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A pesar del largo trayecto, del cansancio acumulado, el mareo y el hombre de la cicatriz; la pequeña pero intensa conversación con el ayudante, o más bien las miradas, y las tres acosadoras, Gabriel se sintió eufórico al sentir la suavidad del contacto de las llantas en en pavimento que anunciaba el inicio del pueblo. No era tan suave como lo esperaba, pero sí mucho mejor que la rústica carretera por la que acababa de pasar, con huecos y piedras que le tenían el cuerpo al borde del colapso.
Las casas a las afueras del pueblo eran, en efecto, lo que Gabriel esperaba:
Humildes, de techos bajos y pintorescas, un variopinto espectáculo de colores y amalgamas, perfectamente limpias y organizadas, en su mayoría. Algunas podían presumir el sueldo de sus dueños con grandes rejas y vidrios polarizados, fachadas impecables con pinturas de aceite y macetas de barro, pero otras no contaban con mas que la belleza artesanal de los patios adornados con hortensias, veraneras, caracuchos y orquídeas que le daban un aspecto cálido y bonito, todas perfectamente apostadas en macetas de ollas viejas, de botellas de plástico amarradas, guadua y alambre, decoradas con ímpetu o simplemente recicladas de inmediato después de ser desechadas.
Cuanto más avanzaba, más comercio comenzaba a vislumbrar, alguna pequeña tienda de barrio, o más bien de pueblo, negocio que no conocía para qué podrían servir pero que tenían anuncios colgando o pintados en las paredes. La escalera iba en subida, y cuando la pendiente terminó, llegó a una pequeña planada donde el camino se dividía en tres, por donde venían, otro derecho a ese por donde supuso continuaba la carretera principal hacia la Dorada, y a la izquierda la entrada del pueblo. El vehículo volteó y comenzó a descender, se detuvo frente a una tienda y comenzó a descargas unos cuantos bultos y cajas. El ayudante le dedicó apenas un par de miradas mientras bajaba los artículos. Gabriel comenzó a sentir un vació escocerse en el fondo de su estómago, sintió náuseas y no por el mareo, sino por el terror que comenzó a invadirle. Era un lugar diferente, y una vida diferente, tenía que hacerlo, tenía que lograrlo, quería ver en los ojos de sus padres ese orgullo que veía en ellos cada vez que hablaban de su hermano, y nunca más la preocupación cuando hablaban de él. Se preguntó como le daría cara a su primo y a su tía, nos los veía hacía más de diez años, y no sabía como sería la relación con ellos, tal vez lo odiaran por lo que era… por lo que había sido, más bien por lo que iba intentar dejar de ser. La escalera siguió calle abajo, parando de vez en cuando para dejar algunos encargos o hablar con los tenderos. Gabriel recordó lo que le dijo su primo casi veinticuatro horas atrás por WhatsApp, así que saco su celular, y entrando al chat, leyó:
— Mira, Gabo, quédate en la escalera hasta que yo vaya por ti, el pueblo es pequeño, pero tiene muchas casas, si ves que tardo mucho, bájate y pregunta por la casa de Axel, Asegúrate que se den cuenta que eres mi primo, digamos que no confían mucho en los forasteros. Estoy ansioso de que nos reencontremos, no nos vemos desde que comíamos mocos y caíamos de los columpios. Nos vemos, primo.
Gabriel bloqueó la pantalla de su celular y se limitó a seguir observando el pueblo. ¿cuánto hacía que no pisaba suelo Florentino? ¿diez años? El mismo tiempo que llevaba sin ver a su primo y a su tía, ¿cómo lucirían ellos ahora? Lo único que recordaba de ellos era el tremendo cabello rubio de su primo, sus ojos azules y su sentido del humor. De su tía recordaba menos, lo único que le palpitaba en la mente era que cocinaba como toda una chef profesional.
Cuando la calle desembocó en el parque, Gabriel sintió un extraño cosquilleo en el estómago. Se esperaba menos, mucho menos. El parque era grande, con un una enorme plaza hecha con pequeños ladrillos insertados uno con otro con una meticulosidad impresionante, había un enorme árbol en el centro, rodeado de bancas y de un color naranja cremoso, en una de las esquinas había una estructura que Gabriel supuso serpia un kiosco o algo así. la plaza estaba cerrada por un pequeño muro que la rodeaba completamente, alrededor estaba la calle que le daba la vuelta completa, al otro lado de la calle, había decenas de tiendas, casas, carnicerías, incluso había un pequeño gimnasio, de esos que trabajan con tu propio peso, en conjunto, el parque era un inmenso cuadrado, con salidas en cada esquina, pero lo que más le llamó la atención, fue la inmensa iglesia, que se erguía orgullosa y que acaparaba todas las miradas. El atrio frente a ella tendría unos treinta metros cuadrados, supuso Gabriel, y sobresalía varios metros por encima de la calle, como una tarima a la que se podía acceder por una sarta fila de escaleras llenas de baldosas rojas con amplias separaciones.
Cuando la escalera se detuvo por completo, junto al kiosco, se quedó allí, viendo al chófer y al ayudante alejarse hacia una cafetería, entonces se dio cuenta
De que tenía demasiada hambre. Eran ya las cuatro de la tarde, no había almorzado y su desayuno había terminado sobre el piso de la escalera. El estómago le rugía, y los minutos pasaban y su primo no aparecía, jugó un poco en el celular y terminó de leer el capítulo de un libro, hasta que el chofer se acomodó perezoso en su haciendo dispuesto a continuar la ruta, y se vio obligado a bajar. Acomodó sus dos maletas y esperó cualquier señal de un cabello rubio revolotear por ahí, pero no había nada, así que se bajó de la escalera y lo primero que hizo al poner el primer pie en el pavimento, fue zambullirlo hasta el tobillo en un charco de agua sucia. Frustrado, y con su tenis blanco, ahora café, emprendió marcha hacia un pequeñísimo auto servicio. Cuando entró, tres de las cuatro personas le miraron.
— A la orden— le dijo la tendera, volviendo de nuevo la vista a su celular. A Gabriel le agrado en sobremanera que no fuera una "acosadora", entonces se aclaró la garganta.
—¿Podría decirme donde vive Axel Avendaño?— la chica, que no podría tener más de dieciséis, le dio un poco disimulado repaso al tiempo que le reclamaba:
—¿Quién lo busca?— Gabriel sintió el gusanito del sarcasmo hurgarle el estómago, a veces odiaba ser así, pero si no lo hacía se ahogaba con las palabras y le dolía el pecho.
—Yo— respondió al fin. La chica suspiró.
—¿Te envía alguien o …?
—Soy su primo— le interrumpió, a estas alturas Gabriel hubiera preferido que fuera una "acosadora" y no una "entrometida" —mi nombre es Gabriel Avendaño— la chica asintió.
—Yo casi no hablo con su primo, pero siempre me he preguntado de donde carajos salió ese apellido— la paciencia de Gabriel comenzaba a encogerse.
—Nuestros abuelos eran extranjeros, supongo.
—¿Y de dónde eran?
—¿Me vas a decir donde diablos vive mi primo?— la chica levantó las manos en son de rendición, y luego señaló una casa al fondo.
—La tienda es de ellos, su casa está en el segundo piso— Gabriel volvió la vista y la vio.
—Gracias— soltó a regañadientes, y se dispuso a marcharse cuando la chica lo interrumpió.
—Entonces tu eres el chico nuevo que va a entrar al colegio— aseguró. Gabriel asintió —pues bienvenido, estaremos en el mismo salón, mi nombre es Camila— estrecharon las manos y Gabriel, valiéndose de su poderosa improvisación, salió aireado por completo en cuestión de minutos. Mientras caminaba por el parque se sintió asustado, nunca había sido "el nuevo" en ningún colegio, además hacia un par de años que había dejado de estudiar y según su experiencia en wattpad las cosas nunca salían bien el primer día. Sentirse extraño y desubicado no estaba entre sus experiencias favoritas.
Se subió a la acera, frente a la tienda, observando no sin sin cierta curiosidad los cientos de elementos perfectamente acomodados por todas partes. Avanzó unos pasos más y se halló dentro, uno poco intimidado por lo espacioso del lugar. Su tía era madre soltera, de ahí a que él y su primo Axel tuvieran el mismo apellido. Era una mujer emprendedora, valiente y directa, como él, y gracias a esfuerzo, sudor y sangre, logró acomodarse con una tiendita. Gabriel la recordaba, pero lo que se encontró allí no tenía ya nada que ver con aquel oscuro y pequeño lugar.
—Hola— le dijo al joven que jugaba con un yoyo tras el mostrador. Tenía el cabello negro y los ojos azules
Bonita combinación —pensó Gabriel —parece que no lo pasaré tan mal por aquí.
—A la orden— el chico reparó en él.
—¿Axel?— preguntó.
—¿Quién lo busca?— Gabriel se preguntó si todos en ese pueblo preguntaban siempre lo mismo. Pero el chico era atractivo, así que se acercó y le tendió la mano.
—Gabriel. Mi nombre es Gabriel Avendaño, soy el primo de Axel— el joven, entrado ya en los dieciséis o diecisiete años le estrechó la mano con cierta desconfianza.
—Ah. ¿qué tal? Yo soy empleado suyo. La señora Amelia está en su casa y Axel está en el hospital. La mera mención del lugar trajo a Gabriel un extraño hormigueo en el estómago, eran tantas emociones que a veces olvidaba por completo por qué de verdad estaba allí.
—¿Podrías llamarla?— le pidió al muchacho.
—sí, igual ya estoy a punto de salir y ella me va a remplazar— hizo una pausa en la que se aclaró la garganta —voy a salir con mi novia— Gabriel lo miró, y no era tonto, claro que no, y estuvo seguro de por qué el joven le contaba algo que, en otras circunstancias, estaba seguro que no haría.
—¿Sabes?— le dijo Gabriel mientras le guiñaba un ojo —no tienes que aparentar tener una novia para que me dé cuenta que eres heterosexual—trató de adivinar —No tienes de qué preocuparte, aunque no lo fueras no me fijaría en ti, no eres mi tipo— el chico abrió los ojos, y en vez de enfadarse o sorprenderse, soltó una pequeña risita.
—Gracias al cielo, nunca he sido bueno con los dobles sentidos— y al verse descubierto aclaró no sin cierto rubor en los pómulos —iré a llamar doña Amelia, es que ya me tengo que ir, a mi abuela le gusta que la acompañe a hacer un poco de compras, me da una manzana a cambio de que cargue todas las bolsas hasta la casa… Abuelas.
—Si... Abuelas— Gabriel reparó en el chico, era delgado y un poco fibroso por la adolescencia, pero dejaba ver un rastro de esa inmadurez tierna que lo conmovió un poco.
—¿Oye?— le dijo mientras salía de detrás del mostrador —¿siempre eres tan directo?— Gabriel meneó la cabeza.
—Defectos de fábrica, aunque suelo neutralizarlo cuando mi trasero corre peligro.
—Si, entiendo, como cuando estas desnudo en cuatro y en una cama y hay un negro detrás de ti— soltó el joven haciendo la mímica —nadie sería lo suficientemente estúpido como para hacerlo enojar— ahora fue Gabriel el que abrió los ojos.
—Espero que no siempre digas cosas como esas.
—Defectos de fábrica, ya sabes.
El joven desapareció por unas escaleras y Gabriel se quedó sólo y en silencio, con la maleta en el hombro y un nudo en el estómago debido a los nervios. ¿cómo sería su tía? Era la pregunta que más se hacía, no físicamente hablando, si no en su interior, su carácter ya no lo recordaba, pero había resquicios de los recuerdos del viento acariciando su rostro mientras ella lo levantaba en sus brazos y lo hacía volar, tan alto que casi podía alcanzar las nubes, eso recordaba. ¿cómo la habría tratado en tiempo? ¿sería igual que en aquellos recuerdos?
No pudo evitar que un hueco se hiciera en su pecho, ¿cómo es que había dejado pasar el tiempo? Hacía dos años que era mayor de edad, y aunque poseía una gran libertad económica, nunca había decidido darse una escapadita y visitar a su única tía y su único primo, pero no lo había hecho, se había encerrado en su pequeño e intocable mundo de una manera tan hermética que ni siquiera los viejos recuerdos lograron arrancarlo de las garras del pozo en el que se había hundido, y solo cuando aquel cascarón explotó, reparó en todos los años que había lanzado a la basura. Pero todo eso había acabado, y aunque las consecuencias de ello lo tuvieran allí, se prometió que aprovecharía esa oportunidad para salvar los abismos que, seguramente, el tiempo y la distancia habían hecho en la relación que tenía con su primo y su tía. Pero no pudo estar más equivocado cuando, sin darse cuenta, una mujer entrada en años se paró a sus espalda y le dijo:
—¿Gabriel?— él se giró lentamente, sintiendo el fuerte sonido de su corazón palpitar en sus oídos. Su tía tenía el cabello cobrizo, un rostro anguloso y un cuerpo que envidiarían hasta las mismas quinceañeras, pero Gabriel no pudo acaparar más impresiones de su anatomía ya que su tía, en menos de un segundo, recorrió los pocos pasos que los separaban y se aferró a él con brazos temblorosos, como un náufrago aún trozo de madera seguro de que le salvaría la vida. Gabriel le correspondió y se abrazó a su pequeña espada, reconociendo su cuerpo en fragmentos de recuerdos que pasaban fugaces pero que no se quedaban demasiado tiempo.
—Si, soy yo, ya estoy acá— su tía se separó y la fuerza de sus iris azules le hicieron sentirse de nuevo en casa, una mezcla de sensaciones cálidas y acogedoras. De repente todo el peso que tenía en el cuerpo se fue volando.
—¿Como ha ido el viaje?— le preguntó y Gabriel se encogió de hombros.
—La carretera está muy mal— la mujer asintió en silencio y se separó un poco para obtener de él una imagen de cuerpo completo.
—Pero mira nada más— su sonrisa socarrona le trajo más recuerdos que no lograba encajar —estas hecho todo un hombre. ¿cuántos acabas de cumplir? ¿diecinueve?
—Veinte— la corrigió —el tiempo pasa demasiado rápido.
—Si— reconoció ella —y eso que eras el menor de la familia— luego, dirigiéndose al joven empleado que acababa de bajar por las escaleras, le dijo: —cielo, ¿podías quedarte un momento mientras le sirvo el almuerzo a Gabriel? Debe estar hambriento— Gabriel asintió. El muchacho se encogió de hombros.
—Si... Ya qué.
—Vamos— le indicó Amelia a Gabriel comenzando a subir por las escaleras. Este la siguió no sin antes dirigirse hacia el joven y extenderle la mano.
—Fue un placer conocerte...
—Toreto — el joven le apretó la mano mientras se presentaba formalmente.
—No es cierto, su nombre es Irán— su tía intervino desde lo alto de las escaleras.
—Pero me gusta más Toreto— le replicó él y luego se dirigió a Gabriel, susurrándole —Toreto.
—En tus sueños.
—¿Acaso los sueños no se pueden volver realidad?— le replicó Irán con un puchero infantil.
—Espero que si— dijo Gabriel más bien para sí mismo a modo de despedida mientras arrastraba consigo su maleta dispuesto a seguir a su tía, y había subido unos cuantos escalones cuando escucho la voz de Irán en la tienda.
—Hola preciosa, en qué puedo ayudarte— Gabriel negó con la cabeza al ver que se dirigía a una señora entrada en los ochenta que curioseaba las estanterías.
—Es raro ¿no?— le dijo a su tía nomas haberla alcanzado en la sala —Irán— aclaró. Ella sintió.
—Si, es raro. Pero es muy honrado y bueno con los números— Gabriel reparó en lo amplio del lugar, con un par de muebles blandos y fotografías de toda la pequeña familia colgadas por todas partes. Gabriel se quedó ensimismado en una en particular. Un niño de unos tres años, de cabello castaño y ondulado que le caía un poco por la frente, de ojos azules y largas pestañas sonreía a la cámara de una manera inocente y tierna mientras sostenía un pequeño gatito que se había quedado dormido en su regazo.
—¿Sabes?— le dijo a su tía mientras le daba la espalda —todos estos años creí recordar que Axel tenía el cabello rubio.
—Y lo tiene— le contestó esta apretándole el hombro —él es Tomás.
—¿y Tomás es?
—El hijo de Axel, Gabriel, ¿no lo sabías?— él negó con la cabeza.
—Nunca me lo dijeron— luego suspiró —o tal vez nunca presté atención. Nunca me ha gustado hablar con mi familia en la cena.
—¿Y eso por qué?— se interesó su tía y ahora Gabriel le miró a los ojos, mientras suspiraba supuso que si Irán había dicho aquello de la "novia" era porque sabía que él era homosexual y quería imponer distancia, y si él lo sabía, caro que se lo había contado su tía.
—Supongo que tú sabes muy bien mi situación— afirmó y su tía asintió en silencio —bien, odiaba las charlas familiares al final del día porque mamá y papá siempre preguntaban cosas como: ¿y qué tal te pareció la nueva vecina? O ¿cuándo vas a presentarnos alguna novia tuya? ya va siendo hora— su tía de nuevo asintió en silencio —al final acabé por ignorarles y ellos por no incluirme en la charla. Supongo que un día de esos habrán comentado lo de Tomás, pero yo estaba demasiado ocupado en no cometer un error que desvelara mi secreto— la mujer lo tomó de la mano y lo guio hasta la cocina, donde lo situó en la cabecera de una pequeña mesa. Ella se sentó en frente y le habló:
—Hable con tu madre ayer, y ella me lo contó todo. No creas que nosotros te daremos la espalda, nunca, y no solo por quién eres sino también por lo que hacías. Axel y yo hablamos anoche, y no podemos estar más contentos de tenerte aquí con nosotros.
Gabriel suspiró, se limpió con el dorso de la mano una lágrima fugaz y de nuevo pensó en porqué se había callado por tantos años.