena, listo para tomar el té y recuperar fuerzas con la sopa revitalizante de su esposa. Deja el sombrero en el perchero al lado de la puerta y toma asiento lentamente. Se lo toma con calma, él siempre tiene un aura tan placentera a la hora de comer, salta a la vista lo mucho que goza las viandas que le prepara la Señora Amelia.

—Llegó un sobre con el sello de la Familia Real —alzo la cabeza precipitadamente. Con que de ellos se trataba. El Señor Robert asiente, indicando que prosiga—. No lo vas a creer, hemos sido invitados a la fiesta en celebración del cumpleaños de su majestad: El Rey, Rivas.

—¿Cómo dices, mujer? —para de comer. Su expresión está tan aturdida como la de su esposa. Posa los brazos sobre la mesa—. Debe haber sido un error, nunca se nos ha solicitado nuestra presencia en semejante evento tan distinguido. Solo van nobles y Reyes de otros reinos, jamás gente de cuna humilde como lo somos nosotros.

—Por mi cabeza también paso la idea de que se trataba de un error. El cartero es nuevo y seguramente revolvió los sobres; no obstante, nuestros nombres aparecen como destinatarios —le entrega la carta y el Señor Robert la lee con minuciosidad.

—Sin duda alguna, es para nosotros —suspira mientras se acaricia la barbilla. Dirige su mirada hacia mí con confusión—. Michelle, ¿Sabes de que se trata todo esto? ¿El Príncipe te lo menciono?

—No, no lo he visto desde hace días —niego rotundamente con las manos—. El contenido de esa carta también me sorprende a mí.

—En la carta no explican nada. No puedo dejar de pensar que esto es un malentendido. El Rey no tiene ninguna razón para invitarnos a su fiesta —analiza el Señor Robert.

—Tal vez sea una manera de agradecer lo que hizo Michelle por el pueblo —titubea la Señora Amelia. Ambas miradas recaen sobre mí.

—No lo sé —me encojo de hombros y entorno los ojos—. Todo esto es muy raro.

—Demasiado… —medita con la atención fija en el papel. El Señor Robert vuelve a dirigirse a mí—. Michelle, debo pedirte un favor. A pesar que nuestros nombres figuran claramente en la invitación, necesito una confirmación segura por parte de la Familia Real; pero sobre todo, una buena explicación. Yo no puedo ir porque estoy atareado con las tareas del campo, por lo que tú irás en mi lugar y averiguarás.

—Pero… ¿Cómo entraré al castillo? Los soldados son bastante renuentes a dejar pasar aldeanos —busco alguna escapatoria. No estoy lista para ver al Príncipe y mucho menos voluntariamente.

—Basta con que les muestres el sello de la carta. Con algo así, deberán dejarte pasar —dice para tranquilizarme—. Si no es suficiente, les dices que eres La maga poderosa que salvo el reino y te aseguro que ellos mismos te llevarán encantados hasta El Rey —ríe jocosamente.

—Robert, no es un asunto para que te burles. Desde que leí esa carta estoy muy nerviosa, ¿Qué tal si es cierto? No tenemos vestuarios tan finos y nuestros modales no van más allá de lo normal, ¡Seremos el hazmerreír del pueblo! ¡Todos hablaran del vergonzoso episodio y en lugar de envidiarnos nos compadecerán! —se rasca la frente, en una señal de nerviosismo exasperado.

—Relájate, Amelia. No te adelantes a los hechos. Esperaremos a que Michelle compruebe la información y de ser cierta, llevaremos nuestros mejores ropajes y caminaremos con mucho orgullo. Todas esas señoras del mercado se morirán de la envidia, como debe ser —sonríe ampliamente. La Señora Amelia toma una bocanada de aire y asiente más calmada. El Señor Robert se pone de pie, se coloca nuevamente el sombrero y se dirige a la salida—. Te lo encargo, Michelle —desaparece tras la puerta sin esperar comentario de mi parte.

Maldigo para mis adentros. Esta es la peor situación posible. Sabía que tenía que haberme quedado encerrada en mi cuarto o deambulando por el pueblo, la última no la hice pensando que me encontraría al Príncipe; y ahora, para mi mala suerte, tendré que ir a buscarlo directamente.

Tal vez aun exista algún vestigio de suerte en mi cuerpo y pueda llegar al Rey antes de encontrarme con su hijo. Después de todo, es un asunto que le concierne a su majestad, no a La Reina, ni al Príncipe. Les oraré a los dioses para que no pongan en mi camino a ninguno de esos dos. De solo verlos, mi día será miserable irreparablemente.

—Yo también quiero ir al castillo, ¿puedo, mamá? —ruega con las manos entrelazadas. Algo me decía que su silencio tenía una razón.

—Es una buena idea, ¿No te importa llevarlo? —mi cerebro hace un rápido análisis y llega a la conclusión que la compañía de Izan es mi mejor escudo.

Nadie se pone impertinente con un niño en frente.

—Para nada. Ponte tu mejor sombrero y vámonos —digo con alegría. Izan brinca complacido y se coloca la boina antes de que termine de pararme de la silla.

—Izan, debes portarte bien. No le causes problemas a Michelle y no te alejes de ella —dice la Señora Amelia con severidad. Tener un hijo tan inquieto debe ser un trabajo que ya tiene muy bien dominado.

—Yo siempre me porto bien, ¿Verdad, Michelle? —se cuelga a mi brazo y me pone ojos de angelito.

—No me hagas responder a eso —respondo para molestarlo. Izan se ríe traviesamente, siendo consciente de su pillería.

***

La entrada del castillo más cercana a nuestra casa es la del lado sur, justo la principal. Las posibilidades de que me permitan pasar recaen en el sello de la familia Real que contiene la carta. Si me echan, tal vez tenga que verme en la penosa situación de recurrir a trepar las enredaderas de la muralla oeste, igual que la primera vez.

Me quedo tiesa frente al guardia, quien sosteniendo una lanza, me examina con desconfianza y reproche.

—No puedes estar aquí. Retrocede —espeta con rudeza.

—Tengo que hablar con el rey, Rivas. Esta carta con el sello Real llego a mi domicilio y necesito saber si su procedencia es cierta —desdoblo la hoja y se la muestro al caballero. Él sin tomarla, lee su contenido inclinando levemente la espalda.

—No puedo dejarte pasar —sentencia inclemente, retornando a su posición vertical.

—Pero si el sello es auténtico. Mírelo bien —imploro y abanico la carta frente a su rostro.

—No importa, El Rey no recibe visitas y punto. Ahora, vete niña —exclama desafiante. Me siento abatida por la imponencia de su porte.

—¡Oye, grandulón! ¡No sabes con quien hablas! ¡Michelle te congelara hasta dejarte como un pedazo de cristal maloliente! —grita alborotadamente Izan.

Los cristales no huelen… ¡Concéntrate, Michelle!

—¡Niños… dicen cualquier cosa! —río nerviosa mientras tapo la boca de Izan con mis manos.

—Tú también retrocede, chiquillo —dice cortante. Golpea la punta de la lanza contra el suelo y el ruido nos estremece tanto a Izan como a mí.

—Déjanos, pasar. Es mi última advertencia —se deshace de mi agarre y se le planta con firmeza al soldado dos metros más alto que él. Se coloca las manos sobre las caderas—. Tienes en frente tuyo a La maga poderosa, la que nos salvó de la guerra y peleo junto al sabio —dice orgullosamente. Aprieto los ojos deseosa de haber dejado al niño en casa.

El enmudecimiento que le sigue es desgarrador, el guardia no se inmuta en reaccionar ante la revelación de Izan. Permanece inquebrantable y taciturno. Vuelve a golpear el suelo con la lanza e Izan se resguarda en mi vientre, asustado.

—¡Lárguense! —grita enojado.

Con semejante aullido, nos limitamos a temblar. Su bravío llama la atención de los demás pueblerinos y estos nos miran con curiosidad.

—¡Es cierto! —exclama el otro guardia, quien hasta ahora había permanecido callado—. No lograba recordar de donde me sonaba su cara, señorita; pero cuando el niño ha dicho que usted era la chica que asistió al sabio, entonces, lo recordé —relata entusiasmado—. Es usted muy fuerte para la edad que tiene, déjeme agradecerle por su ayuda —hace una pequeña reverencia. Yo solo asiento, perdida ante toda esta situación confusa.

—¡Vio que tenía razón! ¡Ahora déjenos pasar! —vuelvo a taparle la boca a Izan. Él no sabe cuándo debe callarse.

—Es amiga de su majestad, te lo puedo asegurar. Si no la dejas pasar, podemos meternos en problemas —explica convincentemente. El guardia serio endurece su semblante y finalmente accede—. Yo los llevare hasta su majestad. Síganme, por favor —la sonrisa no se despega de su cara, que está compuesta solo por blancos dientes.

Ya adentro, el soldado amable nos conduce por el pasillo exterior, este da hacia los amplios jardines del castillo. Desde mi caminata puedo ver las copas de los árboles tan resplandecientes, su follaje es delineado por los rayos del sol. El arcoíris de flores que anidan en los arbustos y llenan de vida el campo junto a la bien cortada grama, hace ver todo el recinto como un espacio sagrado.

Poso la vista hacia todos lados, el trayecto hasta el salón principal, que es donde siempre están los Reyes, no es este. Hace dos intersecciones debimos adentrarnos en el palacio; sin embargo, el guardia nos guía por un camino completamente nuevo y eso me asusta demasiado. Tengo la sensación que en cualquier momento me encontraré con la persona que menos deseo ver ahora.

Sabía que la buena suerte nunca me ha querido. Más bien me desprecia.

Diviso a lo lejos a los Reyes, sentados tomando el té bajo un techo de enredaderas verdes colgando de su cabeza, el amplio campo se abre a un costado. La brisa de la tarde se pasea con vigor, arrancando florecillas que se dejan dirigir danzantes en el aire y que caen sobre la baldosa con suma hermosura. El suelo se ha tornado en un banco de amapolas y jazmines que pintan cada rincón de la íntima morada.

Rodeados de sirvientes tan galantes como ellos, hallo al Rey y a La Reina degustando los deliciosos manjares puestos en su mesa mientras se dedican a admirar el paisaje que les regala la naturaleza. La Reina específicamente, no quita la mirada del campo, como si hubiera algo ahí que la embelesa.

En el momento que el guardia me anuncia, ambos se sorprenden de mi llegada. La Reina no disimula y hace un gesto con la boca demostrándome que a pesar de ser de la realeza, desconoce lo que son buenos modales. El Rey, en cambio, se muestra cordial y atento, su esposa debería aprender más de él, al igual que su hijo.

—Buenas tardes, su majestad —junto mis manos y hago una pequeña reverencia—. He venido por esto —me posiciono frente al Rey y le entrego la carta. Él le echa un vistazo rápidamente.

—Es la invitación a la celebración de mi cumpleaños —comenta sereno.

—Usted, ¿me invito? —cuestiono con intriga.

—Por supuesto. A ti y a toda la familia Larios —frunzo el ceño. Me acabo de enterar del apellido de los ilusionistas—. Le pedí a Marcus la dirección de tu domicilio y me informo que los Larios han estado dándote asilo, por lo que me pareció correcto invitarlos a ellos también. Son una familia muy bondadosa.

—Tengo entendido que es un evento exclusivo… —titubeo. No me atrevo a preguntarle directamente.

—Para nada —agita su mano para restarle importancia—. María es la que insiste en hacer una gran fiesta y que el castillo se llene de Reyes y nobles —La Reina lo fulmina con la mirada. Harta, empuña un abanico de mano y se echa fresco, centrando toda su vista hacia el campo—. Por cuestiones de seguridad no permito que la entrada sea libre. Muchos soberanos de reinos aliados visitan el pueblo, esto puede ser una oportunidad para que los enemigos ataquen. Durante el arribo de los invitados me aseguro que las entradas de Ishrán estén bien vigiladas y que ningún intruso se cuele.

—Rivas, no es solo por seguridad. No podemos permitir que nuestros invitados se mezclen con gente sin clase. Sería un bochorno —espeta La Reina, lanzando sus lanzas venenosas. Aprieto los dientes, tragándome las ganas de gritarle que la única sin clase es ella.

—María. Es mi cumpleaños y yo decido a quien invitar —sentencia plácidamente. Con cortesía, la ha dejado muda. La Reina se indigna y vuelve a abanicarse; pero esta vez con rudeza—. Dicho esto, me pareció una buena idea mandarte una carta de invitación, es mi manera de agradecerte por ayudarnos con Vermont y por escoger quedarte con Marcus para que te siga acompañando en tu viaje.

—No tiene que agradecerme —digo avergonzada.

La verdad es que solo quería reparar un poco el daño que causamos al ir a Vermont y empeorar todo. Desde un principio, la guerra no se hubiera dado de no ser por mi existencia, así que fue la culpa la que me trajo arrastrada hasta aquí.

Maldita consciencia.

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