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Capítulo 1 - Tierra B-187

Desde el comienzo de los tiempos, las personas han regido su vida en base al sol. Esa gran estrella luminosa, resplandeciente, centelleante, ardiendo en lo más alto del cielo, sin descanso ni interrupción. Hace cientos de años atrás, todos pasaban por alto los incontables beneficios que su majestuosidad hacía llover sobre el planeta, ya que siempre estaba allí: imperturbable y perseverante.

Por eso fue un choque monstruoso que, aquella misma fuente de vida, de energía, de poder, también sentenciara un curso inevitable, forzoso, hacia el contingente exterminio. Un doloroso recuerdo constante del comienzo paulatino hacia una destrucción irreparable, irreversible. No era el responsable, por supuesto. Sólo las manos humanas podían llevar el peso de tal condena, de tan imperdonables acciones.

Ingeniando armas para guerras huecas que cobraron su cuota de inocentes, arrojando desechos tóxicos al mar, a los bosques e incluso al cielo mismo. Cazando sin cesar hasta que numerosas especies se extinguieron, contaminando, dejando rastros de inmundicia y veneno a su paso. Fueron insensatos, crueles, maliciosos y lo peor de todo: ingenuos.

Por estar inmersos en la fantasía cegadora de que sus pecados no tendrían consecuencias. Por ignorar los gritos suplicantes de la tierra, así como su sufrimiento, sus llamados incesantes de ayuda. Aullando su tormento cada minuto, segundo, llorando su agonía, su creciente delirio.

Sólo cuando el mundo se agitó, retumbó, rugió y por poco falleció, fue que se dieron cuenta de la magnitud de los errores que habían cometido sin compasión. Miles de ideas surgieron para retrasar la calamidad, centenares de propuestas rogadas con voces temblorosas resbalaron en oídos sordos, lágrimas de sangre burbujeaban en el suelo seco y marchito. Pero el tiempo finalmente jugó en su contra, dejando caer el borde afilado de la hoz carente de piedad, adquiriendo la silueta de la Parca, la muerte en carne viva.

Los cementerios no daban cabida al número de ataúdes que arribaban con cada respiro. Fue un golpe duro para la humanidad, catastrófico. La capa de ozono se deterioró a tal extremo que era imposible estar expuesto al sol por demasiado tiempo sin sufrir las atroces consecuencias, además de que el calor era terrible, sofocante y tortuoso.

Irónicamente, sabiendo que la escasez del agua dulce rápidamente escaló a la cima en la pirámide de sus necesidades esenciales, la deshidratación pasó a convertirse en la menor de sus preocupaciones. Por las noches no era mucho mejor. No había cantidad de madera arrojada en fogatas o chimeneas que pudiera combatir con éxito el frío glacial, ni siquiera esos abrigos ridículamente grandes y abultados diseñados para disfrutar del invierno eran un escudo suficiente.

Fue como estar encerrado en un congelador sin posibilidad de escapar. Los decesos por hipotermia dejaron de ser una rareza, en cambio eran tan comunes que las morgues estaban atestadas, obligados a dejar las camillas con un cuerpo (a veces varios) en descomposición expuesto, esperando su lento turno para poder ser incinerado.

No era sorpresa encontrarse con algún dedo del pie amputado, quemaduras en la piel, dolores permanentes en los músculos, efecto de los cambios drásticos en la temperatura. Sí, todo era un desastre. Parecía que Dios los hubiese abandonado a todos. Desesperados, los países decidieron unificarse para encontrar una solución que asegurara la continuidad de la raza, de las plantas, de los pocos animales que aún persistían.

Pactos se firmaron, tratados fueron establecidos y por primera vez en lo que pensaron podrían ser milenios, un foco de esperanza nació. Como una diminuta semilla al principio. No obstante, fue germinando, prosperando y floreciendo, impulsando la motivación y el deseo indómito por sobrevivir.

Fue así como la “Estación Para la Conservación de las Razas” se construyó en el núcleo de la tierra.

Colosal, magnífica, repleta de toda la tecnología requerida para respaldar el bienestar de los habitantes, cubierta con paneles solares desde el tope hasta sus cimientos, que a la vez que captaban la energía de la radiación solar para su aprovechamiento, evitando que los mismos tengan un impacto directo en los ciudadanos.

La llamaban “La Estrella”, debido a que posteriormente fue dividida en cinco puntos:

El Distrito Comercial, el más frecuentado. Allí no sólo era en donde se obtenían los sustentos alimenticios, también se cosechaban, procesaban, al igual que se encargaban de la defensa, reproducción y amparo de los animales. Un sin fin de tiendas y locales de diversos tamaños y capacidad productiva laboraban desde el inicio del día hasta que el manto de la noche caía.

Sin embargo, si se era lo suficientemente inteligente, astuto o valiente, hacerse con “productos” de dudosa procedencia y mal vistos por la sociedad era una alternativa posible, por supuesto, teniendo cuidado de no ser pillado por la fuerza policial en el intento.

El Distrito Legal era en donde se establecieron los colegios, las universidades, asimismo como cualquier otra institución que respaldara las leyes: oficinas de abogados, cortes, prisiones. No era el favorito de los criminales, especialmente los contrabandistas de las Mascarillas Conductoras de Aire Superficial, o “MCAS”, para abreviar. La Estrella estaba equipada para combatir contra inconvenientes como el intenso calor y el frío gélido, pero en contra del aire infectado… Bueno, había mejoras que debían ser implementadas.

Fue por eso que crearon las MCAS: dispositivos respiratorios fijados a la nariz a través de dos catéteres de silicona, con tubos flexibles y transparentes que se curvaban sobre las orejas, como las varillas de unos lentes, en cuyas terminaciones se encontraban unos pequeños filtros con un complejo sistema de filtrado, que limpiaba y purificaba el oxígeno.

Su mantenimiento era costoso, por decir menos. Los atrasos en el pago del servicio, así como con cualquier otro, resultaban en el decomiso de la mascarilla y una posterior multa con una cifra escandalosa. Esconderse o tratar de escapar no servía de nada.

Poseían un avanzado mecanismo de rastreo, aunque no tenían un número de serial ya que inmediatamente, cuando uno era confiscado por una deuda o cedido a otro por el fallecimiento del antiguo portador, pasaban a ser la propiedad temporal de alguien más. Por eso eran robados con bastante frecuencia, los maleantes haciendo uso de elaboradas artimañas para desconectar el rastreador a su conveniencia.

La forma de liquidación era en “créditos”. El dinero como tal ya no existía, las personas entonces acumulaban puntos, por medio del rendimiento académico universitario o mediante el ejercicio laboral, que iban siendo sumados a una cuenta designada en el Banco General y podían verse reflejados directamente en una pulsera digital que adquirían a partir de los dieciocho años. Y sí, también tenían localizadores.

El Distrito Militar era el más apartado y fuertemente resguardado de toda la estación, en donde residían los altos mandatarios, se situaban los campos de entrenamiento de los soldados, se ordenaba el calendario de las patrullas, atentos de que no se generaran disturbios o violaran las fronteras. Sucesos como esos no habían sucedido en décadas… O al menos eso era lo que le decían al público para no causar pánico o avivar los impulsos “terroristas” de los rebeldes.

El Científico, con la importante labor de inventar nuevos medicamentos para combatir los efectos siniestros del clima catastrófico, implementar mejoras en las MCAS, estudiar la superficie en búsqueda de un suelo en condiciones óptimas para permitir la expansión de La Estrella. Además, se localizaban los centros clínicos de última generación y entidades médicas para aquellos de bajos recursos.

Por último y posiblemente el más importante de todos: El Distrito Industrial.

Allí se manejaba la distribución de la electricidad, el agua, se controlaban los grados de la temperatura, se fabricaban los imprescindibles paneles solares. Era el corazón de la estación, la razón de ser de la estructura en su totalidad, el pegamento que unía todas las piezas para generar una obra maestra. Descuidarla era una tarea suicida. Debía estar continuamente en marcha, operando las veinticuatro horas, los siete días de la semana, sus luces jamás apagadas.

Recibió el muy merecido nombre de “La Hoguera”, Lion más que nadie sabía el porqué. Ser un obrero en la Planta de Regulación Climática era estar bajo el castigo del mismo Lucifer mientras buceabas en la lava ardiente del infierno. Forrado de pies a cabeza por un equipo de seguridad: botas, gruesas gafas, tapones de oído, casco y guantes, no había un atisbo de piel visible de su cuerpo.

El vapor era sofocante, inundando de sudor el uniforme y empapando su cabello, teniendo la molesta tarea de apartarlo de su frente en cada oportunidad disponible. Pensó varias veces en cortarlo, los mechones rubios sobrepasaban sus orejas y las puntas se entrometían en sus ojos azul oscuro, pero al final, siempre decidió ahorrarse ese par de créditos y simplemente atarlo en una cola. Economizar era el lema de su vida.

Su labor era agobiante, exigente y agotadora. Entretanto los sabelotodo científicos estaban detrás de los monitores, en sus cómodas sillas, disfrutando de una humeante taza de café e intercambiando chismes, a él le tocaba deslizarse por los conductos a rastras para asear los filtros de los enormes ventiladores, destapar los túneles que desvían la suciedad y la basura que ingresa del exterior, reparar cañerías.

Cuando el turno nocturno era el que tenía que cubrir, como en ese momento, su trabajo estaba en las calderas, comprobando que no se agotara el combustible para que siguieran generando el calor que era distribuido a lo largo de toda La Estrella a través de una extensa red de tuberías subterráneas. “Alegría” era un concepto tan lejano para él, la jornada sería un poco más llevadera si al menos la paga fuera adecuada.

Sus piernas temblaban cuando se dejó caer con un suspiro quejumbroso en una de las sillas chirriantes del comedor. Lentamente fue retirando cada protector, enjugando el exceso de transpiración de su cuello con el paño que siempre se aseguraba de cargar en el bolsillo trasero.

—¿Cerveza o agua? — las dos opciones fueron presentadas frente a él, agitadas para apresurar su respuesta.

—¿En serio tienes que preguntar? — resopló, extendiendo la mano para arrebatar la cerveza y beber un largo trago —. ¡Puaj, joder! — gruñó, con una mueca de asco —. Está caliente.

—Sabes que el lujo de los refrigeradores no es para pobres diablos como nosotros — el corpulento hombre se sentó a su lado, extendiendo amplias las piernas —. Deberías agradecer que al menos nos dejan consumir alcohol en horas laborales.

—¿No te parece eso contraproducente? — Lion frunció el ceño, mirando la etiqueta de colores turbios y letras cursivas fijamente —. Es decir, se supone que son superdotados, cerebritos listillos y toda esa mierda, ¿pero nos dejan beber cerveza?

—Su manera de decirnos: “Son unos cabrones, pero apreciamos lo que hacen”, ¿tal vez? — Lion rió, acomodando el septum* en su nariz para centrarlo.

—Sí, bueno — se encogió de hombros —. No creo que estén agradecidos si alguien en estado de embriaguez se amputa accidentalmente un brazo o arruine sus costosas maquinarias.

—El brazo puede ser reemplazado, ya sabes — ah, sí. Aquellas extremidades robóticas que, cabía recalcar, el pobre miserable tendría que vender sus dos piernas y el otro brazo para ser capaz de financiarlo —. Ahora, las maquinarias… Eso sí que sería todo un dilema.

—Presumo que estarían encima del charco de sangre exigiendo que la repare sin haber llamado siquiera a una ambulancia — escupió con desdén, bebiendo otro trago para intentar suavizar el nudo en su garganta —. Sabes bien que somos prescindibles, Sam.

Conocer a Sam hace tres años fue una de las mejores cosas que le pudo suceder a Lion. Él acababa de cumplir los 18 y, aunque el instante y el lugar en el que se encontraban no fueron exactamente los más prometedores: la lluvia ácida salpicando su rocío con furia, presenciando el ataúd conteniendo el cuerpo sin vida de su padre iba siendo lenta y amargamente sepultado, la camaradería fue inmediata.

No lloró, no reclamó, no pidió respuestas a las preguntas que nunca llegarían. Permaneció en un silencio absoluto durante la ceremonia que sólo lo tenía a él allí para presenciarla, sintiendo como su corazón luchaba arduamente por el siguiente palpitar detrás de sus costillas.

Fue entonces cuando lo vio, al sujeto de rodillas frente a uno de los epitafios, rezando con los ojos cerrados sin importarle una mierda lo mojado que se encontraba o si sus zapatos se ensuciaban con barro. Nunca supo qué fue lo que lo llevó a detenerse a su lado, el por qué no tuvo miedo cuando el extraño se levantó y era tan aterradoramente grande, tan intimidante, que podría romper hasta el más diminuto de sus huesos sin pestañear. Ciertamente no comprendió cómo ahí, frente a alguien que lo miró por primera vez sin ninguna expresión, se desmoronó.

Su cerebro procesó estar atrapado en un sólido, musculoso abrazo y arrullado por sonidos relajantes un largo momento después, cuando ya no había más lágrimas para derramar, su lengua reseca, quedando exhausto y vacío. Fue la soledad la que los unió.

—Accesorios — su amigo asintió en acuerdo —. Pero podemos pagar las cuentas y conservar las MCAS gracias a este trabajo, Lion — ah, realmente no quería discutir ese tema en particular con Sam en ese instante.

No entendía cómo es que podía ser tan crédulo, estando a favor de un régimen gubernamental que trataba a sus ciudadanos como jodidas marionetas sin libre albedrío, sin decisión, bramando mentira tras mentira que sólo los imbéciles creían. Ambos vivían bajo el mismo techo, compartían las mismas dificultades, tenían iguales carencias, en la batalla incesable para no quedarse sin oxígeno en sus mascarillas y tener el pan sobre la mesa.

¿Qué motivo tendría Sam para apoyarlos? Lion jamás lo asimilaría y siempre que el asunto salía a la superficie, terminaban peleando. Su ánimo no era particularmente bueno hoy, así que escogió optar por lo sano e ignorar su comentario.

—De todas formas, al amanecer tengo que pasarme por el Distrito Legal — procuró mantener un tono casual.

—¿Tú, en el Distrito Legal? — Sam lo observó, extrañado —. ¿Para qué?

—Estaba pensando en averiguar qué necesitaré para inscribirme en la universidad — para Lion, mentirle a su amigo era como recibir una patada directa en las bolas, cada maldita vez, pero no tenía elección. Debía hacerlo —. O al menos en un curso o algo así.

—¿En serio? ¡Eso es genial, hombre! — él le había insistido por meses a Lion para que retomara sus estudios, pero el testarudo siempre se negaba. Entonces, cuando se percató de la alegría y el orgullo en la mirada de Sam, la culpa casi lo hizo vomitar —. Te he dicho una y otra vez que tienes potencial. Yo soy los músculos y tú eres el cerebro, así que debes destinar tu inteligencia a algo mejor que pretender morir de desdicha en esta planta.

—Sólo no te ilusiones demasiado, ¿de acuerdo? — rascó su nuca, sintiendo la tensión acumulada con la yema de los dedos —. Probablemente no tenga los créditos que exigen para ingresar.

—Tus notas en la secundaria fueron impecables, Lion — le dio un par de palmadas en la espalda para alentarlo —. Con eso creo que podrías solicitar alguna beca o algo así, ¿no?

—Ya veremos — murmuró cortante, contemplando con aire ausente las letras tatuadas en sus nudillos.

La verdad no podría ser más diferente, vergonzosa, pero no tenía el valor de enfrentarse a Sam, no soportaría ver la decepción en sus ojos color miel.

No toleraba ver su reflejo en el espejo luego de regresar de una de las muchas “misiones” con el grupo de delincuentes de poca monta e inexpertos que frecuentaba, contando alguna extravagante excusa para justificar su desaparición, ocultando detrás del tablón de madera flojo en la esquina inferior izquierda de su minúsculo closet su parte del botín.

Normalmente eran MCAS con algunas horas, si tenía suerte días, de aire purificado almacenado. En ocasiones eran joyas de alguna anciana débil, incapacitada para defenderse y, a pesar de que nunca había lastimado físicamente a nadie en el proceso de robarles sus pertenencias, no podía evitar sentir que tenía sangre manchando sus manos. El perfil de sus víctimas era similar: ropa de buena calidad, peinados a la moda, conduciendo autos lujosos. Si tenía la audacia de acercarse para echar un mejor vistazo, podría distinguir la cantidad de ceros en la pulsera fijada en sus muñecas.

«Un poco más y renuncio», era su mantra. Pero luego una deuda de la que se había olvidado volvía para darle una bofetada en el rostro, o los comerciantes aumentaban el precio de la mercancía o el maldito indicador de su mascarilla empezaba a destilar en rojo. Si al menos los tacaños de mierda de sus jefes lo recompensaran como es justo, como lo meritaba, él no estaría hundiéndose en ese pozo de engaños y alto riesgo.

Mientras Lion se ahogaba con su cargo de consciencia, el sol reapareció, anunciando el alba. A vastos kilómetros de distancia de su posición, un joven estudiante, en la maravillosa cúspide de sus 23 años, se estiró con pereza entre las sedosas sábanas azules envolviendo su piel lechosa. Parpadeó para acostumbrar sus ojos castaños como el chocolate a la luz y con un gemido de protesta, se levantó para cumplir con su rutina matutina.

Tan pronto sus pies tocaron el piso, el robot inmóvil con aspecto humanoide en la esquina de su habitación se activó y se apresuró a tender la cama con precisión quirúrgica. El chico tomó una larga y cálida ducha, cepilló sus dientes y descargó su vejiga, dando unos últimos toques a su cabello gris ceniza antes de salir completamente desnudo, desprovisto de timidez que lo acobardara.

Un cambio de ropa perfectamente doblado esperaba a por él. Sonrió, satisfecho al comprobar que su asistencia metálica por fin ajustó sus tornillos y acertó con su estilo. Cogió su teléfono, la mochila y siguió el delicioso aroma de café colado y panecillos de mantequilla recién horneados.

—Buenos días, papá — se inclinó para dejar un beso en la mejilla del hombre sentado cómodamente en uno de los taburetes rodeando la isla de granito de la cocina, leyendo el informe de las noticias desde el holograma proyectado de su pulsera.

—Buen día, cariño — bebió un sorbo de su taza, tratando de no ensuciar su pulcro traje —. ¿Vas a desayunar?

—Erick debe estar por llegar, así que mejor consigo algo en la universidad — suspiró, apoyando los codos sobre el lujoso mesón —. Ya sabes cómo se pone si lo dejo esperando.

—Ciel, te he dicho que no me gusta mucho la idea de que andes por ahí sin nada en el estómago — hizo ademán hacia la pila de comida frente a ellos —. Tienes todo un festín aquí.

—Lo sé — rodó los ojos —. Pero no voy a desperdiciar preciadas horas de sueño sólo para despertar más temprano y comer aquí — señaló hacia la banda en su muñeca —. No tengo esto de adorno.

—¿Qué acaso en esa universidad no te enseñan a no malgastar? — bufó, negando divertido con la cabeza —. Debes manejar mejor tus créditos.

—La vida es muy corta — encogió los hombros, sonriendo de lado —. ¿Para qué molestarse? — el sonido de una bocina los alertó a ambos y Ciel dejó otro beso en la otra mejilla de su padre antes de salir disparado hacia la puerta —. ¡Nos vemos!

—¡Ciel, tu mascarilla! — el chico casi destrozó uno de los jarrones al frenar abruptamente, gruñendo con fastidio por su descuido.

—Ah, joder — susurró, hurgando en su mochila hasta que sus dedos se envolvieron en torno al delicado material de su MCA. Rápidamente se la colocó, introduciendo los dos catéteres en sus fosas nasales.

—Escuché eso, jovencito — el hombre replicó, su voz distante pero aun

así irritada por haberlo pillado balbuceando una vulgaridad.

—¡Adiós, papá! — alcanzó las llaves colgando del gancho en la pared y abrió la puerta —. ¡Te quiero! — gritó, huyendo en dirección al auto de su amigo y riendo por su travesura.

—Vaya, vaya. Miren quien no me dejó aquí afuera por veinte minutos el día de hoy — Erick lo recibió con ironía, cruzando los brazos sobre su pecho —. ¿Tu robot tuvo que pellizcarte o algo así?

—No, sólo que esta vez no hizo un desastre escogiendo mi ropa — hizo un ademán hacia su delgado cuerpo —. Por fin utilizó su cerebro de hojalata y me vistió apropiadamente, no como un jodido payaso.

—Tratas al pobre tan mal — Erick chasqueó la lengua, fingiendo estar indignado —. Sabes, por la insignificante suma de tres mil créditos, yo podría ordenar tu guardarropa.

—¡¿Tres mil?! — chilló, boquiabierto —. Gracias, pero no, gracias — le mostró el dedo del medio —. Además, ya es suficiente con que tenga que lidiar contigo cinco días a la semana, no quiero tenerte perturbando el sagrado espacio de mi habitación también.

—Tanta crueldad — colocó una mano sobre su pecho, sollozando —. Me hieres, pollito. Tanto amor que tengo para dar y tú me escupes en la cara.

—Vámonos de una vez — rió por su ridícula actuación —. Sabes que los reguladores de temperatura dejan de funcionar al mediodía y no quiero derretirme por el calor.

—Tú estando sudado eres todo un espectáculo sensual, pollito — Erick curvó los dedos como garras y expuso los dientes con un bajo gruñido —. Grr, caliente.

—Sí, pero apesto.

Ciel no tenía ni idea que, en el Distrito Legal, en el sitio más impensable e inesperado y tan repentino como terremoto, su corazón sería conquistado.

*El septum es el cartílago que tenemos entre las fosas nasales. Es interesante el hecho de que, en realidad, el aro para el piercing en esta zona, atraviesa una pequeña porción de piel que comienza justo donde acaba el tabique. Este piercing era utilizado como agradecimiento a los dioses en algunas culturas.

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