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CAPITULO 1

Hoy, 21 de Noviembre de 2015

Sentada a orillas del Faro, la poca estructura que sobrevive el pasar el del tiempo, un oleaje salpica mis pies haciéndome peque-ñas cosquillas. La marea amenaza con ir subiendo poco a poco a medida que pasen las horas. A lo lejos observo un pequeño yate, e imagino a sus tripulantes, una pareja disfrutando de lo que para ellos es un excelente día de verano, con un sol resplandeciente y un cielo despejado; la brisa fresca y marina refrescando sus rostros, mientras una fina copa con algún vino demasiado caro para cual-quier otro mortal, se calienta en sus manos. Una charla amena, lige-ra, divertida los mantiene riéndose por horas y horas. Cuando hayan hablado lo suficiente, él se acercará a ella y comenzará a seducirla, con dulces palabras, con caricias certeras, quitará el cabello de su rostro, y comenzará a besarla con si temiese romperla con solo el poder de su pasión.

Desvío mi atención de esa línea de pensamientos, tan rápido como es posible. Respiro tan hondo como mis pulmones me permi-ten, llenándolos a su máxima capacidad de aire salino. Para mí es un día triste, nublado, opaco y confuso; muy confuso.

No sé cómo he llegado hasta aquí, literal y filosóficamente hablando. Volteo a ver la única compañera que amaneció en mis brazos cuando el sol comenzó a calentar mi rostro, una botella de Smirnoff, ahora vacía, con rastros de lo que fue, o eso espero que sea, mi pintura de labios. Las náuseas vuelven a hacer acto de pre-sencia, así que alzo mi vista al infinito mar para apaciguarlas, abro mi boca y aspiro la brisa marina, disfrutando la sal en mi boca y mi garganta.

El yate sigue en ese mismo lugar, flotando, meciéndose en las olas; esa pareja sigue allí, feliz; y yo sigo aquí, sentada a orillas de un viejo faro, con el maquillaje corrido, oliendo a vómito, con el cítrico sabor ligeramente amargo del vodka, acariciando mi paladar, refrescándome aún después de tantas horas. Y para mi extrañeza descansada; tratando de evitar a toda costa revivir las últimas horas de cordura que recuerdo.

Algunas imágenes vuelven a mí, muchas de ellas son fruto de decisiones apresuradas, desequilibradas y del Smirnoff. (¿Por qué debía tener Smirnoff?) ¿Lo compré, me lo dieron? Oh Dios, ¿lo robé?) Y después estaba la llamada.

Esa llamada es la que me tiene aquí sentada junto al faro, esa llamada es la que me hace balancear mis pies sin que me importe que las olas comiencen a humedecerlos. Esa llamada me trajo hasta este éste momento, desencadenando toda una serie de hechos, de pesadillas que me trajeron hasta este odioso presente, con un pasa-do borroso y sin un futuro a la vista. Porque si algo tengo claro, es que después de hoy, no existe futuro, y la única salida a este pre-sente abominable se encuentra a mis pies, en esa agua fría y espu-mosa. Mientras el sol comienza su lento pero seguro recorrido hasta la cúspide del cielo, lucho por poner en orden mis pensamientos. Una presencia, acaricia con sutileza la superficie de mi consciencia, es una pieza de un gran rompecabezas de mi último día; una pieza sin forma, sin principio y sin final, uno que no quiero hacer, un labe-rinto que no quiero recorrer, pero allí estoy, luchando contra esa imagen, aterrorizada de lo que puedan significar o de lo que pueda descubrir si la permito emerger del todo. Pero mi obsesión por la organización no permite semejante desorden en mí, incluso aquí, en lo más profundo de mí, tengo la necesidad de juntar las piezas.

Cierro los ojos y dejo el recuerdo apoderarse...

—¿Eso es todo?— Pregunta el cajero de la licorería.

—Tiene un aspecto como aburrido y cansado; es joven, con ojeras bien pronunciadas, un cabello desordenado y negro azaba-che, unas pocas canas comienzan a aparecer en su cabello, dándole apariencia de tener reflejos de luz. Donde estuvo sentado segundos antes ahora yacen muchos recibos de servicios parcialmente arruga-dos.

—Sí. — Respondo por inercia. Me doy cuenta que tengo tan pocas ganas de hablar como las tiene él. Ambos queremos ter-minar la transacción y continuar ahogándonos en nuestros proble-mas. En mi caso, trataré de ahogar mi problema; en su caso, quizás él ya está ahogado en los suyos.

—Un chocolate, una botella de Smirnoff, una pintura de labios, Rojo Coral. — Dice enumerando mis productos para mante-ner sus pensamientos concentrados en mi factura, y no en las suyas que lo acosan desde su silla. — Son 15,37$.

Le entrego la Tarjeta de Crédito mientras escarbo en el bolso algunas monedas de propina. Algunos billetes sueltos se tropiezan con mi mano, y un frasco de pastillas rebota en el interior.

—Gracias — Me dice mientras intercambiamos mis bolsas por su propina.

—A ti. Buenas noches. — Y le dedico una pequeña sonrisa sincera.

—Igual para usted. — Me contesta al tiempo que le-vanta un lado de su boca, en lo que debe ser la mejor sonrisa que puede tener bajo sus circunstancias.

***

Abro los ojos y vacío mis pulmones de un aire que no sabía que estaba conteniendo. No fue tan malo como lo temía. Por lo me-nos sé que no robé el Smirnoff; pero no sé qué pastillas eran esas. Fuerzo un poco mi creatividad para darle claridad a esa vaga ima-gen del frasco de pastillas, pero no tengo éxito. Frustrada, dejo caer mi cabeza hacia atrás, y me doy cuenta de algo. Abro los ojos y mi-ro hacia la botella.

—Ok, ese no es Rojo Coral y no es la misma botella de la li-corería— digo en voz alta.

Un nuevo recuerdo burbujea en mí y la llamada, esa maldita llamada.

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