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2

El secretario lo invitó a pasar al abrir la puerta, pero al ver que este no movía ni un miembro le dio unas palmaditas en su espalda. La nebulosa en la cabeza del lobo apenas lo dejaba razonar. Dio, con mucho esfuerzo, unos pasos dejando que el olor más delicioso que había tocado sus fosas nasales lo embriagara. La bestia dentro de él luchaba por salir para reclamar lo que era suyo por derecho y Darren tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para controlarlo y no transformarse allí mismo.

–Presidente, su nuevo guardaespaldas ya llegó, está listo para comenzar a trabajar –informó.

Darren se fijó en el joven que les daba la espalda al lado de un gran estante de libros. Se lo imaginó más alta, aunque sus 1,76m no estaban mal, en comparación con él.

La silueta de su cuerpo reflejada por el traje deliciosamente ajustado, era delgado, insinuando una figura que le hizo pasar la punta de la lengua por sus secos labios y tragar saliva junto a diminutos restos de sangre. Sus piernas, bien torneadas y definidas por la presencia de ejercicios. Lo que más le robó la atención fue su cabello rojo cobrizo con destellos oscuros, que caía a la altura de la nuca en rizos rebeldes, y que contrastaban totalmente con los dos orbes verdes que lo miraron fijamente al girarse hacia ellos.

Tuvo que secar las palmas de las manos en el borde del pantalón con disimulo, y agradeció que ese día se pusiera la camisa por fuera del cinturón para que no se delatara el estado en que estaba. Aunque el hecho de que viera el efecto que causaba en él no era algo que lo molestara, todo lo contrario, lo excitaba aún más.

Él era simplemente la criatura más hermosa y apetecible del mundo, no por gusto era de seguro su compañero. Con sus largas pestañas rojizas, sus labios finos en una línea recta, muestra de un carácter enérgico, su nariz pequeña y delicada y esas pecas prácticamente invisibles en su piel blanca, que solo su vista lobuna lograba definirlas. El lobo dentro de él gruñó, y un ligero sonido seco salió de su garganta lo suficiente alto para que el nuevo jefe levantara una ceja interrogativa.

–Así que él es el señor Steik –dejó de mirarlo y puso la atención de nuevo en su libro mientras caminaba hacia su buró– Me pregunto cuánto durará esta vez –su voz era dura, sin rastro de amabilidad.

Darren vio cómo su secretario sonreía nervioso. Por lo visto Jules Meyer no era conocido por su vida social, y su personalidad… dejaba mucho que desear. A su lobo no le importaba ese hecho, aunque analizando su carácter dominante sería divertido verlo con sus torneadas piernas abiertas, rodeadas de las sábanas de seda de su cama, impregnadas en su olor y suplicándole por más.

La sola idea le hizo temblar ligeramente y soltar un pequeño gemido. Si no se contenía era capaz de reclamarla allí mismo. Lamió los caninos dentro de su boca. Su lobo quería enterrarlos en esa piel suave y cremosa. Pero ahí estaba el problema y pensándolo con mente más fría se dio cuenta de un detalle: su compañero era humano, totalmente humano.

 Por lo que todo el impulso y la necesidad que él sentía le eran totalmente ajenos a él. No sabía nada sobre la relación entre el lobo y un humano.

Normalmente sus compañeros eran lobos que nacían de un apareamiento entre dos compañeros de su misma especie. Hacía años, las hembras de su especie habían sido cazadas por un grupo de investigadores que aún seguían persiguiendo, para crear lobos artificiales. Todo gracias a la ayuda de alguien que traicionó a todas las manadas.

Como resultado, varios individuos de su especie habían perdido la cordura o se habían lanzado al vacío buscando el consuelo en los brazos de la muerte. Después del suceso las probabilidades de encontrar a sus parejas habían disminuido tanto que algunos ya habían renegado de encontrarlas, incluyéndolo a él.

En la actualidad, quedaban pocos lobos puros, solo aquellos nacidos antes de la gran tragedia. La única forma de lograr mantener la especie con vida fue relacionándose con las mujeres humanas. Por suerte y después de un estudio, ciertas hembras daban cachorros. Pero no había escuchado nunca antes, que un humano sin relación alguna con su mundo fuera compañero de un lobo.

Maldijo para sí mismo, la nebulosa en su mente no lo dejaba analizar bien y había perdido las esperanzas hacía tanto que no se había actualizado con el tema. Tendría que preguntarle a su alfa una vez estuviera en su casa, sabía que había nuevos datos y era tiempo de revisarlos.

–Allen, puedes irte, yo me encargo del resto –su voz lo acarició como un suave terciopelo, aunque esas palabras no fueron dirigidas a él.

Su secretario asistió y los dejó solos.

Por un momento a Darren le pareció que la oficina lo asfixiaba. El olor de él lo tenía embriagado y si seguía así no respondía por sus actos, no tanto por su lado racional, como su faceta primitiva. Solo la tarea de mantenerlo a raya le tenía más de un lugar húmedo de sudor.

Se sentó en la silla que el presidente le señaló y se detuvo a observar el gran buró lleno de papeles y sobres organizados, hasta detenerse en sus ojos, fríos como un bloque de hielo. La situación le dio gracia, aquel pequeño cuerpo no le tenía ni una pizca de miedo, incluso lo miraba con superioridad. Si él supiera que era capaz de estrujar como papel su delgado cuello, la historia sería diferente.

Jules giró un poco la cabeza con indignación. No quería ser quisquilloso, sin embargo, le pareció que el hombre frente a él no lo tomaba en serio. Siempre que había puesto su semblante más aristocrático había tenido a la persona arrodillada frente él, pero este nuevo guardaespaldas necesitaría entrenamiento, y del fuerte. Tomó uno de los papeles frente a él y se lo dio. Vio como lo repasó con la vista y una mueca interrogativa apareció en su rostro.

–Este es el calendario de mañana, apréndetelo de memoria sin fallos –inquirió con autoridad.

–O sea, que sólo sabré lo que usted hará al día siguiente –Darren logró articular palabras después de poder calmar sus caninos y su garganta carrasposa por el intento de transformación.

–Más bien, te doy el cronograma ahora para que sepas cómo funciona el proceso. Normalmente te lo daré en la mañana del mismo día –explicó pacientemente.

Las medidas preventivas nunca estaban de más.

–Como usted diga –replicó con esfuerzo el beta.

–Puedes llamarme Presidente o Meyer –revisó un momento la pantalla de su celular por si había algo nuevo– Espero que Allen te haya explicado los horarios, soy muy exigente con ese tema, no me gusta llegar tarde y menos esperar –insistió.

Jules se tomó un momento para repasar a su nuevo guardián y su mirada inquisitiva al parecer lo hizo reaccionar, de una forma inusual, para su gusto, pues lo vio tensar los definidos músculos que se marcaban por encima de la tela del abdomen.

El maldito tipo era enorme, con sus más de metro noventa era imponente. Estar sentado tampoco lo hacía ser menos, sus anchos hombros cubiertos por la gruesa chaqueta negra de piel le obstruía la vista de todo objeto detrás.

Su posición engañosamente relajada con la espalda apoyada en la silla y las piernas separadas podrían darle un aire de desinterés, pero podía sentir la atmósfera dominante alrededor de él. Sus manos cruzadas sobre los muslos, más gruesos que incluso su cintura, se veían llenas de cicatrices y listas para agarrar a cualquier persona y partirla en varios pedazos.

Una gota de sudor recorrió la línea de la columna del humano, desde la nuca hasta el final de la espalda. Tuvo que tomar una respiración larga y pausada y cerrar sus ojos para calmarse. No recordaba la última vez que había estado tan incómodo.

Sintió la temperatura de la oficina subir varios grados y las palmas de las manos se empaparon. Por alguna razón, que ni él misma sabía, su cuerpo estaba reaccionando inconscientemente a aquel hombre. La sangre comenzó a hervirle, mas no de deseo. Frunció el ceño e hincó las uñas en la suave piel de sus manos, el dolor le hizo reaccionar, enderezándose en el asiento, cruzó una pierna y retomó la posición de mandatario como todo el líder que era. El alivio lo invadió cuando el aire frío volvió a acariciar su piel.

Parecía haber pasado minutos desde su repentino cambio de estado, pero apenas fueron 10 segundos, tiempo en el que su nuevo empleado no le había quitado la mirada de encima, y a cada rato lo descubría lamiendo, con discreción, el borde de sus labios. Se sintió nervioso y eso no le gustaba. Esperaba que no estuviera coqueteando con él o ese sería su primer y último día de trabajo.

Tendría algunas palabras con Allen más tarde, sin dudas.

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