Gay o mujer
Por primera vez no supe qué decir ni cómo salir del atolladero, tartamudeé como estúpido, mientras los compañeros hacían burla a mis costillas y me tildaron de maricón por no querer ni fajarte. Pero la verdad, la vieja no me pasaba.
Las semanas siguientes aquello fue un infierno, hasta los jefes llegó el chisme de que no quise nada con Samantha y las provocaciones de ella hicieron que todo el mundo tomara revancha en mi contra.
Al final, tenía que renunciar y cambiar de residencia o aceptar a la rubia. Mi pretexto de la novia en Estados unidos hacía reír hasta al más bruto.
Mi prestigio estaba en juego, así que no tuve más remedio que estrechar un día su delicioso cuerpo y darle un beso apasionado, que acalló por sí mismo los rumores. Yo tuve que salir corriendo al baño a volver el estómago.
No podía seguir ese juego con Samantha, era imposible tolerarla como pareja, tenerla cerca me causaba un escozor y una sensación de repulsión difícil de encontrar; así que decidí revelarle mi secreto.
Una tarde que mi casa estaba sola, llevé a Samantha, a mi recámara para que no le quedara duda de mi homosexualidad. nos encerramos y saqué el aparato de debajo de mi cama, lo armé y saqué el más imponente de mis consoladores, que monté en su posición de ataque, ante los atónitos ojos de Samantha.
—Mira esto es mi amante, con esto me siento feliz y satisfecho, y no estoy dispuesto a cambiarlo por ti —le dije con la firmeza de mis convicciones.
En silencio se acercó, vio el miembro de hule con curiosidad, movió la palanca a ambos lados, hizo cálculos y me dijo:
—¿Puedo probarlo?
—¡Pinche vieja! ¿Qué le estaba pasando?
Ahora el atónito era yo. La vi despojarse de sus ropas con naturalidad, su escultural cuerpo pareció relumbrar en medio de mi habitación.
Nunca una mujer me había impresionado tanto, era hermosa, sensual, con un cuerpo maravilloso, y muy caliente, no cabía la menor duda.
Vino a sentarse sobre la banca, se acomodó e hizo llegar la punta del pene a su vagina, con una precisión y una seguridad que me impresionaron.
—¿Puedes regalarme un poco de lubricante? —me dijo como si tal cosa.
Y ahí, delante de mí, comenzó a masturbarse.
—¿Qué diantres pretendes? —le grité.
—A lo mejor se te antoja... —murmuró con voz pausada y cachonda...
Y al final tuvo toda la razón del mundo, para que voy a negarlo, se me antojó.
Cuando aquella mujer me ofreció su culo, tuve que aceptarlo.
El miembro se me tensó, sentí apetito por sus nalgas, el ojo de su recto fue atractivo irresistible, y no me importó que fuera el de una mujer.
—Samantha...
—Sí, mételo por ahí... me gusta...
Recuerdo que muy chico me dio por jalarme el miembro, incluso, mis sesiones de masturbación, terminaban con caricias a mis genitales; aunque jamás se lo había metido a nadie hasta entonces. Samantha había logrado el cambio.
La sensación fue muy extraña, otro placer distinto, quizá no tan intenso como meterme cualquiera de mis consoladores, aunque placer al fin.
Los gemidos y meneo de ella me estaban gustando; sentir mi miembro aprisionado, en lo estrecho y cálido de su recto, también me fascinaban.
—¡¿Qué diablos me estaba pasando?!
Ni yo mismo lo entendía.
Acabé acariciando todo su cuerpo, besando sus mejillas, su cuello y hasta sus primorosos y firmes senos, aunque la boca no me atreví a besársela.
Ella no tuvo empacho en contárselo a las compañeras, incluso diciendo que la poseí por el recto, aunque, discretamente, calló lo de mi consolador.
Mis bonos volvieron a subir.
Yo era un mar de confusión, incluso consulté a un psicólogo, que, siendo gente joven y con amplio criterio, me ayudó a encontrar una explicación que acepté para no seguir traumándome, y que aún no me deja satisfecho.
Se supone que tras mi apariencia de ser un desmadroso, se esconde una terrible timidez que me impidió abordar a una mujer con naturalidad y llevar una relación entera como cualquier ser “normal”, lo que degeneró en una homosexualidad disfrazada y que últimamente se manifiesta como bisexualidad.
Debo decirles que me casé con Samantha, a quien considero una gran mujer.
Ella ha sido cariñosa y comprensiva y hemos formado una pareja perfecta.
Luego de hablarnos con toda libertad, hemos acordado dar rienda suelta a nuestros gustos sexuales. Yo le hago el amor a ella, siempre por el recto; jamás se lo he hecho por la vagina y tengo su consentimiento para llevar a casa a cualquier hombre con el que quiera acostarme.
A veces uno mismo nos ha hecho felices a los dos.
De hecho, tenemos un par de amigos que son amantes de los dos.
Siendo que la compañía de Samantha, ha venido a cambiar mi existencia, ahora soy más abierto y pido lo que quiero, sin temores; aunque, también ella es un buen gancho, porque su extraordinaria belleza, nos atraen galanes de muy buen ver, con quien jamás imaginé tener relaciones.
Y creo que el dispensarme su atención de leer mi historia, merece un premio, por lo que a continuación les cuento la primera de nuestras aventuras juntos.
El amor le venía al dedo: Amador. El chambeaba junto con nosotros y era un chico que me atraía grandemente, y que yo en mi ceguera y temores ni siquiera había soñado en amar. Samantha se encargó de abrirme los ojos, al señalarme sus atractivos, despertando en mí ese callado deseo.
—¿No te gustaría estar con él? —me preguntó en una ocasión.
—¡Por supuesto que me gustaba, era un mangazo!
—Déjalo por mi cuenta —señaló y se lanzó a la conquista del chavo.
A mi fino “amigo”, al sentir la posibilidad de acostarse con Samantha, le valió gorro nuestra amistad. Estuvo puestazo a ponerme la cornamenta, sólo que jamás imaginó que las reglas corrían por nuestra cuenta.
Después de “agasajarse” un ratito con Samantha, en nuestra propia casa y tomarse unas copas, Amador, se llevó la sorpresa de su vida, al verme aparecer en escena.
Tramamos entre mi esposa y yo una comedia de celos y arrebatos, que confundieron más a nuestro precioso invitado, que no sabía en qué forma sacársela.
Samantha le sugirió ser cariñoso conmigo y finalmente lo hizo darme un abrazo. Posteriormente le dijo que, si deseaba estar con ella, primero debía satisfacerme a mí para que yo no me pusiera tan pesado y tan violento.
Costó trabajo desapendejar a Amador; aunque al final, entendió nuestro jueguito.
Samantha, hizo mutis y nos dejó solos. Amador y yo nos sentimos confundidos, no sabíamos la forma de acoplarnos en nuestros gustos y preferencias.
Yo anhelaba su pito, deseaba mucho a un macho que me clavara y me respirara en la nuca, en mi estilo no existía el coqueto comportamiento de una mujer.
Lo único que pude decir fue:
—Si quieres a mi vieja, satisfáceme, cabrón.
Él se empezó a desnudar rápidamente y yo también, aunque lo hice más pausado. La proximidad del tan esperado encuentro me tenía tembloroso, con las manos sudorosas y un latir acelerado del corazón que me hacía ahogarme.
Amador, corrió a apagar todas las luces y como aquel que tenía que tomar una medicina amarga, lo quiso hacer lo más rápido posible para no tomarle sabor.
Se aproximó a mí, me abrazó y me quiso dar besos en el cuello, eludiendo un encuentro de nuestras bocas, tal vez por lo poco que le quedaba de resistencia.
Yo lo sujeté por la cabeza, de manera firme y segura, y lo besé con toda mi pasión, introduciéndole mi lengua y el rozar de su bigote con mis labios, fue la sensación más rica que había sentido hasta entonces, aunque nada comparable con lo que vino después, cuando mi mano envolvió su chile bien parado.
—Amador, papacito mío... dame este pitote, mi rey... —le dije convencido de lo que quería sentir en todo mi cuerpo y él no supo cómo reaccionar.
Lo apreté, lo jalé, lo acaricié y lo chaqueteé en rápidos movimientos que impidieron que aquel fantástico basto perdiera su preciosa rigidez.
Amador intentó retirarse y no se lo permití, porque la sensación de la primera vez es preciosa, no se parece a ninguna otra que no tenga.
Él era mi universo en ese momento. Me hizo perder todas las inhibiciones que durante tanto tiempo me habían mantenido lejos de lo que más deseaba.
Le metí el pie y lo hice caerse y me le fui encima con las ansias de una solterona, no le di punto de respiro, acaricié todo su cuerpo, me solacé con el vello abundante de su pecho y ya embrujado por mi deseo, Amador, comenzó a responder.
Me hizo virarme, ponerme a gatas en el piso y ensartándose un condón, me perforo por vez primera el anhelante culo que ya lo esperaba palpitante y ansioso.
Las dimensiones del miembro de Amador, eran normales, aunque yo ya me había introducido, consoladores bastante más grandes; sin embargo, la suavidad de su carne, el calor que la envolvía y el chocar de huevos y de vellos en mi trasero, fueron algo terrible emocionante.
No me causó ningún dolor, imposible con todo lo que me había metido, así que esa experiencia fue goce completo de principio a fin, desde el momento en que lo sentí deslizarse dentro de mi recto, hasta que me bañó las tripas con su leche.
Yo mismo lo dirigí, pidiendo la forma en que quería ser cogido, penetrado, limado, gozado, disfrutado, con esa ansiedad propia de la deliciosa primera vez.
Con mi voz entrecortada le marqué ritmo e intensidad. Le exigí rasguñara mis nalgas, que las apretara, que las sobara, que las disfrutara abriéndolas y cerrándolas mientras limaba en mis entrañas y hasta cambio de posturas hicimos.
Me tenía de ladito, con una pierna sobre su hombro, dándome varillazos intensos, apretando mi pinga con toda la energía de su pasión y de su mano; cuando eyaculó chorreando como manguera de bombero... ¡Uf!, ¡qué delicia!, sentí enloquecer en ese momento. Lo abracé con toda energía y lo cubrí de besos.
Ambos quedamos rendidos, tirados uno al lado del otro por un buen rato.
Y, como lo prometido es deuda, permití que mi esposa gozara también de tan preciosa compañía. Ellos se encerraron en la recámara, mientras yo me recosté en el sofá, disfrutando mi nueva experiencia, que se complementaba con los chillidos cachondos de mi esposa.
Más tarde, Amador se fue de casa comprometiéndose a volver otro día.
En seguida, Samantha me pidió hacerle el amor por recto, según nuestra costumbre. Para qué les cuento. Fue el mejor palo que le he echado, sentí una mayor y más franca identificación entre ella y yo. La puse en todas formas, le di cuanto placer pidió, la hice gritar, gemir y hasta llorar...
Esa noche me conocí por primera vez; experimenté todo lo que era capaz de dar y recibir, gocé plenamente, sin limitaciones, sin reservas, sin cortapisas.
Y desde entonces, mi vida cambió. Soy bisexual, así me acepto y estoy orgulloso de serlo y tan estoy convencido, que mi mujer, en su reloj biológico, tiene ganas de ser madre, y quiere que yo le haga un hijo.
Por ese motivo tuve que perforar su vagina, me costó un poco de trabajo adaptarme a darle por esa panocha que es sensacional, a decir de los que la han probado.
Sólo que, ante su comprensión, su amor, su apoyo y sobre todo su complicidad para mis gustos y placeres, no podía negarme a complacerla, así que, aunque lo hemos hecho apenas un par de veces, ella está decidida a que lo sigamos practicando para que en el momento preciso la embarace.
No tengo problemas para cogérmela, sobre todo, después de que me dan una buena metida por el culo, en ese momento me siento tan lleno y tan pletórico que soy capaz hasta de besarla en la boca, cosa que aún no hacemos del todo, ya que me sigue provocando cierto rechazo, como que no es para mí eso de los besos de lengua en la boca de una mujer, por muy hermosa que esté.