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Valentina recordó aquel caluroso y fatídico día, seis años atrás, cuando aquellos hombres llegaron a raptarla. Tan solo tenía doce años y había pasado la tarde al lado de Estefanía, su idéntica hermana gemela, buscando flores para el jarrón de su madre. Se encontraban en una enorme pradera teñida de verde, con frondosos árboles y un pequeño río de aguas cristalinas. Vestía su traje blanco con estampados multicolores, llevaba sus pies descalzos y portaba una cesta en la mano, la cual se fue llenando de toda tipo de flores. Recordó la admiración que ya para esa época le despertaba su hermana. Aunque eran consideradas las niñas más lindas del pueblo, y no les faltaban pretendientes entre el numeroso grupo de muchachos, ella solo tenía ojos para su hermana. Mirarla era como mirarse a sí misma en un espejo, y aunque era consciente que su admiración y sus sentimientos hacia ella podrían considerarse un poco extraños, ya que solo quería que se presentara la ocasión perfecta para poderla besar en los labios, algo a lo que nunca se había atrevido, sabía que no sería feliz si no lograba llegar a compartir su vida al lado de ella como cualquier pareja de amantes.
Así mismo recordó haberse fijado en el pequeño insecto rojo con punticos negros posado en el cabello largo y castaño de su hermana, quien al igual que ella, iba descalza y llevaba un vestido de tonos crema. Le pidió detenerse con la idea de tomar entre sus manos al atractivo insecto para el momento en que a lo lejos los vio venir. Eran alrededor de diez hombres, todos montando a caballo y vestidos de negro. Cabalgaban a gran velocidad y no tardaron más de tres o cuatro minutos para detenerse frente a ellas. Algunos tenían los cabellos largos y oscuros, otros eran rubios o pelirrojos y solo uno de ellos lo llevaba corto y de color blanco. Pero no era un hombre viejo, mucho menos un anciano; se trataba de un joven supremamente atractivo, con un rostro de finas facciones y una figura esbelta. Por los ropajes que vestía, la elegancia de su caballo y su manera de montar, parecía estar por encima de los demás. Instantes después, y sin mediar palabra, varios de ellos descendieron de sus caballos, se abalanzaron sobre ellas, las derribaron y les amarraron las muñecas con lazos cuyos extremos opuestos estaban atados a la montura del caballo del hombre de cabello blanco. Sin entender lo que sucedía, de un momento a otro, entre llantos y gritos desesperados, se vieron forzadas a caminar detrás de los animales, tratando de mantener el acelerado paso que estos llevaban, evitando caer a tierra y terminar siendo arrastradas por un camino que había dejado la suave grama atrás y se había convertido en una dura trocha compuesta por toda clase de piedras y pequeñas rocas. No tardaron las plantas de sus pies descalzos, y las de su hermana Estefanía, en empezar a sangrar, pero por más que estas dolieran, sabían que sería mucho peor caer a tierra y terminar siendo arrastradas. Recordó haber caminado, en medio del dolor, el terror, el llanto y la incertidumbre, hasta el momento que el sol se escondió tras la montaña y la oscuridad lo invadió todo. Pasaron la noche sentadas, sus cuerpos atados a los árboles adyacentes a un pequeño claro en medio del bosque, sus bocas amordazadas evitando así cualquier tipo de comunicación entre ellas. Fueron pocos los momentos en los cuales logró dormir; el susto, la incomodidad, el dolor de pies, la sed y el hambre fueron superiores al cansancio cuyos efectos generalmente lograban hacerla dormir después de las largas y laboriosas jornadas al lado de su hermana y el resto de miembros de su familia. Aquella larga noche, gracias a la luz de plenilunio, pudo observar claramente, a pocos metros de distancia, la manera como el apuesto hombre de cabello blanco se besaba apasionadamente con uno de sus compañeros, un rubio de cabello largo quien lo superaba en estatura.
Pero aquellas memorias fueron interrumpidas por el fuerte dolor que el látigo de Parcer causó en su espalda desnuda. Era el recordatorio, el cual llegaba al menos cuatro o cinco veces al día, de la prohibición de relajarse durante las horas de trabajo. Se volteó a mirar al cruel capataz, tratando de esconder el odio, la furia y el dolor sentidos, a sabiendas de las horribles consecuencias que traería el mostrar una expresión medianamente parecida al desprecio. Sostuvo su mirada por breves instantes antes de volver a lanzar su pica sobre el pedazo de roca que habría de convertirse en parte de uno de los muros del lugar donde había pasado sus últimos seis años, el campamento de esclavas.
SEIS AÑOS DESPUÉS
Estefanía odiaba los domingos. A pesar de verse sometida a penosas labores durante la semana, no soportaba permanecer el día entero encerrada en aquella oscura mazmorra, levemente iluminada por una antorcha ubicada al final del pasillo. Habían pasado tres meses desde su traslado a aquella sección del campamento de esclavas, y sin embargo, no lograba acostumbrarse a soportar aquel grillete sujeto a su tobillo izquierdo, fundido este a una cadena de no más de tres metros, la cual parecía haber sido sembrada en el interior de a la gruesa pared de roca sólida. No era su primera temporada con esa clase de restricciones, pero esta vez el encargado de acomodar el fastidioso objeto metálico se había ensañado con ella, dejándolo un poco más apretado, si se comparaba con otras ocasiones. No había valido de nada su protesta, siendo una bofetada en su bello rostro la única respuesta recibida. Tampoco se acostumbraba al piso de tierra y paja, el cual hacía las veces de colchón en sus oscuras e interminables noches. En años anteriores no había disfrutado de un tipo de acomodación diferente, pero al menos las mazmorras de las niñas por debajo de los dieciocho años tenían algo más de paja, lo cual las convertía en lugares un poco más confortables. Recordaba su primer día en aquel horrible campamento, seis años atrás, cuando fue obligada a pelearse con su hermana, escasos minutos después de haber llegado: , les había dicho un hombre blanco, de contextura gruesa, cabellos cortos y negros, quien se presentaría como Parcer, capataz del campamento, y quien cargaba un látigo a uno de sus costados. Ella había mirado a su alrededor, sus ojos cansados de tanto llorar, llamándole la atención los grupos de mujeres jóvenes semidesnudas ocupadas en toda clase de labores. Así mismo, se fijó en las altas murallas rodeando gran parte del lugar, en las edificaciones de piedra de un solo piso, en un sinnúmero de postes de los que colgaban cadenas, y en algunas tenebrosas cruces y cepos de castigo. . No pasaron más de cinco minutos antes de ver sus pies desnudos sumergidos en una piscina de lodo, su hermana gemela parada a escasos centímetros de distancia. , había dicho el hombre antes de verse a sí misa y a Valentina rodando y luchando entre el lodo, haciendo uso de toda su fuerza para librar a la niña convertida en su contrincante, de aquel traje invadido por la suciedad y el barro. Jamás creyó ser capaz de tratarla de aquella manera; siempre la había visto como un reflejo de su propio ser, hacia quien no podría sentir más que amor y comprensión. Pero a sus escasos doce años ya había escuchado hablar sobre la crueldad de los dorianos, ampliamente temida y conocida por todos los habitantes de los estados vecinos, siendo lo último entre sus deseos el llegar a ser objeto de sus crueles castigos. Pero la fuerza y la habilidad de Valentina fueron superiores a los suyos y escasos minutos después se vio a sí misma vistiendo únicamente sus pequeños calzones, su vestido hecho trizas tirado a un lado de la pileta, su cuerpo, su cara y su cabello totalmente cubiertos de lodo, su hermana llevando encima lo poco que quedaba de su, hasta hace poco, bello vestido, pero con la suerte de haber sido la ganadora. Entre las risas, las burlas y los comentarios de algunos de sus captores, fueron obligadas a bañarse con cubos de agua helada y a vestir un raído pedazo de tela de tono marrón lo suficientemente reducido para hacer las funciones de un pequeño calzón, el cual sería su única prenda de vestir por los siguientes años. Recordó haber recibido, entre llantos, las disculpas de su hermana antes de ver como dos hombres la agarraban por los brazos y desaparecían detrás de una puerta ubicada a poco menos de cincuenta metros. En seguida, el hombre del látigo la tomó por el brazo y la llevó con paso acelerado hasta un poso de agua situada en medio de una pequeña plazoleta rodeada de establos. Tomó una cadena del suelo de tierra apisonada, se la sujetó al tobillo para después asegurarla en una argolla enclavada en la pared del pozo antes de decirle: . A pesar del llanto y las súplicas, el hombre la había mirado con desdén para después dejarla abandonada a su labor. Agotada por los dos días de camino, habiendo recibido muy poco alimento y con escasas horas de sueño, el peso ejercido por la cubeta, sobre el lazo que bajaba al fondo del pozo, fue demasiado para sus brazos, siendo pocas las cubetas llenas para el momento en el cual cayó desmayada. Recordó haber despertado en un sitio similar al que ahora se encontraba, igualmente encadenada a la pared y con un pedazo de pan duro y un pequeño jarro de agua a su lado. Había sido el comienzo de seis duros años, sobreviviendo a toda clase de injusticias y vejámenes.
Mirando ahora, a sus dieciocho años, los alrededores de su oscura mazmorra, recordó una vez más la conclusión a la que había llegado años atrás, cuando agradeció la benevolencia del caluroso clima, el cual la había salvado de morir de frio. El estricto reglamento solo permitía el uso del raído calzón, siendo muy pocas las partes de su cuerpo cubiertas por este. No importaba a sus captores el verla crecida y desarrollada, siendo la única razón valiosa para ellos el tener suficiente piel expuesta para ser castigada por el látigo, aquel instrumento de represión bien conocido por ella y por todas sus compañeras.