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CAPÍTULO 2

—¿Está todo listo para la videollamada? —preguntó Max sin mirarla.

George, su esposo, la observaba, serio, intimidante, como siempre, jugando con su cordura y su capacidad de aguante. Su cara de póker perenne (o la que solía usar muchas veces al día) le guiñó un ojo casi imperceptiblemente.

—Afuera se encuentra Carla Davis —anunció ella.

Max retiró de inmediato el rostro de una hoja que llevaba en sus manos para dirigirlo al de Lenis.

—¿Ella no estaba de permiso? ¿Qué hace aquí?

Su asistente personal quiso responder, pero se le hizo complicado. No sabía muy bien qué decirle, o cómo explicarle lo que la misma asistente de Protocolo le acababa de decir allá afuera.

—¿Qué pasa? —indagó Max al verla colocar sus brazos en jarras y dudar al lanzar palabras.

—Carla afirma que fue invitada a la reunión que tienes con el abogado Fiztgerald sobre la lectura del testamento.

Maximiliano arrugó mucho las cejas. Miró a Lenis como si le hubiesen salido diez cabezas.

En cambio George se enderezó. Como litigante, bien sabía que no a cualquier persona se le invitaba a la lectura de un testamento.

—¿Es ella la misma Carla Davis que trabaja para ti? —Nada más soltar esa última pregunta, y George tuvo que apretar los dientes. Era una interrogante que llevaba peso, puesto que, así como la secretaria sabía, Maximiliano y Carla ya se conocían, había enscrito una corta historia juntos que les ataba a todos, eran recuerdos de días oscuros queaún seguían frescos, eran demasiado recientes para el gusto de los tres allí presentes.

Max lo miró. Le respondería él, si Lenis no lo hubiese hecho.

—Sí, es ella. La misma mujer que nos ayudó a encarcelar a nuestro peor enemigo hace meses. Esa misma empleada se encuentra allá afuera y asegura haber sido convocada por el abogado del señor Fred Davison para la lectura del documento… —Lenis hizo silencio. Su mirada se perdió por un momento. Algo ocurrió en su cabeza al mencionar en voz alta el apellido del empresario fallecido.

Sintió en su pecho una presión, casi emoción, tal vez el advenimiento de un fuerte e importante descubrimiento —o una sospecha de ello— al concatenar dichos apelativos.

Y no fue ella sola quien sintió la llegada de una luz novedosa. Maximiliano se quedó quieto y George la miró a ella, luego a él.

—¿Esa mujer es familia de Davison? —preguntó el CEO colocándose de pie—. ¡¿Una de mis empleadas es hija de mi peor enemigo?! —lanzó Maximiliano, sin más.

Lenis salió de inmediato del despacho antes de que su jefe explotara, cerrando la puerta tras de sí.

—Carla, ¿me acompañas, por favor? —pidió la secretaria justo después de acercarse a ella en la salita.

Carla se levantó, asintió y siguió a la secretaria, dándose cuenta segundos después que llegaban a la sala de juntas.

El mundo para la asistente de Protocolo se ralentizó al ver quiénes la esperaban alrededor de la gran mesa de conferencias. En su mente lanzó una grosería que ciertamente jamás se atrevería a decir en voz alta.

Una mañana salió de su casa determinada a no perder su empleo. Ahora, vestida con un bonito pero cómodo atuendo de oficina de camisa blanca manga larga, falda negra, medias pantis negras y zapatos de tacón también negros, maquillaje tenue pero iluminado y su pelo extra lacio suelto, acudió al edificio con la premisa de esclarecer otros asuntos, no haciéndole caso a un médico que le recetaba descanso para aliviar o al menos intentar desaparecer su cuadro de estrés. Un día antes, Carla Davis no pensó jamás encontrarse allí con esas personas: George J. Miller, uno de los mejores abogados de la región, además de uno de los más aguerridos, famoso por ser quien encarceló a malhechores internacionales y cerrar con buen pie enormes negocios, y a su jefe, Maximiliano Bastidas, el dueño y fundador de ese consorcio de inversiones, además de ser el hombre que más le había intimidado en la vida.

Bastidas era, para ella y en añadidura, absolutamente guapo, con esos cuarenta años bien cumplidos, rostro hermoso, con líneas de expresión que le denotaban sabio y exigente; cabello castaño que usaba desordenadamente peinado y que allí frente a ella aún enaltecía. Ella estuvo segura que ambos se habían sentido atraídos uno por el otro en alguna ocasión, pero también era consciente que no eran el uno para el otro. Él pertenecía a un mundo muy distinto al de ella, al menos eso era de lo que ella se convencía.

Ahora la situación era distinta, parecía ser peor. La intimidación parecía ahorcarla. La desconfianza quería transformarse en furia a través de los ojos del CEO, quien no perdía detalle de cada uno de sus movimientos mientras se sentaba.

—Nos volvemos a ver, señorita Davis. Y vaya de qué forma.

Ella tragó grueso ante la bienvenida de su jefe, soltada con palabras amargas que casi la dejan sin de respiración.

—Antes de que comience esta… esta atípica reunión —continuó Max, mirándola directo al rostro—, me gustaría que nos contaras a todos aquí, la razón del porqué viniste a esta reunión privada y cómo es ese asunto particular y sorpresivo de ser convocada a esta lectura.

Directo. Sin rodeos. Carla no estaba sorprendida por eso, la pregunta de Max fue la más lógica.

Pero la respuesta que ella tenía amenazaba con descontrolarlo todo. Optó por decir la verdad, pero no directamente. Colocar cada palabra sobre un colchón que pudiese amortiguar cualquier caída era lo mejor.

—Me disculpo por no haberles saludado al llegar. —Asintió hacia el abogado y hacia Max, antes de continuar—. Estoy tan sorprendida con todo esto, así como ustedes lo están.

Colocó la gruesa carpeta sobre la mesa y sobó un par de veces el logotipo de la empresa inglesa.

—Anoche recibí esta carpeta dentro de una caja que la empresa oficial de correos de la ciudad dejó en la puerta de mi casa —tragó para calmar una repentina sequedad, algo que solía sucederle cuando estaba nerviosa o estresada— con una información que para mí es bastante insólita. Vengo aquí precisamente con una convocatoria que jamás esperé, pero también para corroborar lo que dice en esta carpeta sobre mí.

—¿Por qué sobre ti? —interrumpió Max—. ¿Por qué estás aquí?

Ella volvió a tragar, la sed era molesta.

—Porque soy la hija de Fred Davison.

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