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REQUIEM PARA UN ACERTIJO: CAPITULO UNO

Hay algo que nunca dejo de causarme inquietud y es el número de muertes que experimenta un individuo antes de abandonar completamente el mundo en forma natural o a causa de un accidente o suicidio. Diríase de esto como una experiencia tan traumática que genera un intempestivo cambio en el curso de nuestras vidas.

Este cuestionamiento me llevo en reiteradas ocasiones a interminables charlas con amigos, terapeutas y hasta espiritistas. Aunque entrañaba un problema de índole hipotético, no ostentaba ninguna gravedad, ni motivo para romperse el cerebro pensando. Era sencillamente una de esas interrogantes que flotan en el aire, giran alrededor de nuestra cabeza, pero se quedan ahí, vagando en el limbo.

Uno de los placeres intelectuales que solía llenar mi ego, aparte de deleitarme con el misterio de escudriñar manuscritos antiguos y rarezas literarias, era la de coleccionar obras de Arte, Sobre todo aquellas que incursionaban y se sustentaban con la corriente surrealista, me fascinaban Marx Ernest, Yves Tanguy, Remedios Varo y poco más allá Francis Bacon con esos seres desgarrados y deformes que poblaban sus cuadros, así como tantos otros que me sería largo enumerar. Siempre tuve la presunción de que en una creación plástica debían conjugarse concepto, forma y color de manera fluida y espontánea. No únicamente la representación reiterada del objeto o la presencia de una imagen. Fue de este modo como incursione en esos laberintos conceptuales observando y ratificando mi peculiar apreciación. Buscando entre nuevos creadores y estilos algo capaz de llenar mi necesidad de síntesis.

Una tarde se me ocurrió recorrer Galerías de Arte y fui a dar como tantas veces a una donde el marchante era de carácter simpático y bonachón, hombre de buen gusto y refinado tacto en esos menesteres, me presentaba alguna que otra novedad artística que muchas veces no alcanzaba a sugerirme nada.

Luego de una breve y escudriñadora inspección ocular me mostró las obras de un reciente miembro de su clan. Las mantenía ocultas en su desván esperando el momento de darlas a conocer al gran público. Era un lote no mayor de diez u once dibujos prolíficamente elaborados, con una técnica y maestría impecable, todos enmarcados dentro de un surrealismo apocalíptico.

Como yo era uno de sus habituales clientes me permitió observarlos con detenimiento. Uno a uno fui revisando los detalles, lo bien estructurados que estaban. Un desenvolvimiento preciso, nunca uno parecido al otro, siempre diferentes. Ser espectador de una técnica tan depurada me causo emoción y me produjo un enorme jubilo el tener el privilegio de ser uno de los primeros en apreciarlos antes de que fueran exhibidos para su venta. Uno en especial capto mi atención, podría haber pasado inadvertido para cualquier simple observador o no despertar sospecha alguna, pero no para un acucioso conocedor de la materia.

Tras intentos por desentrañar la psique emocional de los artistas me había imbuido en la lectura de técnicas y procesos de la creación plástica. Le pedí al buen marchante me concediera una lupa y accedió, en un extremo del dibujo donde aparecía una roca había esbozado una loza donde podía leerse con toda claridad, pero con letras muy pequeñas, el siguiente epitafio: “Homenaje a la primera muerte de Samuel” He aquí a alguien experimentando su primera muerte, me dije. Pensé en los manuscritos que dejó mi padre donde hacía referencia al respecto.

“Todas las muertes conducen a la purificación…”

Aquel artista que escribió su epitafio debía tener ciertos conocimientos metafísicos, algo fuera de estas esferas bullía en su cerebro. Sentí la necesidad de conocer al autor de tan peculiares dibujos. Tal vez podía darme una pista a la respuesta que yo afanosamente buscaba.

No tardó en descubrirlo, eh? Este chico es genial, lástima que este medio loco, imagínese su estado de delirio para escribir semejante tontería, dijo el marchante sonriendo. Esboce una tímida sonrisa y solo atine a decir: Claro. Le manifesté mi interés de adquirir precisamente ese para mi colección.

Al notar mi decidida actitud su semblante se transformó en una caja registradora y como buen comerciante que era dijo que por el momento no podía desprenderse de ellos porque estaba preparando una exposición para Canadá y necesitaba de todas las piezas para presentarlas. Insistí, pregunté cuanto quería por la obra y fijó un precio que me pareció algo disparatado y exorbitante para un debutante a artista mayor. Sin embargo, le extendí el cheque con la cantidad estipulada aun cuando estaba seguro que me estaba estafando.

A solas en mi departamento busque un lugar en la pared del living desde donde podía apreciarlo en toda su magnitud. Hice a un lado cuadros anteriores y al fin conseguí ubicarlo en el mejor espacio disponible. Me propuse estudiarlo detenidamente, después me ocuparía de dar con el autor del mismo. Sabía que radicaba en Santiago y aunque el marchante no consintió en darme su dirección tenía la certeza que se desenvolvía en un perímetro no muy grande de la ciudad y que entre artistas se conocían mutuamente. De alguna manera daría con su paradero.

El dibujo captaba mi atención, encerraba todas las características de un acertijo, sólo para ser descifrado por una mentalidad privilegiada y la mía definitivamente lo era. Estaba convencido que dentro de su simbolismo a esta primera muerte que el artista describía públicamente y sin tapujos, homenajeándola casi irreverentemente como un afán de que el mundo se enterara de que en algún momento de su existencia había experimentado una fuga en su cosmogonía. ¿Pero hasta qué punto ese algo llegó a calar tan profundamente en su naturaleza para anunciarlo de manera tan inusual?

Contemple las figuras y las formas hábilmente construidas, la escena principal era extremadamente patética, destacaba la figura de un ángel con una mascarilla de águila, empuñando una espada de fuego en la mano derecha, la mano izquierda señalaba con el índice un lugar indefinido; en lugar de dos, tres senos en el pecho y una túnica que le caía de los hombros hasta los pies, alas grandes y desproporcionadas. Al costado un hombre con una careta cubriéndole el rostro, se veía un cuerno afilado brotándole del costado izquierdo. De ese rostro cubierto brotaba una lágrima, al mismo tiempo sostenía con sus manos, como protegiéndola, una mujer desnuda en actitud desoladora, sus ojos dejaban filtrar una sensación de miedo y preocupación.

Los tres personajes viajaban sobre un paño larguísimo como por sobre una alfombra voladora. Y abajo se notaba un paisaje rocoso y poco ortodoxo, se veían unas formas escultóricas, con un sinnúmero de elementos amorfos, somáticos y cotidianos como guitarras, ojos, manos desgarradas, rostros deformes, medias lunas, etc. Más cerca y a flor de tierra un cuerpo semienterrado los observaba impertinente. Cerrando la composición una figura femenina escalando unas pendientes rocosas desde donde se divisaba la pequeña placa con el epitafio.

Lástima que las palabras no contengan el poder de la visión para describir la obra en su conjunto de manera más elocuente, pero doy testimonio de ello. Ese era el acertijo, contenido en imágenes encriptadas. Algo me resultaba indudable, la pareja estaba siendo expulsada por haber cometido tan sacrílego como un pecado mortal, pero no precisamente de un paraíso, aquello estaba muy lejano de serlo. Al menos el ángel no revelaba pertenecer a ninguno; sus características eran fácilmente identificables como malévolas o demoniacas y no como se representan, totalmente asexuados. La lágrima que resbalaba por la careta era la simbolización del dolor que lo embargaba.

El cuerno afilado tenía la misma connotación natural del sistema de defensa de los animales, podía servir para agredir o protegerse. El no tener rostro significaba que no quería revelar su identidad porque se encontraba en alguna falta. Sostenía y protegía a esa mujer porque la amaba o se sentía ligado a ella, fue ahí cuando reparé en el título del cuadro, escrito con lápiz de grafito en la parte posterior decía: “Samuel expulsado del paraíso junto a la única musa que lo acompaña siempre, la soledad.”

Más abajo las medidas y la firma. Era ahí donde se escondía el embrollo del asunto o el espacio por donde la fiera pretende escapar de sus perseguidores. Un truco demasiado viejo para un sabueso experimentado en cacerías. La mujer que sostenía en brazos no era precisamente una musa, su soledad tal vez. Porque para llegar a amarla tendría que ser de carne y hueso, real y tangible. Y del mismo modo que Adán cargo con Eva, Samuel llevaba su carga consigo, por decirlo literalmente.

Esa mixtura de formas que aparecían a un costado no tenía otro significado que un mundo interior confundido y torturado por las circunstancias, se notaba nostalgia, infortunio, impotencia, amargura, esperanza, todo en una sola maqueta. Y el rostro que observaba desde la tierra, era la incapacidad vergonzosa de evitar que eso suceda. En el paisaje no aparecía un mínimo de vegetación, las rocas eran desafiantes y agudas. La mujer desnuda que ascendía sobre ellas era la interpretación que le daba a su espíritu, el de caminar por senderos sinuosos e inaccesibles.

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