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1

                     PORTLAND, AÑOS ATRÁS.

La pequeña familia Lant se encontraba cenando tranquilamente en su pequeña y humilde casa, la madre, Marian Lant, estaba un poco nerviosa, observando comer a sus hijos. El mayor de todos ellos, Joseph de 10 años, lo notó.

—¿Te ocurre algo, mamá? —le preguntó el niño. Los demás levantaron la cabeza, mirando a la madre.

—Quiero que me prometan algo —los miró seria—. Prométanme que siempre van a hacer lo correcto —pidió, casi al borde de las lágrimas. Los niños se miraron entre sí, terminado de digerir su comida.

—¿Porqué dices eso? —quiso saber el de en medio, Bruno.

—Solo prometanmelo —repitió.

Los chicos asintieron, no entendiendo bien lo que les quería dar a entender, pero como Marian estaba tan nerviosa y desesperada no tuvieron otro remedio para que se calmara.

—Lo prometemos —respondieron los tres al unísono.

Más tarde, Marian acostó a sus hijos, dándoles un último beso de buenas noches y diciéndoles lo mucho que los quería. Marian sabía que era el final para ella, había dejado todo planeado para que sus hijos no quedaran en la calle ni huérfanos.

Tiempo después cuando todo estaba oscuro, Joseph se despertó por un ruido en la cocina.

—Bruno, Max, despiértense —les susurro a lo bajo, pero como sus hermanos no respondían se puso de pie, caminando hacia sus camas—. Abran los ojos —elevó un poco su voz, zarandeandolos.

Sus hermanos se despertaron, frotándose los ojos.

—¿Que pasa, Joseph? —inquirió Max, el menor, medio dormido.

—¿Todo bien, hermano? —quiso saber Bruno.

—Escuché algo afuera —murmuró.

En ese momento un grito desgarrador de la madre hizo que los tres chicos salieran disparados hacia afuera, en busca de su mamá; Joseph los detuvo antes de llegar a la cocina, mirando una escena un tanto perturbadora y traumática. Había un hombre con una capucha, sostenía un cuchillo y a su madre en los brazos. La madre tenía los ojos en ellos, mientras un cuchillo atravesaba su abdomen.

«Corran» susurró la madre a sus hijos, pero ellos no respondían, estaban en shock por semejante imagen. Pero luego pasó: el hombre levantó la vista, haciéndole notorio una parte de su cara, sin embargo para los tres era obvio de quien se trataba, habían visto a su madre discutir con él un par de veces.

El hombre, sonrió de lado, una sonrisa satisfecha y diabólica, para luego dejar en el piso a Marian y salir disparado por la puerta de la cocina. Marian les dio una última mirada a sus hijos, para después cerrar los ojos y dejar de respirar para siempre.

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