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Capítulo 2: En la calle

Me vi una última vez en el espejo de mi antiguo departamento, el que me habían quitado por haber rechazado tener relaciones con mi jefe. Mi cara se veía demacrada, había llorado a mares por perder el fruto de mis esfuerzos, el trabajo de mi vida...

El rímel de mis pestañas se había corrido, mis ojos azules se veían apagados y vacíos gracias a la oscuridad de la pintura negra chorreada. Mis labios estaban resecos en cuanto me quité el labial rojo, mi cabello castaño estaba suelto y me llegaba a los codos.

Decidí tomar una ducha y quitarme los males que sentía dentro de mí, sabía que no iba a funcionar del todo, pero por lo menos me iba a ir a las calles estando bañada, olorosa a jabón, aunque solo me duraría unos dos días como máximo, luego quién sabe cuándo me volvería a bañar.

Después de tomar la ducha, me dispuse a empacar mis prendas, con la toalla puesta en mi cuerpo y cabello recién lavado. Me daba mucho coraje saber que iba a vivir bajo un puente, posiblemente, en donde rondaban los vagabundos. Próximamente me convertiría en una, jamás imaginé que me sucedería algo así, mucho menos de un día para el otro.

No tenía ningún amigo o amiga cercano donde pudiera quedarme hasta resolver la situación. Nada. Estaba sola y desamparada, mi trabajo siendo secretaria de Richard era mi vida.

Veinticuatro años tenía, y ya iba a vivir en las calles de la ciudad de Colorado. No sabía qué hacer para evitarlo, para hacer como si nada hubiera pasado. Meterme en la empresa de Richard fue mi mayor error hace cuatro años.

Me vestí con unos jeans de mezclilla, una camisa de tirantes por el sol que hacía afuera y unas botas negras. Solo llevaría conmigo una mochila cargada de un par de cambios de ropa por si lograba bañarme en algún río o algo parecido.

Que bajo había caído.

Tocaron el timbre, sacándome de mis pensamientos y obligándome a ir. Caminé, colocando la mochila en mi hombro porque las tres horas habían pasado y seguramente iban a pedirme que me marchara. Abrí, en efecto; dos hombres con traje formal, corbata y lentes de sol me esperaban. Sabía que eran trabajadores de Richard por las tarjetas que tenían guindadas en la parte izquierda de su pecho con sus nombres.

—Buenos días. Venimos para comprobar su desalojo —informó el más robusto, con la voz más grave que había escuchado.

Tragué saliva.

—No se preocupen, ya me iba —respondí, rodando los ojos y pasando por su lado.

Me limité a caminar sin rumbo, no les presté atención a los hombres, ninguno fue capaz de llamarme y decirme que todo era una jodida broma de Richard. Me sentía fatal, sola en las calles de la ciudad.

El viento golpeaba mi cabello con fuerza, lo movía de un lado a otro, junto con los rayos abrasadores del sol que se adentraban en mis poros. No me quedaba mucho efectivo, con suerte lo suficiente para ir a la panadería más cercana y comer durante una semana, una vez al día.

Pensándolo bien, era la primera vez que me tocaba explorar la ciudad más a fondo. En los últimos cuatro años trabajando, jamás me di la oportunidad de salir, tener amigas o siquiera un hombre con el cual compartir mi amor. Lo único que hacía era ir del trabajo a mi hogar, mi antiguo hogar... Era una rutina monótona la que yo tenía, no me había dado cuenta de eso hasta que la perdí.

Miré al cielo, pocas nubes lo adornaban. Crucé la vía para ir directo a la panadería y comprar por lo menos una bolsa de pan y jamón. Entré, la campanilla de la puerta resonó en todo el lugar, provocando que las miradas de las personas se dirigieran a mi posición.

—Te faltan dos dólares para completar, lo siento —comentó la vendedora.

Fruncí el ceño, ¿hace cuánto no compraba pan? Porque yo lo recordaba económico, no quería gastar demás para poder comer el resto de la semana... Dios, estaba contra la espada y la pared.

Una mano apareció por el lado derecho de mi hombro, el olor de un perfume varonil invadió mis fosas nasales. Detallé mejor los dedos de esa persona, eran gruesos y con un poco de vello en varias zonas. Me giré a toda velocidad porque el aliento de ese hombre chocó contra mi nuca, provocándome miles de escalofríos.

—Yo lo pago —indicó, con el tono de voz grave y profundo.

Mi cara de perplejidad debía de ser tremenda, tanto así que el hombre me lanzó una sonrisa pícara llena de satisfacción por haberme completado para el pan. Me dispuse a contemplar su fino rostro, mandíbula perfecta, ojos verdes y cabello negro como el carbón, también noté que llevaba puesto un traje formal.

Casi me quedé hipnotizada ante tanta belleza, ese tipo parecía brillar como si tuviera múltiples estrellas a su alrededor. Me hizo a un lado y procedió a darle el dinero que faltaba a la cajera, yo seguía embelesada con lo bien que estaba tallado su rostro, pero me recompuse en cuando me entregó la bolsa.

Carraspeé, volviendo a la realidad y dejando mis pensamientos estúpidos.

—Muchas gracias, pero no hacía falta que me ayudaras —expresé, con seriedad.

Él arqueó una ceja.

—Si puedo ayudar a alguien en apuros, lo hago, y tú pareces estar en mil apuros por tu expresión —confesó, con una mano en el mentón, detallando cada parte de mí.

—¿Disculpa? —inquirí, arrugando la nariz—. No me conoces, no sabes nada de mí.

Tomé la bolsa de pan y le di un leve empujón mientras pasaba por su lado, queriendo irme del lugar a toda prisa. Sabía que actué mal con el hombre ese porque no me hizo nada malo, al contrario, me socorrió y yo lo traté del culo.

Pero mi malhumor iba cada vez peor por el hecho de estar en la calle, sin una cama en donde dormir, nada... Me frustraba y que otra persona me tratara como a una mendiga, no lo iba a soportar, tal vez actué mal, pero jamás volvería a toparme con ese hombre así que no me importaba mucho.

(...)

La noche había llegado en un abrir y cerrar de ojos, me estaba abrigando con dos suéteres. No se me iba el frío desgarrador del cuerpo, la tembladera era insoportable porque mis dientes chocaban como si estuviera en el polo norte. ¿Cómo iba a vivir así? Era imposible.

Me encontraba debajo de un puente, justo en un agujero que tenía, sentada encima de un trozo de cartón. No podía creer lo que me sucedía. Me eché a llorar como una tonta, sentía mucha rabia e impotencia, quería vengarme de Richard, hacerle la vida imposible como él me la estaba haciendo a mí.

El coraje y la ira que sentía me impulsaron a levantarme, sin importar el frío abrasador de la noche. Caminé con la visión borrosa debido a las lágrimas, llegué a las calles que todavía seguían con autos en movimiento. Las luces de los postes eran mi guía, caminaba sin rumbo, no había ni una sola alma que pudiera ayudarme y por lo menos alojarme en su casa durante una noche.

Iba abrazando a mi propio cuerpo, los dos suéteres no eran suficiente para cubrir el hielo que se empezaba a formar en mi piel, como si estuviéramos en invierno, lo cual no quedaba muy lejos pues estábamos en época de otoño. Solté una bocanada de aire que pareció ser el viento helado de la nevera, ese que te choca en la cara cuando la abres, algo así salió de mi boca.

Me senté en una banca que estaba frente a un bar, por lo menos habían personas deambulando por ahí, con su botella en mano, entrando y saliendo del lugar, acompañados de sus propios grupos, ignorándome. Así era mejor, no quería involucrarme con borrachos. Acomodé mi espalda en una buena posición, estaba descartado quedarme dormida ahí.

Mis ojos estaban fijos en el suelo, ese cemento que parecía estar más feliz que yo. Sequé las lágrimas que habían salido de mis cuencas para que no se congelaran. De pronto, una figura masculina se posicionó frente a mí, esperando algo... Supuse que era algún tipo del bar que me había visto sola.

Agh.

Levanté el mentón, su contextura me sonaba familiar, pero no logré detallarle el rostro porque tenía puesta una capucha que le oscurecía la cara. No dejé de abrazarme, me causó un poco de pánico ver lo grandulón que era ese hombre, ni en sueños podría defenderme con la tembladera que cargaba mi cuerpo.

—¿Qué hace una mujer sola frente a un bar y en la madrugada? —cuestionó, metió ambas manos en sus bolsillos.

—No es de tu incumbencia —escupí y me crucé de brazos.

—Creo que sí lo es, me resultas familiar —murmuró, sosteniendo su barbilla.

Sus manos estaban cubiertas por guantes de seda, la chaqueta que traía consigo le llegaba hasta las rodillas, a duras penas conseguí detallar que tenía un pantalón de cuero debajo. Me frustraba no poder verle la cara, estaba a punto de salir corriendo, pero eso sería peor y lo alertaría en perseguirme.

Lo único que podía hacer era actuar con normalidad, serena.

—Estoy esperando a alguien —zanjé, entre dientes.

—¿Ah, sí? ¿Y si te acompaño? Es muy peligroso que estés sola en esta parte de la ciudad —sugirió, sentándose a mi lado sin esperar respuesta.

Lo miré incrédula, alejándome lo más que podía de él en la banca, sin que nuestros brazos chocaran.

—Disculpa, pero tú puedes ser tan peligroso como cualquier otro. Me sentiría mejor si te vas y me dejas sola —refunfuñé.

—Lo siento, pero he notado que aquellos hombres —señaló la esquina del bar, en donde estaban tres tipos mirándome con unos ojos lujuriosos que me dieron asco—. Están esperando el momento exacto para venir y hacerte daño, por eso decidí acercarme a ti.

—¿Y esperas que te crea? ¿Cómo vas a saber de lo que es capaz la gente? Ni siquiera me has mostrado tu rostro, capaz y eres un asesino, aunque en este punto de mi vida ya no me importaría morir —proclamé, exasperada y llevando una mano a mi frente.

Estaba angustiada, eso era claro. Pero, lo que no me esperaba era que los tres hombres vinieran directo a nosotros y se posicionaran en frente, con las manos en los bolsillos y unas sonrisas maliciosas que me hicieron tragar saliva.

¿Acaso planeaban hacernos daño?

Se me fue la mierda al pecho cuando uno de ellos sacó un cuchillo de su bolsillo. Me sobresalté a tal punto que mi respiración se detuvo de golpe.

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