Capítulo 6
Mis padres no son mis padres.
La frase me taladraba la cabeza mientras caminaba sin rumbo, arrastrando mi equipaje por las calles silenciosas de Buenos Aires. El frío me calaba los huesos, pero no me importaba.
¿Por qué me pasa todo esto?
¿Por qué tuve un momento de debilidad? ¿Por una noche de aburrimiento que me costó todo?
Si me hubiera quedado en casa esa noche… nada de esto estaría pasando.
Pero entonces nunca hubiera descubierto el gran secreto de quienes creí mis padres.
Toda mi vida, ellos fueron mis padres. Me hicieron abandonar mis estudios, me convencieron de casarme con Ernesto para “aliviar la carga”. Y yo, estúpida, acepté.
Todo encajaba ahora.
Me usaron para deshacerse de mí. Porque nunca fui suya.
Las lágrimas corrían por mis mejillas mientras el recuerdo de Ernesto me golpeaba. No era rico, pero me trató como a una reina. Me amó con cada parte de su ser.
Y yo… le pagué con traición.
Con este bebé en mi vientre.
Gabriela, ¿qué has hecho?
El dolor me ahogaba. Sentía mi corazón retorcerse con cada paso.
Llevaba casi una hora caminando sin rumbo, sin dinero, sin un lugar al que ir. Mi última plata se había ido en la prueba de embarazo en el hospital público de Once.
Mi celular vibró en el bolsillo de mi abrigo. Lo saqué con manos temblorosas. Era Elena.
Contesté.
—¡Gabriela! —exclamó, con la voz cargada de preocupación—. ¡Dios, estaba tan preocupada! ¿Qué pasó? No supe nada de vos en todo el día.
—Se… se enteró de todo, Elena… —mi voz se quebró—. Ernesto… descubrió lo del desconocido… de hace un mes.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Vos se lo dijiste?
—¡No! Yo… no sé cómo se enteró. Creo que me tendieron una trampa, Elena… —las lágrimas me cegaron—. ¡Le mandaron fotos… fotos horribles!
—¡¿Qué carajo?! —gritó Elena—. ¿Fotos?
—No sé qué hacer… ¡Ernesto me echó! Me pidió el divorcio y… y me miró con tanto odio, Elena…
Me ahogué en un llanto mientras recordaba sus ojos, llenos de rabia y dolor.
—Gabi, escúchame. Respirá, por favor. ¿Dónde estás ahora?
Miré a mi alrededor. Las luces de la calle iluminaban mi soledad, reflejándose en charcos que temblaban con el viento helado.
—A unas cuadras… de la casa de mis padres… —dije, con la voz ronca.
—Bueno, anda para allá. Quédate con ellos mientras tanto, amiga.
Un sollozo se escapó de mis labios.
—¿Qué pasa? —insistió.
—No… no me dejaron entrar. Mamá… me dijo que llamaría a la policía si no me iba. —Las lágrimas caían sin parar—. Y… y me dijeron que no son mis padres, Elena.
Del otro lado hubo un silencio tenso.
—¿Qué? ¿Ellos te dijeron eso?
—Sí… me echaron, Elena… me dejaron en la calle.
Escuché su respiración temblorosa antes de hablar:
—Escuchame, Gabriela. No podés quedarte en la calle así. Anda a un hotel alojamiento cercano. Quédate allí esta noche. Mañana voy a verte y vamos a resolver esto juntas, ¿me escuchás?
Asentí, aunque ella no podía verme.
—Está bien…
—Te mando plata ya mismo. Andá para allá, por favor. No es seguro que estés sola en la calle. Y recordá… estás embarazada.
—Elena… —mi voz tembló.
—¿Sí?
—Gracias… —susurré, antes de colgar.
Secándome las lágrimas, arrastré mi equipaje hasta que encontré un Motel Rita con luces de neón parpadeantes.
Unas chicas con ropa provocativa fumaban en la entrada. El olor del cigarrillo mezclado con perfume barato me revolvió el estómago mientras pasaba frente a ellas.
Mi celular vibró con una notificación: Elena me había enviado el dinero.
Mi ángel.
Pagó mi habitación y me entregaron una llave. El dinero alcanzaba para dos noches. Dos noches para pensar qué hacer con mi vida.
Subí por las escaleras hasta la habitación ocho. Entré y cerré la puerta, apoyando mi espalda en ella.
Todo estaba en silencio.
Dejé el equipaje junto a la puerta y caminé hacia la ventana. Afuera, las luces de la ciudad titilaban bajo el cielo negro.
Las lágrimas me recorrieron las mejillas mientras mi mente me golpeaba con recuerdos:
“No eres nuestra hija.”
“Sos una vergüenza.”
“Te odio.”
Me cubrí el rostro con las manos, llorando en silencio.
Ahora entendía todo. Mis padres biológicos eran alcohólicos. Murieron por su adicción. Y yo… heredé esa debilidad.
La mía arruinó mi vida.
Arruinó mi matrimonio.
Arruinó a Ernesto.
Él era un hombre bueno, un hombre que me amaba… y yo lo humillé.
Por una noche de debilidad.
Por un momento de aburrimiento.
Y ahora llevaba en mi vientre el fruto de ese error.
“¡¿Cómo pudiste, Gabriela?!”
Caí de rodillas al suelo, abrazándome mientras un grito ahogado salía de mi garganta.
El dolor era tan profundo que sentí que me partía en dos.
La imagen de Ernesto mirándome con odio me atormentaba. Su voz, diciéndome que era una traidora, me golpeaba una y otra vez.
“¿Qué he hecho…?”
Cuando abrí los ojos, la luz del sol se colaba por la ventana.
Me había quedado dormida en el suelo, con las rodillas abrazadas contra el pecho.
El dolor de cabeza me martillaba mientras me incorporaba y miraba alrededor de la pequeña habitación.
Era hora de decidir qué hacer con mi vida.
