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Un aniversario

—Por favor, un arreglo floral para la oficina del señor Carson—pidió una voz dulce a través de una llamada telefónica. 

—Por supuesto, señora Adeline—contestó la persona en la otra línea, muy acostumbrada a recibir ese tipo de órdenes—. ¿Algún mensaje que desee agregar? 

—Sí—sonrió Adeline—. Me gustaría adjuntar lo siguiente: “Ya hace diez años que me concediste el mejor regalo del mundo: el honor de compartir mi vida contigo. ¡Feliz aniversario!”

—Perfecto, señora. Su pedido estará listo para dentro de una hora. 

—Gracias. 

Adeline colgó la llamada y pegó el teléfono en su pecho, abrazándolo, mientras no dejaba de sonreír como una jovencita enamorada. Su esposo había partido muy temprano esa mañana y, conociendo sus ocupaciones, al parecer se le había olvidado su aniversario. Pero eso a ella no le importaba, seguramente regresaría más tarde con algún regalo o con una invitación a una elegante cena. Humberto en ocasiones podía ser muy despistado. 

—Vamos, niños, se les hará tarde para el colegio—dijo de regreso al comedor, dónde sus tres varones compartían el desayuno. 

En otro lugar, un hombre de unos cuarenta y dos años, ingresaba en una espaciosa oficina, seguido de cerca por su secretaria, una rubia exuberante de mirada ambarina.  

—Buenos días, señor. ¿Desea ponerse al día con su agenda?—preguntó la mujer en un tono coqueto, mientras cerraba la puerta tras de sí. 

—Pongámonos al día con otro asunto—contestó el hombre, rodeándola por la cintura y atrayéndola a su pecho.

—Oh, señor—gimió ella—. Es muy temprano para eso, ¿no le parece?

—Es la hora adecuada para darle un buen inicio a nuestro día. 

Luego de eso, la recostó sobre el escritorio, sin tener el más mínimo cuidado de los objetos que lanzaba a su paso. Su objetivo era claro: meterse entre las piernas de aquella fémina. Sin embargo, unos toques en la puerta interrumpieron su acalorada faena. 

—Maldición—dijo Humberto, alejándose a regañadientes de su secretaria y acomodándose los pantalones—. ¿Quién es?—preguntó. Su voz, una clara muestra de molestia. 

—Señor, han traído algo para usted—anunció una secretaría de otro departamento. 

—Muy bien, adelante—concedió Humberto, una vez que ambos se habían encargado de dejar intacta la escena. Ni siquiera parecía que habían estado a punto de tener sexo. 

A los ojos del hombre, llegó la imagen de un enorme arreglo floral, adornado con globos en forma de corazones.  

—Gracias, Marta—le dijo Humberto a la mujer encargada de dejar aquello sobre el escritorio. 

Una vez ella se fue y cerró la puerta, el hombre suspiró y se dejó caer en una silla. Eloísa, su secretaria, se acercó al arreglo floral y acarició algunos pétalos del mismo. 

—Tu mujer se vuelve más adorable con cada año que pasa—dijo sin poder ocultar una sonrisa maliciosa. 

—Es un tormento—respondió él, con un gesto de cansancio, mientras se pasaba las manos por el rostro evidentemente exasperado.

—Oh, no. Claro que no—tomó entre sus manos la tarjeta—. Deberías leer esto, Humberto. Es realmente tierno—dijo extendiéndole el papel. 

—Déjame ver. 

A los pocos segundos, el hombre rodó los ojos y dejó caer el escrito. 

—No veo la hora de divorciarme. 

—No digas eso, Humberto. Ella es muy agradable—el sarcasmo palpable en su voz. 

—Es peor que un dolor en el trasero—soltó de malhumor—. Cada día me siento más asfixiado. “¿Cómo te fue hoy, amor?” “¿Pensaste en mí?” “Yo te extrañé todo el día”. Ni siquiera sé cómo resisto las ganas de estrangularla. Si me volviera viudo todo sería más fácil ahora que lo pienso, no tendría que estar soportando este insípido matrimonio y podría seguir manejando la empresa a mi antojo. Después de todo me la heredaría. Soy su esposo. 

—Pero no serías capaz de hacer eso, ¿cierto?—se asustó Eloísa por un momento. 

—Pues si lo hago bien, no tendría por qué representar un problema, pero… está su maldito hermano. Seguramente investigaría hasta el cansancio las causas de su muerte. ¡Joder, estoy condenado!—exclamó lo último en un tono dramático. 

—Vamos, Humberto. No es tan malo. 

—Realmente lo es. Pero olvidémonos de ella, en dónde nos quedamos—dijo jalando a la mujer para que se sentara en sus piernas, mientras volvía a acariciarla. 

[…]

Era de noche, cuando Adeline se miró en el espejo y contempló el vestido rojo que acababa de ponerse. Era un vestido ajustado al cuerpo que le causaba un poco de inseguridad, pero su marido en una ocasión le había dicho que le quedaba muy bonito.

—Seguramente mintió—murmuró Adeline, a medida que más se detallaba. No podía ignorar los rollitos que se formaban en su abdomen y que era una clara muestra de lo gorda que estaba. 

Pero antes de que Adeline pudiese hacer otra elección de vestimenta, Humberto irrumpió en la habitación. 

—Querida—dijo el hombre viéndola de arriba a abajo con una mueca. 

«¿Eso que veía en la mirada de su esposo era repugnancia?», fue el primer pensamiento que le llegó, pero rápidamente lo desechó. 

—Amor, estaba esperándote—contestó ella con una amplia sonrisa. 

—No me digas que irás con eso—sus palabras eran secas. 

—Ah, no—negó, sintiendo un rubor extendiéndose por sus mejillas—. Justamente estaba por cambiármelo. 

—Elige otra cosa, mujer—el fastidio era evidente—. O al menos que quieras ir a hacer el ridículo en el restaurante. 

Adeline se quedó boquiabierta ante sus palabras, ¿acaso acababa de insultarla? 

—Amor, pero una vez me dijiste que…

—¡Por el amor de Dios, debí estar borracho si te dije que eso se te veía bien!—la cortó ásperamente—. ¡Pareces un cerdo, Adeline!

—¡Humberto!

Instantáneamente, Adeline sintió que algo ardía en su corazón, era justo como un fuego que consumía y calcinaba sus más puros sentimientos. 

—¿Qué?—se defendió él—. Solo estoy siendo realista. 

—¿Te parece realista llamarle “cerdo” a tu esposa?—las lágrimas presentes en sus ojos—. ¿No te parece que fue una elección de palabras muy cruel?

—¡Por favor, mujer, no hagas un drama de esto!—le quitó importancia a su arrebato de hace un momento—. Cámbiate de ropa, no tengo toda la noche. 

—No, Humberto, la verdad es que ya no tengo ganas de salir. 

—Bien, como quieras—se dio la vuelta—. No me esperes despierta.

—¿Qué quieres decir?—alzó la voz ante su descaro. 

—Que no me esperes despierta, Adeline—repitió lentamente, como si fuese una persona con alguna discapacidad mental—. ¿O es que ahora eres sorda también?

—¡Humberto!—gritó ella, antes de que cerrará la puerta por completo. 

—¿Qué?—contestó él, indiferente. 

—Si te marchas, entonces daré por sentado que no quieres seguir con este matrimonio—amenazó, apretando los puños a su costado. No podía soportar semejante humillación.

Un bufido fue lo único que recibió como respuesta, acompañado del sonido de la puerta al cerrarse y del crujido de su corazón al romperse. 

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