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La elegida

—Madre, no creo que debemos llegar a este extremo —es lo que dice Rodrigo.

Anna se siente un poco más calmada cuando este aboga por ella, y los guardias de seguridad se detienen. No puede creer que por un simple mal entendido vayan a sacarla del palacio de esta manera. Se rehúsa a ser tratada de una forma tan indignante cuando el culpable de todo lo que ocurre es realmente el hombre que la reina ni siquiera se ha dignado a voltear a ver ni cuestionar la veracidad de su argumento.

—¿Pero qué es lo que pasa contigo, Rodrigo? —cuestiona la reina Emma, indignada por la posición que está tomando su hijo—. ¿No ves que es una muchacha insolente y salvaje? ¡Me ha atacado! De ninguna manera permitiría que una como ella tenga el honor de ser tu esposa y la madre de mis nietos. Me sorprende que sea hija de los buenos Moguer, más bien parece hija de fieras salvajes. ¡Retante, sin modales e incontrolable!

En el preciso momento en que la reina termina de hablar, la pelinegra, más que molesta camina hasta ella para enfrentarla, sin miedo.

—¡Seguro que tengo mejores modales que usted porque no ando diciendo cosas que no han pasado! ¡Ya le dije que fue un acciden…!

La cachetada que recibe Anna por parte de la mismísima reina hace que todos en la sala casi brinquen, asombrados. Hacía muchos, pero muchos años que en el reino no se presenciaba un espectáculo como este.

Rodrigo jadea viendo el rostro rojo y a punto de llorar de la hermosa Anna, y quiere ir tras ella en el momento en que la ve corriendo, alejándose de todos, pero su deber como hijo es más fuerte. Así que mira a su madre, y le pregunta con voz tensa:

—¿Se acaba la fiesta, madre?

La mujer sacude la cabeza, y recibe pronto la corona recuperada, limpia y en buen estado.

—¡La celebración continúa! —vocifera el mayordomo.

La música sigue y la imponente reina se gira hasta su hijo.

—No quiero que te acerques a esa muchacha salvaje, Rodrigo. Es una mala influencia para cualquiera —le advierte con severidad.

Tanto la reina como los invitados se dispersan en la sala, charlando y comiendo como si nada hubiera pasado, aunque en el ambiente aún se puede sentir la tenacidad de Anna y la prepotencia de la reina.

Autuam, el mejor amigo y consejero del príncipe Rodrigo, se acerca a este mientras le extiende una copa.

—¿Has visto lo que ha pasado? —le pregunta a su gran amigo, sin poder dejar de ver la puerta por donde se ha ido Anna con sus hermanas.

—¡No, no pude ver lo que ocurrió! Tampoco creo que haya sido tan fuerte el incidente como para que mi madre actuara de esa manera. —contesta aún confundido por el inesperado acontecimiento.

Rodrigo le había pedido a Anna, mientras bailaban que esperara por él, ya que estaba planeando dar un paseo junto a ella en el carruaje real. Quería llevarla a un lugar hermoso del palacio, en donde sólo pudieran estar los dos a solas y así poder pedirle que fuera su anhelada esposa. No obstante, cuando regresó de hablar con los sirvientes que lo ayudarían, todo se fue por la borda. Ahora se sentía en medio de una encrucijada entre sus sentimientos hacia Anna y su deber como hijo de la reina Emma.

Su amigo y consejero al verlo tan triste y pensativo, toca su hombro un momento para que pueda verlo a la cara y termina de beber su propia copa, para decir:

—Lo he visto todo, príncipe. La reina tiene razón. Esa mujer es una salvaje. Seguramente será muy difícil de domar. No te veo casado con una mujer como ella. —advirtió.

El silencio de Rodrigo provoca cierta confusión en Antuam, nunca lo había visto preocuparse de esa manera por ninguna mujer ¿Qué le estaba ocurriendo a su amigo de la adolescencia? ¿Acaso se había enamorado de aquella plebeya?

En tanto, Rodrigo se debate en sus pensamientos, le cuesta creer que la misma chica que bailó con él algunos minutos atrás, con la cual sintió que estaba en el cielo tan solo al tenerla tan cerca, entre sus brazos, fuese capaz de faltarle el respeto a su madre; sin embargo, todavía en sus memorias vive el momento en que tuvo que presenciar como la hermosa chica le plantaba una cachetada al ayudante de cocina hace años, y sabe que puede ser bastante ruda.

Viendo a todas las damas suspira, decepcionado; desde el primer momento en que vio la piel blanquecina de la muchacha, con el cabello húmedo y toda la ropa pegada al cuerpo, dejando ver su esbelta figura, su mente y corazón sólo han pensado en ella; mas parece que eso no será suficiente ahora que su madre la odia. Quizás si su padre, el Rey Eduardo VI, estuviese aún vivo, lo aconsejaría y apoyaría en la difícil decisión que ahora debía tomar.

Rodrigo sabe que tampoco puede permitirse el casarse con Anna, pues por muy hermosa que ella sea, y por mucho que su corazón palpite y se emocione cada vez que la ve, las mujeres como ellas no son fáciles de manejar, ni una buena opción para criar a los hijos del futuro Rey de España.

Entonces chasquea la lengua mientras los recuerdos del reciente baile le erizan la piel, provocando en su interior sensaciones que nunca sintió antes, de un único sorbo termina de beber su copa. A veces piensa que no, pero al final su madre siempre tiene la razón.

En otra parte del castillo, la reina ve su reflejo en uno de los grandes espejos que adornan el pasillo y respira profundo controlando su malestar. Siempre supo que en algún momento esa hija de los Moguer sería un dolor de cabeza para ella, pero la verdad es que guardaba la esperanza de que no fuera tan pronto, y precisamente en estos tiempos tan importantes.

—Hola, ¿te encuentras bien, cariño? —preguntó la amablemente, la reina

—Sí, su majestad… —la muchacha responde, nerviosa, emocionada de haber sido llamada en privado—. Gracias por su invitación. Ha planeado una hermosa fiesta, y es muy amable de su parte permitirme estar aquí. He estado muy emocionada desde nuestro último encuentro.

Emma la había mandado a llevar allí unos segundos antes de que el escándalo con Anna sucediera. Se encuentran en la sala privada, donde sólo las personas más influyentes e importantes tienen el honor de estar para tomar té con la imponente reina, o discutir un tema de suma importancia, como ahora.

Ya hacía un par de años desde que la reina había comenzando a estudiarla a la distancia, mientras esta empezaba a hacer los mandados de su madre al palacio. Desde las grandes ventanas la reina la veía bailar de ida y vuelta, con esa sonrisa inocente, y ese cabello perfecto que acariciaba la brisa; sin rastro de malicia, callada, obediente y bastante ingenua. La muchacha no contaba con riquezas, pero al menos sus nietos serían hermosos y criados por una madre que estaría dispuesta a hacer lo que ella quería, cuando ella quería.

La muchacha sonríe, cuando la reina acaricia su rostro con cariño, y después de suspirar, por fin le dice:

—Tú eres la elegida, Elisa Moguer. Eres perfecta para ser la esposa de mi hijo, y para ser la madre de nuestros futuros sucesores.

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