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Capítulo 1: El Regreso a Casa

Lucía vuelve a su pueblo costero después de varios años en la ciudad. Se siente perdida y busca inspiración en el paisaje que solía amar. Se toma un tiempo para reflexionar mientras camina por la playa y visita lugares de su infancia, mencionando su deseo de comenzar de nuevo y encontrar un propósito en su arte. En su camino, se encuentra con el centro comunitario, que le provoca la idea de pintar un mural.

. Lucía respiró profundamente el aire salado del mar, sintiendo cómo el viento alborotaba su cabello y con cada paso que daba, era como si el tiempo retrocediera. La arena, aún tibia bajo sus pies descalzos, la conectaba con su infancia, aquellos días despreocupados que pasaba construyendo castillos de arena junto a su hermano, Diego, quien ahora vivía en otra ciudad y había perdido el contacto. Mientras sus pensamientos vagaban entre risas y juegos perdidos, una punzada de nostalgia la invadió, mezclada con un deseo intenso de reconectar con su arte.

Se detuvo un momento, contemplando el horizonte donde el cielo se fundía con el mar. Los colores del atardecer comenzaban a pintarse en suaves tonos anaranjados y violetas, y esto la inspiró. Lucía siempre había encontrado en la naturaleza una musa inagotable; ahora, aquella paleta de colores la impulsaba a sumergirse en el lienzo de su vida.

Continuó su paseo, guiándose por el murmullo de las olas que la invitaban a recordar. Al llegar al pequeño centro comunitario, un edificio de paredes blancas y azules que solía estar lleno de risas y actividades, su corazón latió más rápido. Recordó las clases de pintura que había tomado allí de niña, organizadas por la tía Estela, aquella mujer carismática que había sido la primera en animarla a seguir su pasión. La idea de pintar un mural comenzó a gestarse en su mente; para Lucía, era el momento perfecto para devolver algo a la comunidad, para llenar de colores las paredes vacías y compartir su arte.

Decidida, entró al centro. El interior era acogedor, decorado con obras de artistas locales y grupos de personas que conversaban animadamente. Se acercó al mostrador de información, donde una joven sonrió y le preguntó cómo podía ayudarla. Lucía se presentó y compartió su idea de un mural. La joven, que se presentó como Clara, se iluminó al escucharla.

“Me encantaría ayudarte”, dijo Clara. “Este lugar necesita un poco de vida. ¿Ya tienes algo en mente?”

Lucía asintió, sintiendo cómo las primeras pinceladas de su idea comenzaban a formarse en su mente. “Quiero que represente la esencia del pueblo: la playa, las tradiciones, y las historias de sus habitantes.” Clara se entusiasmó y juntas comenzaron a planear cómo llevar a cabo el proyecto.

Con el apoyo del centro, Lucía convocó a los vecinos a una reunión para presentar su proyecto. El día de la convocatoria, el salón estaba lleno de rostros conocidos, un rompecabezas de historia y memorias. Lucía se sintió nerviosa al hablar, pero cuando sus ojos se encontraron con los de algunos de los ancianos del pueblo, recordó la responsabilidad que tenía sobre sus hombros.

“Quiero que este mural no solo sea mío, sino de todos nosotros”, explicó, su voz resonando con calma y pasión. “Necesitamos recordar quiénes somos y lo que este lugar representa. Espero que podamos plasmar juntos nuestros sueños, nuestras luchas y nuestras esperanzas.”

La respuesta fue abrumadora; muchos se ofrecieron a colaborar, compartiendo ideas y relatos que Lucía jamás habría imaginado. Uno de los ancianos, Don Ramón, trajo fotos antiguas del pueblo y comenzó a hablar sobre las tradiciones de la pesca, mientras que los niños, emocionados, propusieron incluir animales marinos y árboles que solían jugar en su sombra.

A lo largo de las semanas siguientes, Lucía se sumergió en el trabajo del mural, dedicando horas en el centro comunitario, donde se convirtió en un punto de encuentro para muchas personas del pueblo. Cada pincelada del mural era un viaje a través de la historia y el corazón del pueblo. Lucía sentía que cada color que aplicaba al lienzo era un reflejo de las vivencias compartidas, un eco de risas y llantos, sueños y añoranzas que se entrelazaban en el aire. Durante aquellos días, el centro comunitario se llenó de vida; niños correteaban alrededor mientras los adultos conversaban y trabajaban juntos en la elaboración de ideas para el mural. Era un renacer de la comunidad, un intento de redescubrir su identidad.

Las tardes se convirtieron en un festín de creatividad. Las risas resonaban mientras los vecinos conversaban sobre sus historias personales, las historias que esperaban que el mural capturara. Lucía se sintió como un conducto entre el pasado y el presente, uniendo palabras y recuerdos en colores vibrantes. Con cada conversación, se daba cuenta de que el mural no solo era un proyecto artístico, sino un símbolo de unidad y de compartir historias que, de otro modo, habrían permanecido en el silencio.

Una tarde, mientras pintaba un denso bosque de manglares que recordaba de sus días de exploración infantil, se acercó a Don Ramón, quien había sido una fuente inagotable de secretos y tradiciones del pueblo. Él le habló de un mítico pez dorado que, según decía, solía aparecer en los días de verano. “Los ancianos dicen que si lo ves, debes hacer un deseo. Siempre me pareció que era un símbolo de esperanza”, le contó mientras observaba como Lucía asombrada añadía tonalidades doradas a su obra.

Inspirada por sus palabras, Lucía decidió incluir al pez dorado en el mural, no solo como un elemento decorativo, sino como una representación de los deseos y anhelos del pueblo. “Quiero que todos escriban su deseo en pequeños papeles que estarán escondidos en el mural”, sugirió, y a todos les encantó la idea. Así, cada miembro de la comunidad podría dejar su marca, su esperanza, un sueño encapsulado en el arte.

A medida que las semanas avanzaban, el mural comenzó a cobrar vida. Lucía incorporó olas que recordaban al pueblo de su infancia: las mismas olas que le habían susurrado secretos, risas y canciones al oído. También pintó escenas de la vida cotidiana, como la llegada de los pescadores en sus botes, las mujeres en el mercado, y los niños corriendo por la playa al amanecer. Cada imagen narraba una parte de la historia del lugar, y Lucía se sentía abrumada por la belleza de esos momentos compartidos.

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