Una chica común
Una chica común como cualquier otra.
Emily Reyes era mi nombre de pila con un apellido latino por la ascendencia no comprobada de mi papá. En mi corazón guardaba miles de sueños y esperanzas, pero ninguna como la de poder terminar de afianzarme económicamente para poder demostrar ante la corte que me podía valer por mí misma lo suficientemente bien como para recibir la tutela de mi hermano de doce años. Él había estado viviendo en un internado subvencionado por el gobierno desde el incidente con mi tío. Yo también estuve un par de años en el lugar mientras terminaba de cumplir la mayoría de edad, por lo cual podía saber de primera mano que aquello era un infierno. Por falta de formación académica no podía conseguir empleos lo suficientemente bien remunerados como para aspirar a poder demostrar un mínimo de estabilidad. Lo poco que ganaba se me iba en las cuentas por pagar y en una que otra metida de pata, como la vez que me tocó pagarle a Ana su coche por una indiscreción al volante que por suerte solo me llevó a chocar contra un árbol. Por eso esa mañana estuve atenta a conducir con los ojos bien abiertos y la mente enfocada. La meta estaba próxima. Mi objetivo: torre empresarial Cavíll donde había recibido la mejor oferta de trabajo en meses de tanta búsqueda. No era el mejor trabajo del mundo, sería la asistente de la chica de la limpieza, pero aun así ganaría mucho más que en mi última experiencia como mesera y eso era justo lo que necesitaba para enderezar mi vuelo.
En el estacionamiento subterráneo aparqué el coche de Ana, ese mismo que iba remendando de pintura después de mi «indiscreción», y me sentí animada por el resto de vehículos que ocupaban las plazas de ese lugar. Si esos eran los coches de las personas que trabajaban ahí tenía mucho sentido esperar algo bueno después de todo.
Subí las escaleras hasta llegar a la recepción donde me di cuenta de que mi vestimenta iba a contrastar del todo con el ambiente del lugar: Yo iba con un pantalón sencillo de color azul, uno que según Ana hacía resaltar mis caderas y glúteos, combinado con una camiseta sencilla de color blanco. Completaba mi imagen, la mochila de mis tiempos de estudiante que llevaba colgada al hombro. Lo único lo suficientemente claro para demostrar mi femineidad eran unos tenis de color rosa que llevaba puestos.
La chica de la recepción me miró extrañada, cuando me vio aparecerme frente a ella. Me sentí un poco apenada por la forma en como me vio, pero no estaba dispuesta a apabullarme por la situación.
―Hola, yo soy la chica que llamó para lo del empleo ―señalé con una sonrisa amistosa―. Me pidieron estar aquí a las ocho, pero preferí llegar antes para evitar cualquier imprevisto.
La rubia me miró con cara de pocos amigos que demostraba su mal humor y con la explicación que me dio a continuación me lo dejó en claro:
―Ascensor, piso ocho, derecha, izquierda, derecha… una puerta negra, espera enfrente hasta que te llamen.
Yo quedé con la mente hecha un lío, pero la rubia atendió una llamada, que parecía fingida, entonces no me quedó otro remedio más que arreglármelas por mi cuenta.
Entré al ascensor y me encomendé al cielo para no olvidar las indicaciones que me había dado la rubia de la recepción.
Llegue al piso ocho y lo que me temía ocurrió: El piso número ocho se encontraba tan desierto como la recepción. Se notaba que el horario de trabajo del lugar aún no había iniciado. Después de todo no parecía ser una buena idea el haberme presentado tan temprano al sitio.
―Ascensor, piso número ocho, izquierda, derecha, izquierda ―repetí en voz baja.
Comencé a caminar por los pasillos de aquel sitio que en vez de parecer un paraje de oficinas de trabajo parecía más bien un lugar preparado para una sesión fotográfica para una revista de diseño de interiores modernistas. Los colores blanco y negro impregnaban el lugar en toda su decoración minimalista y sosegada. Mis botas rosadas resaltaban por si solas.
Seguí a tientas lo que creía eran las indicaciones correctas antes de llegar a una puerta negra tal como la rubia me lo había dicho. En la próxima esquina debía cruzar a la derecha para culminar el recorrido, pero antes de cruzar ocurrió el desastre: una mujer, vestida con elegancia y mucha parafernalia, caminaba en dirección contraria. En su mano llevaba un café que por el choque terminó derramado sobre su vestido de color celeste.
La mujer comenzó a gritar improperios e insultos casi sin fijarse en mí, al parecer solo le importaba que su vestido de Chanel se le hubiese arruinado.
Me sentí culpable y bastante mal por esa otra rubia, al parecer en ese edificio ser rubia era un requisito de ingreso, pero no podía permitirme una metida de pata antes de que siquiera me contrataran, por lo cual oculté mi rostro y me eché a correr antes de que la rubia la tomara conmigo. Más adelanté encontré refugio en una salita de estar donde intenté disimular mi presencia por si la rubia me estuviese buscando, pero por suerte el lugar seguía tan deshabitado como al principio. Al final de cuentas parecía que ese podía ser mi día de suerte, pues la puerta negra estaba justo allí frente a mí.
Sonreí satisfecha, pues parecía que la chica común iba a lograr su cometido de entrar a trabajar en esa empresa que era la multinacional de negocios más importantes del país entero. No estaba aspirando a un cargo de envergadura por los momentos, pero estaba dispuesta a escalar hasta donde la vida me lo permitiese.
La puerta se abrió y mi corazón comenzó a latir descontrolado. El momento había llegado, pensé al ponerme de pie. Un sujeto delgado, alto, calvo y con bolsas debajo de sus ojos, vestido como los abogados de la televisión, me miró y me dijo:
― ¿Usted es la chica que viene por lo del «contrato»?
El sujeto hizo una entonación extraña al pronunciar la palabra contrato que me dejó con dudas, pero temiendo realizar una metida de pata monumental asentí de inmediato.
El sujeto me miró de pies a cabeza cuando me paré frente a él.
―Veo que está dispuesta a entrar en papel desde el inicio ―me dijo antes de hacerse a un lado para dejarme entrar en la oficina.