Prefacio
Se dice que la vida reserva matices inesperados, desconcertantes, a veces inaceptables; es nuestra elección captarlos, hacerlos nuestros, aceptarlos por lo que son, demostrando un valor que a menudo no nos pertenece.
Yo, como un alma que se teme a sí misma hasta el punto de ocultar cada perturbación que siente en su cuerpo, cuando no cumple las normas de una relación romántica normal, he aceptado estos matices.
Aquel personaje etéreo que solía soñar a mi lado, durante las escenas imaginarias vividas en soledad en mi antigua habitación, cuando aún era adolescente y me preocupaba complacer a alguien, me ha acompañado siempre en los años venideros.
Él se materializaba y, a cada orden que me daba, yo obedecía, siempre esperando esa ola que desde mi bajo vientre crecía, crecía, hasta que sentía el gozo, el placer tan esperado.
Entonces, acosada, escondía cada objeto, cada fetiche utilizado, porque al final me daba tanta vergüenza que me aplastaba.
Las cuerdas, la mordaza y los cinturones, eran la prueba de mi desviación, de mi diversidad, útiles sólo para hacer crecer un impulso que me hubiera gustado borrar, pero que en cambio alimentaba.
Una vez terminada la escena, volví a ser aquella niña sencilla y sensible, tan afable, educada, reservada, que coleccionaba elogios por la escuela, cumplidos por su aguda inteligencia y mucho afecto de sus padres.
Entonces, ¿qué me pasaba? ¿Por qué necesitaba hacer esas cosas, preparar esas escenas? Tal vez era el placer el que me llamaba, o tal vez era la necesidad de sentirme mal, de transgredir las muchas normas que se me imponían y, por tanto, de buscar el castigo a toda costa.
Ahora me he dado cuenta y quiero contároslo: me llamo Vera Cornwell y ésta es mi historia.