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DE LOS RAYOS QUE TE PARTEN EN LA MITAD DEL PATIO (1)

En algunos países como la India, China, Japón y Pakistán, así como en algunas partes de América Latina, todavía se practica lo que se conoce como matrimonio arreglado, un tipo de unión marital donde los contrayentes, es decir, los novios, son elegidos por un tercero en vez de por ellos mismos. Las razones son diversas. Muchas de ellas responden a motivos de tradición, costumbre o religión. Así, podemos ver matrimonios de una misma casta, consanguíneos o no. Se pueden pagar deudas pendientes ofreciendo a la joven virgen de la familia –de 5 a 12 años de edad– para casarla con el hombre acreedor. En algunos casos, se prohíbe el matrimonio con una pareja de diferente religión. Incluso, en muchas culturas, las hijas son valiosos productos en el mercado matrimonial, puesto que el novio y su familia deben pagar en efectivo y bienes el derecho a casarse con éstas. –Conveniente ¿no?– Sí, lo he visto. Los familiares de la novia suelen tener mucho interés en organizar un matrimonio con un hombre que está dispuesto a pagar mucho dinero para casarse con ella. Eligen por ti, te imponen reglas y en el mejor de los casos, te dejan elegir entre un grupo de hombres previamente seleccionados. ¡Qué curiosa es la vida, verdad! Hablan del matrimonio como si fuera un negocio, un valor económico. Una alianza que te permite alcanzar la paz política y social, como si el matrimonio no fuera una institución que se elige por amor, como si, en palabras de Cortázar, el amor no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio...

Estaba sola, absolutamente sola y sin nadie que me abrazara y me consolara después de pasar lo que describiría como la peor noche de mi vida. Supongo que así ha de ser la primera noche de un condenado en la cárcel luego de recibir su sentencia. Lloré a gritos durante todo el camino a la hacienda, sintiendo la mirada malvada de tía Amanda, quien me vaticinaba que si no me callaba me iba a partir la cara de una patada –un momento, que sin duda, exaltó toda su humanidad–. Aunque pusiera todo mi esfuerzo en no llorar, el sentimiento se me salía por los poros y lejos, muy lejos, en el fondo de mis ojos, podía ver intacta la imagen de mi familia despidiéndose en el camino. Era como si un hoyo negro y profundo se me hubiese instalado en el alma y me doliera hasta los huesos. Ya en el sitio, todo tenía un aire trágico y melancólico. Solo pude apreciar la vaga luz que alumbraba un par de portales. Luego, un patio, un pasillo, un cuarto y una cama, sin poder pegar un ojo en toda la noche, entre llantos y sollozos, dormida pero despierta, esperando y anhelando el futuro posible.

La hacienda quedaba a unos pocos metros del pueblo, bajando por una carretera de tierra ubicada al borde de la montaña. No es de extrañarse que le llamaran “el paso malo”. Estaba llena de baches y rocas y era realmente una odisea pasar por allí y si llovía, resultaba casi imposible cruzar. En la curva donde la carretera seguía hasta la ciudad, a la sombra de unos árboles, se alzaban imponentes un par de portales con barrotes de metal, coronados por una placa circular que rezaba “Hacienda Villa Fría”. Dentro, todo era blanco. Las paredes, los muros y la fuente central. El patio inmenso, forrado de adoquines desteñidos, tenía en el centro una fuente monumental y en los muros que le rodeaban, las trinitarias bajaban como cascadas magentas. ¡Era espectacular! La casa, aunque conservaba los rasgos típicos de hacienda colonial, era elegante, bella y soberbia. Tan antigua con su techo rojo, estructura de dos pisos y balcones alargados que daban al patio central. Y más allá de los muros, se extendían infinitos, los terrenos de cultivo y las estancias de caballos y ganado. Todo era tan maravilloso, más de lo que mis muñecas pudieran soñar y quizá, también yo.

Es increíble la rapidez con la que un niño puede olvidar. En muy pocos días, mi dolor desapareció y mi curiosidad empezó a aflorar. Yo estaba allí y todo lo sentía grande, nuevo, mágico y espectacular. Hasta tenía mi propia habitación. Un pequeño cuarto ubicado en un extremo del primer piso. No era la gran cosa, pero yo nunca había tenido privacidad ni nada que fuera mío, al menos, transitoriamente. Así que cuando empecé a explorar me sentí como en un cuento de hadas y explorando, fue cuando encontré aquel lugar. Era una tarde dorada y la neblina empezaba a ascender en la montaña. Atravesé el patio central y las puertas que daban al campo, y me abrí paso ladera abajo, entre la vegetación alta y espesa, atraída por un suave susurro de agua. Durante mi largo descenso, en algunos lugares peligrosos por las diferencias de inclinación, avisté el lugar donde un río corría tranquilo y atravesaba un valle con poca vegetación. Cuando al fin llegué, luego de caminar entre la grama y la roca, me detuve para apreciar con ojos maravillados el tesoro que encontré.

Era un puente de piedra tendido sobre un río que parecía una fantasía de cuento medieval. Era un puente magnífico, medio ruinoso y en forma de arco, con pilares y barandales rústicos y de gran pesadez. Bajo el puente, el río se hacía más angosto, hondo y azul, helado quizá, y formaba un espejo impecable que reflejaba mi viva silueta. Lo atravesé mil veces, jugando a que monstruos de antiguas cruzadas me perseguían por laberintos labrados por mi imaginación y en ello, me percaté que no muy lejos de allí, en el valle sereno y callado, se ubicaba un gran cenador a modo de templete gótico, blanco y fabulosamente tallado que brillaba a la luz de los últimos rayos del sol. Estaba tan lleno de hojarasca que al mínimo soplo de viento parecía tomar vida como un torbellino. Era maravilloso. Había encontrado el paraíso de mis sueños en ese paraje de misteriosa soledad. Inmediatamente, se convirtió en mi lugar especial. Era mío, solo mío...

Sin embargo, no todo podía ser ilusión y exploración. Ahora yo debía labrar mi propio camino, aferrándome con fuerza a aquel cordón invisible que me unía a mi familia, pero sin perder de vista mi nueva realidad.

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