Capítulo 4: Deja todo atrás
Laia.
—¿Vas a dejar a la manada? —cuestionó, ofendido.
—Como si yo hiciera mucho aquí —bufé, en tono burlón—. ¡No me dejas hacer nada como una loba! ¿De qué sirve que lo sea? Si me voy, tendré más oportunidades de descubrir mi poder —añadí, palpando mi pecho.
Era la verdad.
Caleb me estaba poniendo un par de cadenas desde que llegué ahí. Me limitaba tantas cosas que dudaba en que fuera por protección.
Tal vez era su impulsividad de tenerlo todo. Querer apropiarse de una persona para él seguro resultaba normal.
—¿En serio vas a abandonar la vida que te estoy dando? —inquirió, sin poder entenderlo—. ¡Vives con tantos lujos que ni en toda tu vida hubieras obtenido sola!
—¡¿Crees que me importan los lujos?! —exclamé, con el ceño fruncido—. Por la diosa, Caleb, se nota que no me conoces en nada.
—Laia, no puedes irte así —habló, más calmado—. Afuera es muy peligroso, no conoces las amenazas que pueden existir.
Trató de colocar su mano en mi hombro, pero se la quité de inmediato. No iba a dejarme envolver por ese falso arrepentimiento.
—No me toques... Caleb, no lo has hecho en seis meses —murmuré, desviando los ojos.
—Podemos mantener una relación de colegas, nada más allá —propuso.
—¿Colegas de qué? Ni siquiera me has dicho de qué trabajas —Me crucé de brazos—. Si no fuera por Elena, ni me enteraba de que eras el dueño del mejor restaurante en la ciudad.
—Laia, ¿podemos resolver este malentendido? —Pidió.
—Sabes la única manera de resolverlo —zanjé, mirándolo con molestia—. Me iré de aquí.
—No vas a rendirte, ¿verdad?
—No.
—¿Vas a regresar con tu padre? ¿En serio? —cuestionó—. Tendrás una mejor vida aquí, Laia. ¿Por qué tanto afán en encontrar el amor?
—Sí, lo buscaré —afirmé—. Y no lo entenderías. Tienes el corazón tan podrido como tu culo.
Mi mandíbula se tensó y él alzó una ceja por la ofensa. Ya no me importaba faltarle el respeto, aunque la diferencia de poder estaba más que clara.
Yo a penas y sabía transformarme, pero desconocía mis propias habilidades de loba.
Sospechaba que tenía que ver con la audición, ya que de otro modo no hubiera podido escuchar la conversación que tuvo con Claire.
—Está bien, no te detendré —Aceptó, rascando su cuello—. Pero no olvides que te lo advertí. El mundo exterior es un lugar peligroso y seguro tu padre también trató de protegerte. Lástima que veas lo mío como un acto egoísta.
—No me vengas con esos sermones —refuté—. Lo descubriré por mi cuenta.
Me di la vuelta, dispuesta a marcharme. El alfa de nuevo me detuvo, agarrando mi brazo y provocándome esa electricidad que me hizo apretar los dientes.
Esa tontería era parte de mi imaginación. Yo no estaba dispuesta a dejarme llevar porque al hacerlo, destruí mi propio corazón.
—Bien. Por lo menos déjame acompañarte a la salida —masculló, soltándome con fuerza.
Me giré a verlo. Tomó la camisa que estaba tirada en el suelo y procedió a ponérsela. Tragué saliva con tanta rabia porque otra mujer podía tenerlo sin problemas.
Seguro me iría y ellos seguirían en lo suyo.
¿Por qué me enojaba tanto? Era una sensación que me desgarraba el alma. Me daban ganas de arrancarle el cabello a Claire de una mordida por lo doble cara que fue.
Fingió ser mi amiga, pero nunca lo fue. Me sentí traicionada por ambas partes, pero debía seguir adelante.
—Vamos.
Caminé delante de él para darle a entender que no me sentía inferior. Y ahí la vi a ella cuando estábamos bajando, abrazando su propio cuerpo y sentada en las escaleras.
Esas cejas hundidas indicaban fuerte arrepentimiento, pero volteé mi cara y seguí con mi camino, a pesar de que Claire intentó hablarme.
—Espero que puedas decirle a Elena que la extrañaré —pedí, ya estando en la salida—. Fue la única que me apreció.
—Se lo diré —acató él.
Su cabello se movía en dirección al viento. Metió ambas manos en sus bolsillos y por un segundo pensé que me pediría perdón por lo que hizo. Que se arrodillaría ante mí.
En serio tuve esperanza hasta en el último segundo, pero Caleb no dijo ni una sola palabra que me alentara a lanzarme a sus brazos.
—Adiós, Caleb... —murmuré, sintiendo un nudo en el estómago.
No quería alejarme de él, pero era por mi propio bien. Necesitaba avanzar y no quedarme estancada como en los últimos seis meses.
—Adiós... Laia —Lo miré una última vez—. No podré ayudarte si estás en peligro, no lo olvides.
—No necesito tu ayuda —zanjé.
Me di vuelta para marcharme. Habían preparado una mochila con mis cosas, fue más rápido de lo que esperaba. También habían provisiones.
Suspiré, lista para partir.
Invoqué a mi loba interior, sintiendo ese desgarre en mis huesos como era de costumbre. Tomé la mochila con mi boca y me la coloqué en la espalda.
Corrí, corrí como nunca antes lo había hecho y aún estando en esa forma, las lágrimas salían de mis ojos.
(...)
Todavía no comprendía por qué Caleb me buscó si no me necesitaba...
Seguí el leve olor del poder de mi padre para regresar a Eclipse, estaba segura de que él me recibiría con los brazos abiertos. En mitad de camino, terminé tropezando con un tronco ya que mis patas flaquearon.
No supe qué me pasó, pero cuando caí de hocico al suelo y golpeando mi nariz, chillé. Mi voz salió como un aullido convertido en sollozo. Mis huesos empezaron a crujir indicándome que estaba volviendo a mi forma humana.
¡No, no!
No había llegado. Tenía que aguantar un poco más... Carajo. Mis piernas comenzaron a tomar forma, al igual que mis brazos.
—¡No! ¡Vuelve, por favor! —exclamé, mirando hacia todos lados.
Árboles y más árboles era lo que me rodeaba. Estaba en medio del bosque más tenebroso que había visto en toda mi vida. La noche era fría, oscura y me abrazaba con ese sentimiento de superioridad.
Mi corazón estaba latiendo a millón por el claro miedo que sentía al oír a los búhos cantar. Una rama crujió detrás de mí, alertándome. Me giré en esa dirección y era una simple ardilla, hasta su respiración pude escuchar.
¿Por qué mi sentido del oído se tenía que intensificar en ese momento? Tantos sonidos escalofriantes que me ponían los pelos de punta.
Tragué saliva.
—Diosa... Si puedes oírme, no me hagas esto —murmuré, viendo el cielo.
Lo único visible eran las estrellas, porque no había luna, ni un pedazo de ella. Aún así, no perdía la esperanza de ser escuchada.
Seguí mi camino a pie, adentrándome mucho más en el bosque hacia el olor que desprendía mi padre. Supe que era él, porque sentí que nuestras sangres estaban conectadas.
Pero esa frágil cuerda invisible que me guiaba, estaba tirando como nunca lo había hecho.
—Padre... ¿Por qué tengo un mal presentimiento?
Mis pies descalzos no eran de hierro, por lo que me quejaba cada cierto tiempo al sentir una astilla en ellos. Me mordí el labio, y un peculiar olor a quemado llegó a mi sentido del olfato.
Corrí para averiguar de qué se trataba. Mi respiración agitada se ahogó al ver que había mucho humo por encima de los árboles, pero no parecían estar quemándose.
Más bien, era como el olor a tela quemada...
Terminé de atravesar el bosque, encontrándome de lleno con el humo y las llamas devorando un campamento. Lo supe de inmediato cuando sentí el olor de mi padre en medio de toda esa ruina.
Abrí la boca, y así mismo la cubrí con mis manos porque estaba claro que ese era el campamento que siempre montaba la manada Eclipse, sin importar a donde fuera.
Las lágrimas salieron de mis ojos de inmediato, porque a medida que avanzaba, me encontraba con los cuerpos quemados y moribundos de lobos conocidos.
El olor a ceniza llenaba el aire. Mi corazón latía con fuerza mientras buscaba a mi padre en medio de toda esa masacre, el único vínculo que me quedaba con mi pasado.
Mi única familia.
—¡¿Padre?! —grité, con la voz ahogada en el llanto.
Escuché el crujido de varias ramas a lo lejos. Corrí en esa dirección.
Finalmente, lo encontré junto a un árbol chamuscado en medio del campamento. Su rostro estaba marcado por la tristeza y la preocupación.
—Laia... —dijo, con voz ronca—. Has vuelto.
Mi cuerpo se deshizo al ver que mi padre estaba cubierto de sangre, quemaduras y un cuchillo de plata atravesando su abdomen.
La plata, el peor enemigo de los hombres lobo, ni la mejor regeneración podía curar una herida hecha en un órgano vital.
Yo asentí, sin aliento.
—Padre, ¿qué ha sucedido aquí? ¿Por qué está todo en llamas? ¿Quién hizo esto? —Se me quebró la voz.
Papá me miró con ojos cansados, el claro ejemplo de que no le quedaba mucho tiempo.
—Hija, existe una profecía que dice que cuando los cazadores se alcen contra todas las manadas, se le abrirá el camino a un terrible destino, en donde el mundo será sumido en total oscuridad... —comentó, a penas en un hilo.
—¿Qué profecía, padre? ¿Por qué no me habías contado esto?
Él tomó mi mano.
—Laia... Tienes que investigar más por tu cuenta —Tosió sangre, haciendo que me asustara—. Tú eres más fuerte de lo que piensas, hija, aunque los demás te digan lo contrario. Sé que la diosa Luna te guiará —añadió.
—¿Fueron los cazadores?
—Sí... Estaban furiosos, sedientos de sangre... —afirmó.
—Papá... Te prometo que te vengaré.
—No, Laia, no resolverás nada con la venganza —reprochó—. Todo inicio siempre tiene su final. La diosa Luna ya forjó el destino de cada uno de nosotros, y el tuyo es mucho más importante de lo que imaginas.
Tenía razón, pero no iba a descansar hasta encontrar a esos cazadores...
—¿A qué te refieres?
Él no me respondió y sus ojos perdían el brillo.
—No te vayas... —rogué, con los ojos aguados—. Voy a llevarte con un sanador, aguanta un poco más.
—Sabes que es muy tarde, pequeña —Tomó mi mejilla—. Tu madre y yo estaremos muy orgullosos de ti, sin importar lo que hagas. Vive, Laia...
Mi padre soltó su último aliento, regalándome una sonrisa que me destrozó el alma, y su mano cayó.